No hay tiempo
Fotografía: Lucía Barrera Oro
Por Lucía Barrera Oro
A Anahí Benítez la encontraron el viernes a la tarde, después de siete días de búsqueda, muerta. Su cuerpo estaba cerca de donde había desaparecido, en una reserva natural situada detrás de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
Sus amigas, amigos, familiares, compañeras y compañeros de colegio (incluso directivos y profesores) organizaron una marcha el sábado 5 de agosto a las 3 de la tarde, que fue desde Av. de Mayo y 9 de julio hasta el Congreso. En todo el recorrido se abrazaron, hicieron un cordón para evitar que la prensa molestara intentando capturar sus expresiones de dolor en primer plano ‒la misma prensa que se acordó de que Anahí era una piba de 16 años que estuvo desaparecida durante siete días el viernes a la noche, cuando se encontró su cuerpo sin vida‒. A las fotógrafas que realmente sentían todo el dolor como propio, a las que hacían su trabajo y gatillaban obturadores mientras lloraban, a ellas las llamaron “compañeras”, no eran simples trabajadoras de prensa como el resto; así cuentan en la crónica publicada en Lavaca.
Durante el recorrido, las amigas se encargaron de denunciar la complicidad de la Policía y la ineficacia del Estado a la hora de buscar a las pibas que nos arrancan: sabían que el profesor de Matemática, de 40 años, era un potencial femicida. Sabían y lo dijeron: a las fiscales que llevan el caso, a la Policía. Lo dijeron y nadie las escuchó. Nadie las escuchó y hoy lloramos el femicidio consumado de Anahí. Si alguien se hubiera tomado el tiempo de prestarles atención a las pibas que hicieron todo el laburo de rastrillaje y timbreo en el barrio ‒el laburo que debería haber hecho el Estado‒, quizás la hubieran encontrado viva. Se estima, por las primeras pericias, que su asesinato se cometió entre el miércoles y el jueves, cinco días después de haber sido chupada por el aire.
En julio hubo más femicidios que días del mes ‒32, para ser exacta‒, pero no hay tiempo de escuchar a las pibas que se organizan y demuestran más eficacia que las instituciones del Estado.
Tampoco hay tiempo de llorar a todas y cada una de las pibas que nos arrancó este sistema patriarcal: cuando nos enteramos de su muerte también nos enteramos de otra más que desapareció, que se la chupó el aire, dije más arriba. El aire es una forma sutil de nombrar a los machos que no conocemos, pero que sabemos que por ellos las pibas desaparecen y las encontramos muertas, así, sin más, como meros objetos que se negaron a serlo.
No hay tiempo para seguir confiando en el Estado. Cada 18 horas matan a una mujer, y no pareciera importarles demasiado: los recortes en sectores clave para combatir institucionalmente al patriarcado ‒como la UFEM o la ESI‒ avanzan cada vez con más fuerza, no existen políticas públicas destinadas a contener a las pibas que sufren la violencia en sus cuerpos día tras día, son increíblemente ineptos para proteger a pibas que fueron captadas por redes de trata ‒como Nadia Lizet Rojas, desaparecida por segunda vez el mismo día que tenía que declarar en Cámara Gesell‒, y también lo son a la hora de dar respuestas tanto de las desapariciones como de las búsquedas e investigaciones durante y después de que las encuentran.
No tenemos tiempo para seguir esperando que nos escuchen, que nos están matando. El femicidio es el genocidio organizado del patriarcado, y no tenemos más tiempo para perder. La organización por abajo es cada vez más necesaria, somos nosotras ‒y nosotros‒ las que tenemos que salir a dar respuestas, a rastrillar, a timbrear, a buscar a las pibas que nos quieren arrancar, a llorar a las que no pudimos salvar. Transformar el dolor en lucha es la única manera de seguir por Anahí, por Lucía, por Melina, por Daiana, por todas las pibas cuyos nombres se atoran en nuestras gargantas y empujan por salir en un grito único: basta de matarnos.