El escritor cabeza y la República de las letras, por Mariano Pacheco
En 1947 Jean Paul Sartre redacta un texto sobre la “situación del escritor”. Funda allí la concepción del “escritor comprometido” que, al menos por dos décadas, guiará el accionar de gran parte de la intelectualidad de izquierda en occidente. Se preguntaba, irónico, allí: “¿Cómo –dicen– es que eso de escribir compromete?”. Esa y otras frases emblemáticas publicadas en aquel texto reunido en Situation IV, dejaron huella en la historia de las ideas. Y si bien Sartre insistió, como lo hizo en Las palabras, que un escritor era “un hombre entre los hombres”, o que los escritores “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo” (¿Qué es la literatura?), lo cierto es que la idea del escritor comprometido, por muchos años, colocó a los hacedores de las letras en una suerte de torremarfilismo, ese que ya décadas antes tanto había sido criticado por José Carlos Mariátegui desde estas tierras Latinoamericanas.
Es cierto, también Sartre comparte algunos rasgos de los que hoy pueden ponerse de relieve en un escritor cabeza, pero no dejan de ser expresiones secundarias de un actitud central: la de un escritor europeo consagrado.
Si bien Sartre hacía de todo (un hacer exclusivo de trabajo intelectual, de todos modos), ese hacer no deja de estar marcado por una dinámica de éxito total, aún siendo un díscolo: capturado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, Sartre aprovecha para leer -en alemán-- la obra de Martín Haidegger escrita hasta el momento. Lecturas que serán fundamentales para su elaboración de planteos “existencialistas”. En aquel cautiverio, también, construyó con los prisioneros su primera obra de teatro (hasta el momento había escrito y publicado su novela La náusea y sus cuentos reunidos en El muro, en 1938 y 1939), ejercicio que luego será la base sobre la cual se erigirá ese gran dramaturgo que llegó a ser.
Por supuesto, la expresión más cabeza de Sartre como escritor puede verificarse, en gran medida, en esa operación de “celebrity” que realizó en 1945, cuando pasó una conferencia sus ideas de El ser y la nada, tratado filosófico publicado dos años antes. Claro, la versión breve y marcada por la oralidad de aquel mamotreto de casi 800 páginas más que complejas hicieron que sus ideas se propagaran con rapidez, instaurando una “moda existencialista” que duró años.
Incluso en Argentina, escritores malditos como David Viñas o Leopoldo Marechal, no dejaban de reclamar su lugar (así sea desde su ser díscolos) en la República de las Letras. “Poeta depuesto”, se llamaba a sí mismo Marechal, construyendo un paralelismo entre la proscripción que él padecía como escritor y la proscripción general que padecía el peronismo en distintas esferas de la vida social y política del país, comenzando por la propia situación de Juan Domingo Perón, que tuvo que exiliarse luego de ser sacado a cañonazos de la Casa Rosada, a donde había llegado por el voto popular.
Hoy, en cambio, construir un pensamiento crítico, erigir una narrativa rebelde, se hace las más de las veces asumiendo el lugar periférico y tercermundista de nuestra posición existencial. Sin culpas, sin envidias, rescatando las potencias de esa posición de negros cabezas en la trinchera.
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El escritor cabeza hace todo, como Sastre. Bueno, más que hacer de todo en filosofía y literatura hace de todo en general. Es como un escritor comprometido recargado: escribe de todo, cuando puede, y cuando no puede hace de todo para parar la olla.
El escritor cabeza escribe libros, ensayos, poemas, notas periodísticas, crónicas, hace entrevistas qué el mismo desgraba. Con lo audios hace bloques radiales, filma con el celular, saca fotos.
El escritor cabeza abomina del exclusivismo sindical que defiende la división tajante de tareas y la hiperesepecialización porque entiende que todo escritor es también un comunicador (popular) y que todo comunicador (en sentido fuerte del término) es un laburante de la economía popular.
El escritor cabeza escribe los libros, los edita y corrige (si puede y sabe, y sino le manguea a algún amigo) y luego él mismo los vende.
El escritor cabeza se embarca en proyectos varios, casi siempre sin ver un mango.
El escritor cabeza vende de todo, porque sabe que cultura, política y economía no son esferas que bailan cada una en sus propias pistas.
El escritor cabeza abre la mochila y saca un libro, un periódico y una revista, pero también un tarro de miel y un paquete de yerba, o alguna artesanía o lo que sea que se pueda vender.
El escritor cabeza hace talleres, vende sus notas como colaborador, vende publicidades, vende producciones de otros amigos.
El escritor cabeza sabe que la única comunidad que vale es la comunidad de amigos. La afinidad de oficio es el de la calle, no tanto el de “escritor”, “periodista de investigación”, “cronista”, “movilero” o “locutor”.
El escritor cabeza ya no se compromete en la solidaridad con otros porque las luchas de los otros son sus propias luchas.
El escritor cabeza va a una protesta con el morral o la mochila nutridos: lleva libreta, lápiz o lapicera, grabador y cámara de fotos (o celular-todo-terrerno con el que hacer todas las funciones) y cuando se pudre guarda todo y corre… para el lado donde esta la policía (no detrás de ellos).
El escritor cabeza sabe que, así como el propio Sartre dijo alguna vez, la propia escritura lleva al escritor hacia el combate. Por eso no tiene empacho en guardar la libreta y tirar piedras.
El escritor cabeza no reclama entrar a la Repúbica de las Letras, sencillamente, porque nunca fue expulsado de ella, y tampoco tiene pretensiones de ingresar.
El escritor cabeza cultiva la crónica, el ensayo, los géneros menores y de batalla, no por complejo de inferioridad sino por deseo, y porque encuentra en ellos pura potencia.
El escritor cabeza hace de la precariedad no un lugar de queja sino el sitio de permanente fragilidad sobre el que cuelga sus andamios para edificar la prosa de combate.
El escritor cabeza se corre del lugar del progresismo bien-pensante para decir barbaridades si hace falta, con tal de no quedar como un perro faldero del poder.
El escritor cabeza vomita los lugares comunes, le echa un garzo a las amistades que se corren de la comunidad para ingresar en la dinámica del amiguismo tarado y excluyente.
El escritor cabeza intenta hacer de la propia escritura una máquina de guerra que se conecta con otros máquinas de guerras (sociales, políticas, económicas) para hacer de la utopía ya no una imagen boba de línea sobre el cielo cual arcoiris (ese conformismo clase-mediero que dice que no importa la mierda en la que se vive porque se tienen ideas lindas que se corren siempre más allá con el caminar, pero no importa, porque siempre son ideas y están allí en el horizonte) sino que hace d ella utopía la imagen del no-lugar del capitalismo que es posible comenzar a construir en el aquí y ahora.
El escritor cabeza ha comprendido que resistir es crear y que resignarse en repugnante. Por eso el escritor cabeza apuesta a construir bandas o tribus que combatan lo dado a la vez que apuesten por gestar otros modos de entender el mundo y habitarlo; pandillas que devengan manadas perversas y polimorfas que se sustraigan de las normas del capital, que no son otras que las normas impuestas en el Nuevo Orden Mundial.
*Adelanto: Cuaderno Relampago 1 - Sombras Terribles. Apología de la negrada
Foto: Sebastian Linardo "Rubio"
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa