El sueño de Luciano Arruga
Por Coordinadora DDHH del Fútbol Argentino
Una tarde, en su casa de Bolívar y Perú, en Lomas del Mirador, Mónica detectó un frasco de vidrio lleno de tierra y pasto.
-¿Qué es esto? -le preguntó a Luciano, su hijo.
-Un trabajo de Ciencia para el colegio -explicó el muchacho-. ¡No lo toques!
Pasaron los días y el frasco seguía ahí, intacto, sin rastros de que alguien lo hubiera usado para algún experimento científico. Entonces Mónica lo tiró a la basura. Cuando Luciano lo vio dentro del tacho estalló: “¡Mamá, qué hiciste, te pedí que no lo tocaras!”. Semejante irritación escondía algún secreto, hasta que por fin lo reveló: el frasco contenía césped de la cancha de River. Sin avisarle a Mónica por temor a que lo retara, Luciano había ido hasta el Monumental un día sin partido ni entrenamiento y había logrado pasar al campo de juego para tomar muestras. Volvió feliz al barrio 12 de octubre, con el souvenir más preciado envasado en ese frasco de vidrio.
El sueño de Luciano Arruga, de todos modos, era ir a la cancha un día de partido. Era su mayor deseo. Fanático de River, se imaginaba deslumbrado con el verde interminable, con esas tribunas desbordadas de rojo y blanco, con esos jugadores que usan la misma camiseta que él cuando jugaba con sus amigos en alguna plaza de Lomas del Mirador. Tenía 16 años, esa edad en la que el fútbol se prende en el corazón, la piel y la memoria. Por eso necesitaba conocer ese lugar mítico que lo maravillaba desde la tele. Muchas veces le había pedido a Mónica que lo llevara, pero a ella la cancha le daba miedo. “Le dije que esperara, que el día de mañana cuando fuera más grande iba a ir”, recuerda Mónica. Pero no hubo día de mañana para Luciano. El 31 de enero de 2009 desapareció tras ser detenido por la Policía Bonaerense. Al cuerpo lo encontraron recién cinco años después: estaba enterrado como NN en el cementerio de la Chacarita. Los asesinos no reparan en los sueños que frustran. Se llevan puesta una vida y arrasan con sus ilusiones, sus deseos, sus proyectos. Luciano Arruga quería ir al Monumental para ver jugar a River. Unos matadores con uniforme no se lo permitieron.
La última década fue, tal vez, la más intensa en la historia del club. Pasaron cosas malas y muy malas, cosas buenas y muy buenas. Hubo lamentos y festejos, y también hubo ausencias. River se fue a la B y faltó Luciano. River ascendió a Primera y faltó Luciano. River se reconstruyó y faltó Luciano. River le ganó a Boca la final de la Copa Libertadores y faltó Luciano. Y hubiera estado, claro que hubiera estado. En alguna cancha, frente a una tele, en la mesa de un bar rodeado de amigos. No es difícil imaginarlo pendiente de aquella maldita promoción con Belgrano o cantando “el Pity Martínez qué loco que está” hasta perder la voz. “Amaba River, era su vida”, define Mónica.
Mientras el Millonario serpenteaba por ese sube y baja emocional, la familia de Luciano Arruga empezó a padecer la impunidad judicial. Es una causa con prontuario: hay policías señalados de haber matado a Luciano porque se había negado a robar para ellos, hay fiscales dudosas, hay amenazas y teléfonos pinchados, decisiones que no se toman y dilaciones inexplicables. Pero, sobre todo, no hay condenados. Nadie responde por el asesinato de un pibe de 16 años. Nadie se hace cargo de las maniobras turbias de la Bonaerense. Nadie repara en los sueños mutilados. Luciano Arruga tenía dos. Además de ir al Monumental para ver a River, también fantaseaba con su futuro. Siempre le decía a Mónica que el día que tuviera un hijo le iba a poner Enzo Ramón. Ese también era su deseo. Un deseo que nació como un homenaje a sus dos ídolos: Francescoli y Ramón Díaz.