El desarrollo como asistencialismo vs. el desarrollo como generador de empleo formal, por Mario Javier Firmenich
Por Mario Javier Firmenich (*)
La economía argentina viene sufriendo una caída sin precedentes. Los índices estadísticos no mienten al respecto. Muestran con frialdad lo que, en términos humanos, es una tragedia social en crecimiento. Las causas son múltiples y complejas. Pero a modo de resumen: a mayor nivel de empleo formal, la pobreza y exclusión social estructural bajan de inmediato. Eso implica poner en cuestión la matriz productiva que nos viene llevando a una situación cada vez más difícil para todos los agentes económicos, públicos o privados.
Estamos ante una situación de emergencia producida por los efectos perversos de políticas sistemáticamente orientadas a la financiarización estructural de la economía. El modelo que promovía la producción de bienes y servicios fue reemplazado por otro de maximización en la rentabilidad financiera, a partir de los bienes exportables de la matriz agropecuaria. Un punto de partida podría ser el “Rodrigazo” en junio de 1975.
La famosa matriz agroexportadora es sinónimo de exportación de alimentos. ¿Pero de qué hablamos, cuando hablamos de esto? Lo que realmente exportamos son los nutrientes de la tierra, el agua y el clima templado necesarios para producir a gran escala los alimentos que son requeridos por el mercado global de materias primas. Entonces… lo que discutimos es quiénes son los que debieran administrar una renta primaria que es más propia de la Naturaleza que de la acumulación de capital privado. Porque en definitiva el capital privado necesario para rentabilizar nuestras materias primas no está localizado en nuestro territorio. Ahí tenemos un primer problema estructural a resolver.
Lo que sí sabemos es que la pobreza estructural de 1975 no excedía el 5% del total poblacional y hoy supera el 40%. En los últimos 45 años, la pobreza estructural se ha multiplicado por ocho o por nueve. No es necesario aclarar que estas cifras se exacerban en el conurbano bonaerense y en la población infantil. A estas cifras dramáticas hay que añadirles lo que se define como indigencia y que suele ser un tercio del total de las cifras de pobreza.
¿Qué hemos hecho como sociedad y qué caminos se podrían explorar para empezar a ver una luz al final del túnel?
Un breve decurso histórico
Haciendo un repaso, lo que el Estado ha hecho frente a esta realidad ha sido cambiante según el trasfondo ideológico de cada etapa. Pasamos de la discriminación violenta a los pobres en tiempos de la dictadura a las cajas PAN de la época alfonsinista. De la teoría del derrame sin acciones específicas durante la entronización neoliberal de Menem-Cavallo-De La Rúa hasta al triste final de la Convertibilidad en los días convulsos de finales de 2001. Allí el establishment terminó por entender que una sociedad que no se hace cargo de manera institucionalizada de la exclusión social estructural termina por autodestruirse.
Luego de los planes de la etapa duhaldista, lo que vino, durante la década kirchnerista, fue una etapa de crecimiento económico que redundó en mayores porciones de consumo para los sectores excluidos y una batería de políticas destinadas a sostener los mayores niveles de renta adquiridos. Pero el viento de cola y la coyuntura geopolítica de los gobiernos populares en Latinoamérica declinó y este cambio de coyuntura dejó expuesta la insuficiencia de las políticas de consumo.
En la era New Age se sostuvo la “política de planes” de la ministra de Desarrollo Carolina Stanley. Esto no pudo ocultar el trasfondo del modelo macrista: la estafa delictiva de vaciar las arcas de dólares, para transformar los déficits estructurales en deuda pública y privada.
Todo esto pone sobre el tapete la necesidad de plantearnos de manera definitiva la necesidad de construir una política estructural para salir de la transición permanente. ¿Pero cómo salimos de esta transición en la cual la pobreza es un problema irresuelto? La respuesta es sencilla y contundente. Si a un problema estructural, le ofrecemos soluciones coyunturales y contradictorias entre sí, en el mejor de los casos sólo salvaremos la inmediatez, pero el problema jamás será resuelto.
El presente
Evidentemente, no podemos resignarnos a no hacer nada nuevo frente a uno de los problemas más graves que tiene nuestra sociedad. Es tiempo de deconstruir el sentido común impuesto por los personeros de la dependencia. Con toda claridad, me refiero a los supuestos teóricos de los planes que el FMI nos viene poniendo como condiciones sine qua non que debemos aceptar para refinanciar el endeudamiento irresponsable y delictivo que asumió el macrismo en connivencia con las autoridades del Fondo Monetario.
Señalar que las trasferencias directas a los sectores excluidos son un gasto inflacionario, porque es renta para consumo de necesidades básicas, no sólo es un error de simplificación económica. Hay una cuestión moralmente discutible en el ámbito de la política y de las funciones de gobernanza respecto de las instituciones públicas frente a la pobreza estructural y la exclusión social, como sujeto que abarca a un porcentaje enorme (y alarmantemente creciente) de nuestra población.
Lo que debemos discutir es por qué no transformamos en políticas duraderas la certeza de que si aumentamos la circulación de bienes y servicios, como respaldo de las transferencias directas que se definan (o de la emisión que se requiera), no sólo no generamos inflación, encendemos la máquina virtuosa del consumo de producción local. La clave es que se priorice y se oriente la producción de bienes y servicios que minimicen los insumos dolarizados y maximicen la generación o sostenimiento de puestos de trabajo formales. Y genuinamente rentables.
Ciertamente, como con cualquier producto que se ofrezca a la sociedad, debe ser testeado. Esto significa que es tiempo de plantearse prototipos sociales de inclusión. El Estado tiene todas las herramientas necesarias para construir esos prototipos, cuantificar su eficacia, medirla. Ajustar lo que sea necesario y transformarlo en una política pública que trascienda los tiempos inmediatistas de la próxima elección.
La discusión de fondo, desde la economía política, es si sostenemos la lógica de la hegemonía financiera por sobre las necesidades de la economía real o no. En un contexto internacional en el cual, los planes de reconstrucción económicos, tras el reseteo global producto de la pandemia, incluirán la inyección de billones de dólares en los países centrales. El mundo está yendo a un keynesianismo de salvataje extremo.
La Argentina debe definir si las exigencias del Fondo pesan más que las necesidades de la economía real. Dejemos de pensar en el desarrollo de nuestras comunidades como una política asistencialista del drama de la pobreza y empecemos a construir el sentido común que generar empleo formal, social y productivo es una necesidad histórica plausible a partir de políticas públicas concretas.
(*) Economista. Profesor de Historia Económica, Universidad Nacional de Córdoba