¿Libertarios y neodesarrollistas uníos? Sobre las estrategias de primarización y segregación del interior argentino
El autor forma parte de Red PlACTS. Es doctor en economía, Investigador del CONICET y profesor de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego
El desarme de la política industrial fueguina no puede leerse como un hecho aislado ni como una corrección a una política preexistente. La reciente decisión del gobierno nacional de reducir (en dos fases) a cero los aranceles e impuestos internos sobre dispositivos electrónicos de consumo masivo ha producido efectos inmediatos y severos: la paralización casi total del entramado fabril en Tierra del Fuego, la pérdida masiva de empleos y la contracción abrupta de cerca de un tercio de la economía provincial. Al considerar no sólo el impacto directo de pérdida de empleo, sino también las externalidades y multiplicadores, se estima que los impactos pueden retrotraer fuertemente, además, la actividad de comercios y servicios en la economía local (en cifras que se estiman entre los 15 mil y 20 mil millones menos de consumo anual).
Sin embargo, más allá de las consecuencias visibles e inmediatamente previsibles, esta medida opera como una profunda señal estructural. Lo que propone no es una política de eficiencia, ni de ajuste de precios, ni mucho menos una estrategia de mejora comercial. Se trata de una estrategia prototipo, orientada a implementar formas posibles de desarticulación institucional, impulsadas desde el centro del país sobre periferias remotas y aisladas, con la finalidad de explorar los niveles de conflictividad asociados a la relevancia simbólica de la soberanía, los beneficios de la política industrial y el papel de la autonomía provincial en la política nacional.
En ese marco, el sur aparece como un territorio estratégico para el ensayo de las políticas de ajuste, desarme y sobre todo, de disciplinamiento político. Su lejanía geográfica, su dependencia histórica del régimen promocional y su baja densidad de habitantes lo convierten en un espacio técnicamente apto para implementar reformas con gran impacto local, sin generar fricciones inmediatas en el plano nacional. Lejos de responder a motivaciones fiscales o técnicas, la ofensiva sobre Tierra del Fuego obedece a una lógica más amplia: establecer un precedente de desarticulación de la política de desarrollo industrial más importante del país, la única que consistentemente ha generado lo que todas buscan: cambio estructural.
Además, es una política que cuenta con anclaje territorial, con una intención multidimensional que atiende producción, empleo y soberanía, y con metas de articulación que han reconfigurado el rol de la provincia en el país. Hay muchas cosas para mejorar y replantear en el funcionamiento del subrégimen de promoción fueguino, pero los hechos respecto a su capacidad transformadora y su importancia regional son insoslayables.
Estas acciones buscan limitar una arquitectura institucional que busca articular objetivos de soberanía territorial, poblamiento estratégico y desarrollo industrial. Desde su creación a inicios de los 70s, la ley 19.640 funcionó como principal instrumento de intervención estatal sobre un espacio históricamente marginal, dando lugar a una trayectoria singular dentro de un país marcado por discontinuidades, retrocesos, péndulos y reformas fallidas. Su sostenimiento a lo largo de décadas permitió consolidar capacidades específicas relacionadas con el ámbito tecnoproductivo local, estructuras de empleo formal y una especialización técnica en las fases de producción dentro de la producción electrónica, con niveles de calidad e integración inusuales, mucho más altos que en el resto del entramado manufacturero argentino -sólo comparable con la industria automotriz-.
El rasgo más llamativo del proceso no se encuentra únicamente en la decisión gubernamental, que era esperable, sino en su recepción. A diferencia de otras ofensivas neoliberales recientes, la medida no encuentra resistencia significativa por parte de sectores que tradicionalmente defendieron políticas de fomento industrial. Incluso desde espacios vinculados al desarrollismo —corriente históricamente asociada con la planificación, la industria y la integración territorial— y al neodesarrollismo -que combina lo anterior con preceptos schumpeterianos-, se observa una convalidación tácita o explícita del desarme fabril. La convergencia entre libertarios, tecnócratas y sectores del peronismo que aún reivindican la “racionalidad económica” y la subordinación territorial para con Buenos Aires, aparece tanto como una articulación consciente como en una presencia de orden menos tangible, de alineación de diagnósticos, en muchos casos basada en argumentos compartidos de ideologías aparentemente contrastantes sobre el desempeño del régimen vigente. Esa coincidencia, que puede presentarse como técnica -por ejemplo, en el informe de Fundar sobre TDF, de muy cuestionable metodología e intención-, oculta un fenómeno ideológico más profundo: la homologación de estrategias que, en apariencia antagónicas, terminan operando sobre los mismos supuestos y buscando los mismos resultados. La primarización del interior, su subordinación al centro decisional del país, y un debilitamiento planificado y estratégico sobre la soberanía territorial.
