“No”, film de Larraín: el arte de una narrativa liberadora
Por Branco Troiano
Pasquines hay muchos, y está bien que así sea. La cosa es que a Pablo Larraín no le interesa el pasquín porque es un artista, un artista de la narración y de la imagen. Larraín eligió el cine, bien podría haber sido la pintura o la escultura y de igual forma deberíamos (¿deber, justo?) prestarle un ojo. Eligió el cine. Entonces hay que sentarse y ver.
No (2012) es una película que muestra de qué se trató el plebiscito nacional de 1988 que tuvo que ceder la dictadura chilena de Pinochet ante el pedido y la lucha inclaudicable de organismos de derechos humanos de todo el mundo, y que marcó un punto de inflexión: con un 55,9% de los votos por el NO, Chile decía basta y le daba un cierre a una de sus épocas más ominosas. Un plebiscito que logró hacerse carne en las calles para dar el golpe de gracia. Un golpe al Golpe, pero con las armas del pueblo; léase: con la inventiva puesta al servicio del amor. El hit “Chile, la alegría ya viene” -que tanta vigencia tiene en estos días, con una Constituyente que empieza a torcer el rumbo liberal del país hermano- sería vector y a la vez patrón para amalgamar a un tejido social que, ya constituido como pueblo a través de las distintas demandas, y acá nos valemos de Laclau, pujaría por la liberación total.
Con una fotografía bellísima de Sergio Armstrong, se para y confía, con buen tino, en una crónica que subyace y signa el curso del relato. Y como las grandes crónicas, Larraín, chileno él, nacido en agosto del 76 y en este caso acompañado por la prosa de Pedro Peirano, dibuja el escenario de la calle pero echado sobre ella. Tocando algunas palabras de Juan Villoro, esta película oscila entre periodismo y arte generando un artefacto, una pieza que nace bajo presión, y de allí su carácter arrollador. Y como los grandes cronistas, se hacen de una narrativa honesta y aguda, y sensible y audaz, una que va a los saltitos, eludiendo charcos, de la mano de los jóvenes y no tan jóvenes que soñaron un Chile y una Latinoamérica igualitaria y artífice de su horizonte.
Hay una escena, al inicio, que delimitará todo, un cross a la mandíbula que nos sumerge de lleno en la historia, que nos arroja al piso del ring para ver las cosas desde el suelo, bien desde abajo; los cimientos de una narración; y nosotros ahí, espectadores nosotros, presenciando la cocina del plato.
La escena. El personaje principal, René Saavedra (grandísima construcción de Gael García Bernal de un publicista contratado para trabajar la campaña del NO), sentado en el living de su casa, presta atención a un sketch propagandístico del gobierno de Pinochet, en lo que será el inicio de una disputa televisiva de veintisiete días en la que ambos frentes, el oficialista y el opositor -este último de una conformación variopinta pero que mantenía sus bases en torno a movimientos socialistas-, disputarían el lugar que termine por definir el plebiscito, ese territorio de la famosa franja del medio, ni muy muy ni tan tan, medio un Che le gusta medio un nazi también. Entonces la escena muestra a René con los ojos abstraídos en la pantalla, y ahí el cross: la mujer que lo ayuda con la crianza de su hijo y la mantención de la casa, adulta de unos sesenta años ella, a espaldas de René y también seria frente a la pantalla, mueve sutil, muy sutilmente la comisura de la boca generando una sonrisita que, lejos de deschavar cinismo u ominosidad, es la más fiel de las representaciones de la otra pata fundamental para el éxito del Plan Cóndor: la complacencia de “la gente de a pie” que veía en los procesos dictatoriales la vuelta a la normalidad, al orden.
Es que Larraín sabe algo, y sabe que a ese algo hay que tirarlo a la cancha con premura porque el que pega primero pega dos veces. Léase en "algo": las pisadas dictatoriales que vinieron a aplastar a los pueblos latinoamericanos no hubieran nacido siquiera sin el visto de refilón pero bueno al fin de sectores de la sociedad que, al participar de manera lateral en la política o directamente no participar, entendían que esas poses marciales y rimbombantes eran las adecuadas para restablecer el control en un terreno que creían descontrolado. Ahí el "algo" que vislumbra el director de la película y que tan agudo plasma en la imagen.
Se escribe con las dos manos, dice Andrés Di Tella, uno de nuestros mejores cineastas, en sus Cuadernos publicados este año por la editorial Entropía. En obras como No, la de Di Tella es una línea que rápidamente encuentra asidero: hay una que mano que puede escribir solo si se vale de la otra, que se apoya firme en la mesa para soportar el peso de la historia.
En fin, no hay lugar grandes relatos sin grandes hacedores, ni grandes hacedores sin grandes lecturas. Y acá hay No, hay Pablo Larraín, hay Pedro Peirano y hay una época muy bien leída. Chapeau.