Iglesia, archivos e impunidad
Por Ariel Lede y Lucas Bilbao (*)
Pasadas cuatro décadas, una parte de los actores responsables del terrorismo de Estado ha esquivado exitosamente el proceso de justicia. Su pilar religioso, así como el empresarial, se mantuvo casi al margen de las causas: con 700 militares condenados y 2.700 imputados por crímenes de lesa humanidad, solamente 12 clérigos estuvieron involucrados en resoluciones judiciales (un condenado, un absuelto, seis imputados y cuatro citados como testigos). Es una carrera contra el tiempo: más de 100 sacerdotes ejercieron su trabajo pastoral en unidades militares donde funcionaron centros clandestinos de detención, pero sólo viven alrededor de 10 y con un promedio de edad de 70 años. Se trata de una deuda impagable.
La Iglesia fue un partícipe necesario en el rompecabezas del genocidio, otorgándole un sentido trascendental y sagrado que lo sostuvo en el tiempo. Pero cualquier intento por judicializar esta responsabilidad penal, ha encontrado los principales escollos en el propio Poder Judicial. Por un lado, la falta de pruebas y testimonios sobre la participación de capellanes en delitos contra la humanidad, y las deficiencias de una doctrina jurídica que facilite el juzgamiento de responsabilidades no directas. Por otro, el buen acceso de la derecha católica a los tribunales y la escasa voluntad que hay en ellos para enfrentarse a la Iglesia, sobre todo desde la aparición de Francisco. A esto se suman las trabas que la propia Iglesia pone a los requerimientos de información por parte de los jueces, ofreciendo selecciones arbitrarias de archivos o negando su existencia, así como las alusiones a la incompetencia jurisdiccional para ocultar datos sobre sacerdotes.
En octubre de 2016 la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) anunció que una ínfima parte de su archivo estará disponible para la consulta de víctimas de la última dictadura o de sus familiares directos. La mayoría de esos documentos consiste en 3.000 cartas que los propios familiares enviaron a la Iglesia durante los años 1976-1983 solicitando intervención por los detenidos-desaparecidos y, en menor medida, las respuestas que recibieron por parte de la institución. En el anuncio, los obispos advirtieron que “no surge de los documentos” la imagen de una Iglesia “cómplice”, sino que al contrario, éstos revelan una “presencia” de la institución “con más luces que sombras”. Esta confesión describe de la mejor manera el carácter de los papeles publicitados. Queda claro que la importancia de los archivos eclesiásticos no reside en ese tipo de documentación.
El Episcopado atesora información significativa en las actas de reuniones de su Comisión Ejecutiva y su Asamblea Plenaria, en las misivas enviadas al Vaticano o en las comunicaciones recíprocas con la Junta Militar y otros organismos del Estado. También hay material útil en otras instancias como obispados, congregaciones y órdenes religiosas, donde se almacenan publicaciones oficiales, legajos administrativos, correspondencia, papeles personales, etc. A diferencia de la presentada recientemente, esta información arroja luz sobre la participación eclesiástica en el terrorismo de Estado: el conocimiento acerca de los desaparecidos, la presencia en los centros clandestinos o la legitimación religiosa del exterminio.
Los boletines trimestrales del Obispado Castrense que circularon por las unidades militares, por ejemplo, impusieron a la formación de sus sacerdotes la valoración sociopolítica que la Iglesia compartía con las Fuerzas Armadas: la “influencia del comunismo”, la preocupación por la violencia, la “defensa contra la subversión” o el desarrollo del “Operativo Independencia”, fueron temas de instrucción permanente en sus páginas. Los legajos de los capellanes también son claves para comprender el funcionamiento de esta institución y su papel en el engranaje represivo: contienen documentación burocrática; una copiosa correspondencia con la jerarquía; delaciones de sacerdotes sobre personas, colegas o militares; información respecto de acciones represivas ilegales; entre otras cosas. Por último, así como los diarios personales del obispo militar Victorio Bonamín han servido como prueba en varias causas, otro conjunto de papeles suyos se encuentra alojado desde hace cuatro años en la Casa Central Salesiana de Córdoba esperando que algún juez se atreva a secuestrarlos.
Durante cuatro décadas el Poder Judicial ha eludido su potestad de allanar los archivos eclesiásticos y no parece lógico esperar que la Iglesia los abra por propia voluntad: entre 2006 y 2016 se tramitaron 585 causas (con 173 sentencias, 733 condenas, 2771 imputaciones) y casi todas pasaron sin que aportara un solo papel o testimonio, salvo cuando estuvo obligada a hacerlo por requerimiento judicial. Es manifiesto el temor que le producen las evidencias documentales.
La responsabilidad eclesiástica en el surgimiento y sostenimiento del genocidio ha sido ampliamente abordada y documentada, aunque los prelados afirmen que “es una historia que todavía está por hacerse” y que “el periodismo de investigación (respetable) y la ciencia histórica deberán esperar un tiempo”. Las investigaciones de Emilio Mignone, Horacio Verbitsky, Fortunato Mallimaci, Martín Obregón, José Pablo Martín, Rubén Dri y Loris Zanatta, entre otros, así como nuestro reciente aporte acerca del Obispado Castrense, describen la relación orgánica que mantuvo la Iglesia con las Fuerzas Armadas durante el siglo XX, y su participación corporativa en el entramado de la última dictadura. De estos estudios se desprende que no se trató de acciones particulares ni aisladas, sino de una intervención institucional apoyada en criterios comunes, funciones reglamentadas, homogeneidad ideológica, recursos económicos del Estado nacional y un planificado despliegue de los sacerdotes en el territorio militar. Con todo, en 2017 insiste con la “reconciliación”, su eufemismo predilecto para batallar por la impunidad.
(*) Ariel Lede es sociólogo por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Lucas Bilbao es historiador por la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNCPBA). Ambos son autores de Profeta del genocidio. El vicariato castrense y los diarios del obispo Bonamín en la última dictadura (Sudamericana, 2016). A través de su página web y su espacio en Facebook, han difundido aportes documentales que se agregan a la historia y las fuentes presentadas en la obra.