Una introducción a la filosofía
Antes de elaborar una introducción a la filosofía (tal el nombre de las cuatro charlas que voy a dar en abril en el espacio de Hijas del Arte), deberíamos saber qué es aquello a lo que nos vamos a introducir. La filosofía es una forma de pensamiento. Hay diferentes formas de pensamiento, la filosofía encarna una. Hay muchas maneras de definir a la filosofía, yo probaré la mía aquí de manera sintética, dejando de lado cuestiones importantísimas que por falta de espacio y de conocimiento no podré ni siquiera enumerar. Mi apuesta es absolutamente personal, y sin duda puede (o debe) ser cuestionada, pues en realidad cada filósofo proporciona su aporte único. Para colmo, yo no soy filósofo.
Usualmente se cree que la filosofía es algo así como amor al saber (filo-sofía), pero esto, más allá del idealismo que acarrea, mucho no aclara, amén de que el loco de Nietzsche ya había planteado que el término sophós, del que proviene sophía, se relacionaba para los griegos más con el gusto y la sensibilidad que con el conocimiento y el entendimiento. Es un giro copernicano. Ya sabíamos que en su origen este tipo de sabiduría era más bien práctica que teórica, cosa que luego los filósofos se encargaron de confundir, pero esta es otra historia.
Durante muchos siglos se creyó que cada sistema filosófico era una cuestión cerebral, abstracta, una amasijo de ideas súper profundas que terminaban en sistemas trascendentales o espíritus abstractos que casi no tenían relación con la vida cotidiana del filósofo en cuestión —hoy nos causan gracia por ejemplo el par de anécdotas que tenemos de Kant: que todo Königsberg ajustaba sus relojes de acuerdo a su paseo, pues siempre lo daba exactamente a la misma hora; o que le gustaba invitar a comer al capitán del último barco que había atracado en el puerto, pues así tenía conocimiento del mundo, él que nunca salió de su ciudad natal (también podemos chusmear lo mujeriego que era Hegel). Tengamos en cuenta que la filosofía se instituyó cuando se logró escindir o partir al ser humano en dos dimensiones que casi no tienen relación entre sí, o que si tienen relación es porque el filósofo no logró anular o neutralizar del todo una de esas dimensiones, me refiero al cuerpo, ese estorbo que el alma soporta como un mal necesario para transitar por esta vida. Cuerpo y alma, materia y espíritu, entendimiento y sensibilidad (ejemplos de la lógica dicotómica que estructuró al pensamiento metafísico) dan cuenta de dos realidades diferentes que la filosofía se encargó de mantener divorciados a lo largo de 2.500 años —por supuesto, hubo excepciones notables a lo largo de esta historia que incorporaron al cuerpo, sus afectos y los placeres como base de su pensamiento, pero fueron marginales y casi ignorados. Eso cambió radicalmente.
La filosofía es una actitud anímica, una forma de vida. La filosofía debe renunciar a las ideas originales, al sueño de las ideas originales, todo ya ha sido pensado, o casi.
¿Cuál era el ideal de la vida filosófica? Vivir como si se estuviera muerto, dijo Sócrates, o hacer de la vida algo que no tiene casi relación con el pensamiento. Obviamente esta creencia se derrumbó hasta el punto de que hoy no la entendemos, o nos negamos a creer, con alguna razón, que las mentes más esclarecidas de una sociedad y una época vivían bajo este tipo de prejuicios, terribles para la vida tanto como para el pensamiento. El alma, ese hálito divino en nosotros, era eterna, mientras el cuerpo no solo moría sino que también nos confundía y engañaba. Hago referencia a esta mortalidad del cuerpo porque como nos enseñó Hans Jonas, quizás la primera encarnación de un pensamiento fue la lápida funeraria, pues esta piedra denota aquello que quiere paliar o negar, la muerte del que está debajo de ella —el tema de la muerte es uno de los tópicos centrales de la filosofía, por distintos motivos, el que me interesa a mí no es para construirme un más allá bienaventurado en el que las almas bellas y buenas se juntarían a meditar, como propuso Platón en el Fedón, por ejemplo (y del que el cristianismo se aprovechó a lo loco), sino porque es el único acontecimiento inevitable que todos y cada uno de los seres humanos vamos a experimentar (no es el único, el otro acontecimiento de este tipo es el nacimiento, pero nadie que yo sepa hasta ahora lo pudo elegir por cuenta propia).
