Cuarentena, la intimidad frustrada

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Cuarentena, la intimidad frustrada

10 Mayo 2020

Por Álvaro Urrutia*

 

Nos encontramos solos, inundados de intimidad. Una intimidad avasallante. Desde este punto ínfimo pretendemos abordar una situación que se aleja y comienza a empequeñecernos, con cada hora que pasa. Las herramientas que hace apenas un mes nos permitían alguna reflexión se parecen a juguetes. Los libros, con discusiones y teorías, parecen de un mundo que hace años quedo atrás. En la tele, radio y redes sociales, artistas, escritores y pensadores se ven obligados opinar para desdecirse al día siguiente. Pareciera que se vencieron muchas de las secretas o inconscientes certezas que teníamos. Nuestras ideas saltan y corren pero no logran hacer pie y se desploman apenas las sospechamos verosímiles. El argumento de un contemporáneo genio maligno, de un complot maquinado desde poderes humanos que menosprecian a muchos, se impone por algunos momentos como un fármaco que nos alivia y le permite una sobrevida al viejo paradigma que nos contenía.

Camus en La Peste describe que ante el miedo a la muerte la libertad de los individuos es desplazada. En Edipo Rey, Sófocles nos presenta una situación análoga. Un “miasma”, una mancha, está causando una plaga en Tebas. Según el Oráculo, al que consultan la causa de la enfermedad, era la permanencia del asesino del rey Layo en la ciudad. La historia es conocida. Edipo sin saberlo asesinó a su padre Layo y luego se casó con su madre. Cuando descubren esto, su madre-esposa se suicida y él, apagando sus ojos con un pinche, parte al destierro. El individuo que estaba por encima de todos los de Tebas, el rey Edipo, debe ser desplazado por el bien del pueblo.

Los grandes temas (la finitud, la muerte, la comunidad, el amor) son desdeñados desde hace décadas por gran parte de nuestros escritos y obras. La atención puesta en una cotidianidad vertiginosa nos obligó a una sobrevaloración de la intimidad. El eje sobre el que ella gira es nuestro cuerpo. Carne, piel y músculos pasaron a ser el centro de lo que creemos que somos. Un cuerpo oprimido que reproduce el sistema o un cuerpo como puerta para la liberación. La confianza en ese individuo acotado e independiente fue el simulacro que nos cobijó a artistas, a escritores, pensadores y científicos hasta hace unos días. 

Ahora, se nos hacen tangibles certezas contrapuestas sobre el mismo cuerpo, que lo somete al bien común o a una responsabilidad colectiva. Pensemos en consignas que hace apenas algunos días sosteníamos en una retórica que buscaba más derechos: “Mi cuerpo, mi decisión”. Desde hace algunas semanas nuestra libertad es la gran amenaza. Los cuerpos no son de confiar. La propiedad que hace muy poco ostentábamos hoy la vemos como una irresponsabilidad. La intimidad que era nuestra esperanza, hoy es el necesario encierro. Pero la finitud humana, la debilidad de nuestra especie, parecen más impensables que la solitaria, numerada y aislada muerte. Da la sensación que toleramos todo menos la conciencia de que el origen de este padecimiento trasciende la acción humana. Otras catástrofes como guerras o hambrunas descansan en cadena de decisiones que conservan la autoestima del individuo. Vemos surgir apuradas o desesperadas teorías de complot geopolíticas o estructurales que pretenden reinstalar la centralidad de un individuo que es causa y solución de todos los problemas que el mundo conoce.

Estamos apresados en nuestro cuerpo y en nuestras casas, donde creíamos ser indiscutibles soberanos. Sólo atinamos a sobrestimar gestos en redes sociales. Somos reyes cautivos con un poder que empezamos a sospechar inexistente.

Mientras las teorías se acumulan vemos impotentes que en ambos extremos de la pirámide social se justifican acciones a partir de convicciones metafísicas. Desde la cúspide se pretende salvaguardar al mercado por sobre las vidas de muchos. Hablan, sin ponerse colorados, de sacrificios. Hay una deidad que necesita un holocausto.

El otro extremo, quizás por ser masivo, es aún más fácil de ver. José María Arguedas en su hermosa novela Los ríos profundos, en el capítulo final llamado “Los colonos”, nos narra cómo los pobladores de la pequeña localidad de la sierra peruana comienzan a abandonar el caserío para escapar del “tifus”, una peste provocada por piojos y pulgas; a contrapelo de esta fuga los indígenas ingresan a la ciudad, salteando un control militar, para tener la bendición del cura en una misa. Algunas de las familias de mis alumnos, en redes sociales, publican imágenes de alguna virgen, el borreguito de la suerte, el Gauchito Gil o Ceferino Namuncurá. La fe y la resignación los contienen. Velas, promesas y rezos son gestos de plena conciencia de la finitud.

Imaginar un futuro es la única herramienta de evasión que tenemos a mano. Aunque es necesario pensarlo, es imposible sentenciar qué arte dará cuenta de estos días de cuarentena. La suma de las decisiones individuales de artistas, que hoy nos vemos acorralados y frustrados en la intimidad, definirá cómo serán la literatura, el teatro, la danza y las imágenes después del COVID-19. El miedo a la metafísica parece paralizarnos y acotar el margen en que se mueve y moverá nuestro hacer. Entre la resignación religiosa y el sacrificio de muchos individuos para resguardar el mercado, hay una gran distancia. Es difícil que el futuro nos encuentre sometidos al bien común, trabajando en pos de una comunidad organizada. Temo que nuestros esfuerzos estén orientados a revivir el orden de hace algunas semanas, aún cuando sabemos que siempre necesita prescindir de muchos, que arriesgarnos a un nuevo camino que socave el pedestal nos permite proclamarnos artistas.

 

 

Álvaro Urrutia es poeta, ensayista y gestor cultural. Su vida se reparte entre Villalonga, una pequeña localidad de la Patagonia bonaerense donde trabaja como docente rural en un CEPT, y la ciudad de Bahía Blanca, donde organiza diferentes actividades culturales en el Espacio Cultural Pez Dorado.