Esa convergencia no se explica sólo por una afinidad doctrinaria, sino especialmente por el fracaso acumulado de las estrategias de transformación estructural que, luego de varias fases de impulso y permanencia, han evidenciado ser mucho menos efectivas que lo que se esperaba. Durante las últimas décadas, el neodesarrollismo construyó una narrativa ambiciosa, anclada en la promesa de diversificación productiva, integración territorial y reducción de asimetrías mediante la innovación productiva y la articulación CTi. Sin embargo, esa narrativa no se sostuvo. Las restricciones reales del entramado económico argentino, los supuestos que se hicieron sobre el comportamiento empresarial, el ciclo de vertiginosidad tecnológica que imprime un ciclo imitativo-adaptativo estanco, la gran fragmentación institucional y desarticulación multinivel, el esquema de inserción dentro de las redes globales de producción, y la inestabilidad pendular en términos políticos son algunos de los elementos más importantes para recapitular. El resultado de esos intentos fue una acumulación de fracasos parciales y promesas incumplidas que erosionaron la legitimidad del paradigma. La presencia de unicornios, casos de éxito puntuales, o de redes virtuosas de supervivencia esporádica no estuvieron, ni estarán, a la altura del cambio estructural que se espera de estas acciones. La ausencia de resultados visibles no sólo debilitó sus fundamentos, sino que dejó un vacío estratégico que hoy es ocupado con naturalidad por discursos prácticamente opuestos, y que en algunos casos se fusionan con los vestigios del neodesarrollismo, convergiendo en argumentos centrados en la eficiencia, la apertura y el desmantelamiento.
La evolución histórica del subrégimen fueguino permite observar con claridad ese desplazamiento. Desde su fase fundacional —basada en el poblamiento y el aprovechamiento de dotaciones factoriales—, hasta la expansión tecnológica impulsada en los años 2009–2015, pasando por fases de ajuste, recortes y reorientaciones, la política fueguina atravesó múltiples reformulaciones. En su etapa más reciente, el modelo incorporó lógicas de fabricación de bienes electrónicos bajo esquemas de relación subordinada -por contratos e instituciones- en cadenas globales de valor, con resultados mixtos pero una continuidad inusual en el contexto argentino. A pesar de las críticas, el subrégimen logró sostener empleo formal, capacidades productivas y cierta agregación de valor, configurando un ámbito industrial de escala nacional, desplegado exclusivamente en un ámbito provincial, que excedía con creces los niveles medios políticas similares en el resto del país. Ese ámbito, con sus limitaciones, funciona como una rareza que demuestra que es posible mantener una estrategia territorial sostenida en el tiempo. Su desmontaje, en cambio, indica el regreso a un patrón más familiar: la primarización periférica como forma naturalizada de inserción.