Para mí la filosofía no es o no es solamente una cuestión teórica, abstracta, que se resuelve en una experiencia interior del ser humano, sino, como ya lo escribió Epicuro y lo habían puesto en escena los cínicos, la filosofía es una actitud anímica, una forma de vida, como se dice ahora —cada vez que escribo “yo” o “para mí” en este ensayo y siempre, en realidad posiblemente esté repitiendo algo que leí y olvidé: el filósofo es un lector y un copiador. La filosofía debe renunciar a las ideas originales, al sueño de las ideas originales, todo ya ha sido pensado, o casi. Antes de definir qué entiendo por una forma-de-vida, me gustaría aclarar que junto con la liberación del cuerpo de los grilletes con los que el entendimiento lo había aprisionado, se liberaron otros elementos, básicamente la técnica, que tiene una relación de complementariedad y prolongación de la corporalidad (como sostenía McLuhan, los medios de comunicación o la técnica sin más son extensiones de los órganos del cuerpo humano). Esto provoca que ya no podamos o no debamos pensar al ser humano ni siquiera como una unidad dual (cuerpo/alma) sino por lo menos como una unidad trifásica donde la técnica tiene tanto derecho de pertenencia como los otros dos —es lo que venimos tratando de hacer en el Seminario Informática y Sociedad, en la carrera de Ciencias de la Comunicación (UBA).
Ahora bien, volviendo atrás, ¿qué entendemos por una forma-de-vida-filosófica? Esta pregunta asedió a muchísimos filósofos, desde por lo menos Heráclito hasta Michel Foucault. Una forma de vida no es una vida cualquiera, al contrario, implica inexorablemente una reflexión, es una vida reflexionada. No es que una vida reflexionada sea mejor que una vida irreflexiva o dominada por los imperativos sociales (tan apremiantes siempre, tanto para los viejos griegos como para nosotros). Y no es tampoco que el filósofo se pase toda la vida reflexionando sobre su vida, pero sobre algunos acontecimientos (que se creen fundamentales, y cualquier hecho de la vida cotidiana puede convertirse en un acontecimiento fundamental) a él le interesa saber las causas que lo provocaron. Cuando se conocen las causas se prevén los efectos —por supuesto, ese “saber las causas” puede y suele llevar al filósofo (y a cualquiera que intente reflexionar sobre sí mismo) al callejón sin salida del narcisismo y del error, a hacerle creer que conoce esas causas y que por lo tanto es capaz de controlarlas. Todo esto es una ficción. Cuando Sócrates se abstraía de tal modo que se evadía de la realidad aunque estuviese en el medio de una batalla, como dicen que hizo alguna vez, la filosofía siempre lo interpretó como un signo de la capacidad del filósofo de hundirse en sus ideas, de conocer y autoconocerse. Hoy lo interpretaría como una marca de la alienación que vive y debe vivir el filósofo para elaborar un pensamiento. En realidad, era (o podría ser interpretado) una defensa frente a su incapacidad de entrometerse en los asuntos banales de la vida cotidiana, de aceptar la realidad tal como es, pues la filosofía supo catalogar a ésta de insoportable, decadente y estúpida. Hoy estas clasificaciones están puestas en cuestión, o deberían estarlo, no porque por fin la realidad sea lo que los filósofos proyectaron, sino porque es la realidad que hay que transformar.
La forma de vida filosófica es la que reflexiona y regula las adicciones que nos inoculan, no la que vive libre de ellas, en el ascetismo.
