Chancletas
Por Daniel Mundo
Bajo el pedido de Lety Lettieri voy a escribir una crónica de las chancletas, calzado al que soy devoto. Ellas se merecen un reconocimiento, además. Creo que las chancletas son el material que mejor contacto hace con la tierra que hay debajo del cemento alisado o la baldosa de la vereda, como si el yute fuera el conductor idóneo para que la planta endurecida del pie sienta la vibración de la tierra, que no se detiene ni un segundo en su marcha triunfal hacia la nada. Obviamente, estamos hablando de lona y yute.
Hace muchos años, durante el menemismo, una de las primeras cosas que llegó de China fue un cargamento de chancletas espectaculares, con la misma sensibilidad del yute pero recubiertas con una funda blanca. Compré un par nomás porque pensé que eran eternas, es decir que las iba a encontrar cuando las buscara; cuando las quise renovar habían sido reemplazadas por esa chancleta con plantilla de goma naranja que ni se arquea ni se hace daño al mojarse. Cualquiera.
Ya sé que si uno piensa o imagina un calzado noble lo primero que le viene a la cabeza son las botas de labranza pintadas por Van Gogh. Esta imagen patentiza nuestra colonización cultural cool. Unas buenas alpargatas recontrausadas compiten con los borcegos del holandés, estoy seguro. Encarnan menos tiempo, pero un tiempo más sensible.
Dicen que Macedonio Fernández usaba chancletas. Cuando lo visitaba alguien hacía que el visitante se sentara en el hall de entrada, que estaba separado de la casa con unas tiras de plástico verde como las que usaban las carnicerías en aquellos tiempos, y que arrastraba las chancletas como para anunciar su llegada inminente. Es apócrifo.
Las chancletas las usan los peones de estancia. O las usaban. Los capataces y los terratenientes usaban y usan botas de cuero. Las chancletas no tienen poder, está en su esencia. O tienen otro tipo de poder, uno que no sirve para nada. Basta adivinar lo que te pasa cuando tenés chancletas y una bota te pisa con el tacón como por descuido.
Desde hace unos años ya sé por qué uso alpargatas. Las uso porque las usaba mi papá. Es más, creo que la mejor anécdota que me contaba mi papá era la que había ido a comprar un Chevy en efectivo en 1974 con alpargatas, y que el vendedor le hablaba al amigo que lo había acompañado, porque no podía creer que alguien con la facha de mi viejo se comprara un cero kilómetro. Ahora pienso que tal vez hay algo de clase en este gesto irreverente. Sólo que no imagino a mi papá perteneciendo a una clase social. Salvo que los que viven al margen de la ley constituyan una clase social.
Los tres años que fui maestro de escuela en el Cinco Esquinas fui religiosamente con alpargatas. Caminaba veinte cuadras de ida y veinte de vuelta. Me encantaba. En invierno las usaba con medias de lana. Cuando llovía me ponía unas bolsas de polietileno. Un militante, digamos. Para Recoleta, que es donde queda la escuela, era como un insulto. Lo debe seguir siendo. No les voy a perdonar que nunca me hayan dejado celebrar una efeméride donde el maestro improvisa un discurso para la posteridad. En fin.
En una época eran famosos los almanaques que obsequiaba o vendía la fábrica para fin de año, ilustrados por el genio de Molina Campos. Ahora son piezas de anticuarios.
El par que estoy usando en este momento, y cuya foto acompaña esta nota, lo llevé a París con la idea de dejarlas allá. Pero cuando le conté a mi hija el plan, me disuadió: Pá, con todo lo que anduvieron juntos es una lástima dejarlas tan lejos. Tenía razón.
No puedo usar dos pares de alpargatas a la vez, como hacemos con las zapatillas o los zapatos (nadie calza un solo juego de zapatillas; no tengo ni un par de zapatos). ¿Por qué? Creo que porque el pie se acuerda del estado de desgaste de la alpargata, como si esperara ser recibido como sólo esa alpargata puede recibirlo. Es loco pero es así.
“Alpargatas sí/ Libros no” vociferaba el mito gorila. Los gronchos peronistas qué iban a elegir, si quemaban el parquet del living para hacerse un asadito. ¡Negros! ¡Incultos! Qué graciosa la palabra “inculto”, como si algo o alguien así, inculto, pudiera existir.
Ahora las alpargatas de yute parecen casi un objeto de exportación o de coleccionistas. Hay que caminar sus cuadras para encontrar una zapatería con los estantes de vidrio con una capa de polvo de un centímetro, donde están como tiradas ahí las alpargatas de yute. Siempre pensás que ese contexto de saldo o fundición tiene que reflejarse en el precio: deben estar regaladas. Pero no: se volvieron caras (quizás realmente se volvieron de exportación y estamos saturando el mercado chino con nuestras alpargatas, andá a saber). No digo que salen como unas Nike, ponele, pero bueno, ¡caríiiissssimas! salen.
Si mi imaginación enfebrecida tuviera que relacionar a la alpargata con otro objeto o mercancía de la misma familia, diría que es con la heladera Siam. Ahora son objeto de art decó, pero era la que había en mi casa. No recuerdo en toda mi infancia haber escuchado alguna vez la palabra “freezer”. Tal vez no habían llegado al país, o como pienso que debe haber ocurrido: mi familia se enteró una década más tarde que los electrodomésticos ahora se hacían para ser reemplazados.
Siempre me digo que la próxima vez voy a comprar diez pares de alpargatas, por el temor a que se extingan (ya tengo tres bombillas iguales para el mate, por si se pierde alguna). Pero después desisto de la idea. Ya van a bajar, me digo.
Tendría que armar un ritual por medio del cual exorcizarme de las alpargatas que estoy usando, y que con su embrujo no me dejan despertar y ver la realidad, ¡que son una vergüenza! Yo lo sé, pero no puedo tirarlas. Se volvieron un órgano de mi cuerpo. Una deformidad. Una malformación. En fin.