La estructura económica resultante de este proceso no sólo reproduce los rasgos más regresivos del patrón extractivo, sino que lo legitima a través de discursos que ya no se presentan como neoliberales, sino como una supuesta alternativa a esa visión. Lo que emerge es una nueva versión de procesos de recentralización decisional, en la cual las definiciones estratégicas se toman desde el centro sin participación efectiva de los territorios afectados, y donde el rol asignado a las periferias se limita a la provisión de recursos para las provincias bienaventuradas del centro del país. En ese esquema, el sur argentino —y por extensión otras regiones interiores— son reconfigurados como espacios de entrega estratégica, donde ya no se disputa el desarrollo sino su administración pasiva y su fragmentación. El caso de la energía es paradigmático, en donde el flujo de recursos es inaudito, y el procesamiento y agregado de valor se realiza de manera centralizada, y debido a su estructura hiper concentrada, los derrames sobre el territorio poseedor de los recursos es despreciable en términos de empleo, capacidades y desarrollo territorial en general. Así, estas relaciones multinivel que estructuran la implementación territorial de las políticas públicas operan como mecanismos de subordinación, en los cuales las provincias ceden a las presiones fiscales, normativas y diplomáticas sin capacidad de revertirlas o condicionarlas. Este escenario, ha sido común entre la fase final del gobierno de Alberto, lo que va del gobierno de Milei, y está siendo validado por distintas facciones del "progresismo", en donde podemos ubicar alas del peronismo de centro y de centro-derecha, el radicalismo de izquierda y otros movimientos emergentes que plantean la autonomía territorial como parte del relato y que tácita o explícitamente acompañan la forma de construcción propuesta por este gobierno.
En ese marco, la convergencia entre libertarismo y neodesarrollismo no aparece como un hecho marginal o anecdótico, sino como el síntoma de una disolución profunda y aguda, manifestada en la pérdida de anclaje territorial de los proyectos de desarrollo. Cuando las propuestas presentadas como alternativas políticas terminan replicando las mismas estrategias de primarización y centralización que la ultraderecha, se vuelve evidente que el problema no es sólo simbólico. Es un problema político y, de ello, uno económico. La exclusión del sujeto productivo periférico de la planificación nacional no responde a un ajuste o adecuación del plan de desarrollo regional, ni tampoco se centra en la corrección de algún error técnico dentro de las estrategias vigentes, sino que apunta a una forma estructural de concebir un nuevo orden económico y social. Tanto el discurso de la eficiencia como el relato del desarrollo terminan asignando a las regiones no centrales un lugar compartimentado, subordinado, sin agencia ni espacio para la trayectoria propia.
Como ya se señaló, la redefinición de ese rol periférico no se limita al plano económico. Supone también una resignificación del poder territorial y de la legitimidad del Estado para intervenir unidireccionalmente territorios. Si las provincias productoras de energía, minerales, gas o hidrocarburos no pueden estructurar procesos industriales propios, y si sus capacidades son utilizadas únicamente para sostener la acumulación en otras regiones sin devolución efectiva, lo que se instala es una forma de colonialismo interno apenas disimulado por el discurso federal. La arquitectura institucional que reproduce esta configuración no necesita grandes reformas ni nuevas doctrinas: le basta con la inercia de los acuerdos tácitos, la presencia de cómplices locales, y la convergencia técnica de quienes bajo una imagen "progre" renunciaron a imaginar otra posibilidad de construcción que no sea la indicada por el FMI.
El resultado es una economía política de entrega y resignación: un modelo donde el desarrollo ya no es un objetivo, sino una palabra residual que justifica el ajuste. La pregunta, entonces, no es si el modelo actual funciona, o si es mejor que el anterior, o si hay otros superadores, sino que todo se resume a que se estructuró como la única alternativa disponible. La convergencia entre discursos neodesarrollistas y libertarios no es, en todos los casos, producto de un acuerdo deliberado. Pero allí es donde se vuelve explícita y mucho más condensada una trayectoria más larga de desplazamientos, silencios y resignaciones. En algunos sectores, funciona como síntoma y revela el agotamiento de un paradigma. En otros, opera como una elección y ratifica (desenmascarando) una orientación que ya se había insinuado, incluso dentro del campo de los que se llaman industrialistas. Si esa deriva no es detenida, el riesgo no es sólo el desvaste institucional. Es la consolidación de una estructura que clausura toda posibilidad de transformación, que convierte la política pública en gestión del ajuste, y que presenta la subordinación como la única racionalidad disponible. Frente a ello, lo que falta no es una defensa nostálgica del pasado, sino una reconstrucción estratégica —realista, situada y autónoma— de los fundamentos del desarrollo en el país y, especialmente, en las periferias.