Para que una vida sea reflexionada debe tener algunos principios. La búsqueda del término medio viene proclamándose desde el comienzo de los tiempos filosóficos. Este término medio o justo medio debe incorporar elementos que tal vez en el pasado no tenían significado o importancia, pero que ahora forman parte de cualquier cotidianidad, por ejemplo: la adicción y la alienación. La filosofía persiguió el objetivo de lograr la autoconsciencia y el dominio de sí, la renuncia a los placeres y la construcción de una vida ascética, ajena a la fama y las riquezas, pues estas esclavizan y nos someten a deseos y conductas que dañan la integridad humana. Hoy sabemos, después de que Nietzsche llevó el pensamiento hasta el límite de su posibilidad y enloqueció, que para que haya autodominio debe haber también una zona de la propia existencia que esté fuera de control, que no se subordine a ninguna exigencia, ni la de la sociedad y los medios ni a la de la academia y la “crítica profunda”, que por contradictorio que suene coinciden en aconsejarnos o exigirnos vivir de una vida hedonista, entregada al placer —sin preguntarse siquiera en qué consiste el placer o el dolor. La felicidad no consiste en vivir de fiesta sino en atemperar los golpes de dolor, frustración, impotencia, etc. que la vida nos va propinando. Los escépticos llamaron a este estado de ánimo ataraxia, que consiste en lograr una serenidad de ánimo tal que ni la felicidad nos vuelva estúpidos ni el dolor nos devaste. Somos vulnerables, lo que no implica que no podamos graduar lo que nos afecta, hasta alcanzar quizás la apatía. Ya no se trata de reprimir o prohibir, pero tampoco se puede aceptar todo lo que se nos impone como si fuera normal: la forma de vida filosófica es la que reflexiona y regula las adicciones que nos inoculan, no la que vive libre de ellas, en el ascetismo. Ni frugalidad ni tirar manteca al techo —otro cosa es la fama y la búsqueda del reconocimiento público.
La marca del pensamiento filosófico es que sabe una sola cosa, sabe que no sabe nada. En otros términos, el pensamiento filosófico es inútil, lo que para nuestra sociedad híper productiva y utilitaria es un bochorno. Ni siquiera entendemos qué es lo inútil. El pensamiento filosófico tiene la capacidad de dudar de todo sin proponer más que dudas. No hay otro conocimiento o disciplina que haga esto. A veces es divertido, otras abrumador (sobre todo para los que tienen que convivir con el filósofo, imagino).
Es cierto que hubo filósofos que proyectaron utopías y se autoproclamaron los reyes de una república auténtica que no existió en ningún lado ni podrá existir, pero también es verdad que hubo otros filósofos que no solo vivieron en el anonimato, sino que no tuvieron ningún deseo de salir de allí: láthe biósas (pasá desapercibido). Frente a las cámaras o bajo la luz del camarín se puede hacer muchas cosas, pensar no (o sí, quizás, pero en casos aislados y muy puntuales). Pensar no significa elaborar una fórmula abstracta ni repetir más o menos de memoria lo que pensó otro pensador (aunque ningún pensamiento se inicia de cero: todo pensamiento retoma y modifica un pensamiento anterior). Pensar significa elaborar una forma de vida. Implica un riesgo, obvio. Primero porque muchas veces al pensar algo se lo cree genial (el filósofo también se enamora de sus ideas), cuando en realidad es una bazofia (o al revés). Después, porque si pensar era para Platón un diálogo silencioso entre el yo y el sí mismo (otra partición o escisión bien filosófica), en nosotros estas especies de subyo o de yoes distintos ya no conviven pacíficamente ni son dos, son una multitud que se grita improperios como los que vemos en cualquier pantalla, aunque finjan un poco más de educación. En esta atmósfera el filósofo se propone alcanzar una tranquilidad de ánimo y una imperturbabilidad frente a los fenómenos mundanos que la urgencia diaria y la exigencia de mantener actualizado el CV no favorecen mucho —para lograrlo hay que ser capaz de renunciar a la esperanza o regular los deseos de modo realista (¿acaso se puede ejercer esa regulación? Ni idea).
Por supuesto, la pregunta básica que recorre toda la historia de la filosofía, es decir los 2.500 años de metafísica, es ¿por qué hay algo (ser/ente) y no más bien nada? Su respuesta imposible quedará para otro día.