La banalidad de la estupidez
Un clásico ensayo de la filosofía alemana Hannah Arendt refería a la capacidad de un sistema político para trivializar el extermino de personas. Claro, se refería a la dictadura nazi que había llevado a cabo actos atroces que no se podían encasillar dentro de un mero concepto de maldad extrema ya que se estaría banalizando dicha acción que resultaba más compleja. Lo que quedaría demostrar Arendt por entonces bien cabría en estos tiempos: que lo que entendemos como maldad en realidad es resultado de la incapacidad de pensar por uno mismo.
Básicamente esa carencia de raciocinio independiente es el principal motivo por el cual nosotros los argentinos nos encontramos sumergidos bajo las ordenes de un gobierno cínico y delirante. Sus acciones están amparadas bajo justificaciones absurdas. Estamos viviendo la banalidad de la estupidez. Una estupidez peligrosa, dañina.
¿No tienen la sensación de estar encerrados dentro de un capítulo de Los Simpsons? De hecho, resulta ilustrativo evocar aquel capitulo memorable de la octava temporada llamado “El enemigo de Homero” donde hace su aparición una figura trabajadora, honesta y desdichada (Frank Grimes) que termina muriendo por demostrar la estupidez de Homero Simpson, quien siempre salía airoso de todas las situaciones. Peor aún: Homero era exitoso en su vida siendo paradójicamente vago e imbécil. Sus amigos, su familia, su propio jefe no notaban nada extraño en sus comportamientos: banalizaban la estupidez, al punto de considerarlo normal.
En una oportunidad, uno de los productores de los Simpsons, Josh Weinstein afirmaba que: “Queríamos hacer un episodio donde el pensamiento fue «¿Qué pasaría si una persona normal, de la vida real, tuviera que entrar en el universo de Homer y tratar con él?» Hubo algunos que hablaron acerca del final del episodio, que únicamente hicimos eso porque no deja de ser divertida e impactante, nos gusta la lección de «a veces, simplemente no se puede ganar».”
¿Será eso, en definitiva? Milei, como Homero, es producto de una realidad que banaliza dichas acciones. Más allá del blindaje mediático, de los “bots” y la mar en coche, el “ciudadano” (si cabe aún usar esa categoría) relativiza sus exabruptos, sus torpezas, su megalomanía y excentricidades que hasta harían enrojecer a Calígula. La oposición pareciera no existir, casi como un desfile de figuras que ya están deslegitimadas, desfiguradas. Casi dicha construcción (merecido o no) termina justificando el absurdo actual.
Volviendo a Arendt, curioso es que ella en su obra “La banalidad del mal” considerase de que eran los regímenes totalitarios quienes quitaban las personas su identidad y derechos, reduciéndolos a meros cuerpos sin capacidad de acción. Precisamente, ella consideraba que era la libertad lo que se necesitaba para actuar y quien garantizaba dicha libertad era el poder político. Quizás en algo sí tenía razón Marx cuando la historia se repetía dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa (o comedia). Inmersos en un proceso dialectico, más que una repetición esta realidad es resultado de una síntesis, luego de abordar en nuestra historia el terrorismo de Estado (tesis) y más adelante la legitimación de un estado de derecho que preveía defender las garantías individuales que habían sido perpetradas por el populismo (léase peronismo= autoritarismo). La síntesis dio como resultado esta farsa, esta estupidez. Una estupidez que pasa desapercibida, justificada bajo el enunciado liviano de “libertad”.
¿Qué pasa cuando esa “libertad” todos los límites éticos? ¿O acaso tampoco existe la ética en estos tiempos posmodernos?
Quizás los que nos opongamos a esta realidad absurda corramos la suerte de Frank Grimes quedándonos electrocutados para demostrar la estupidez del presidente.