De la geisha iki a la jovencita de Facebook
Por María Florencia Marciani
Con el correr del tiempo, sujetándose a condiciones históricas específicas y de acuerdo a los impactos propios de las transformaciones tecnológicas, el hombre ha vivido experiencias particulares del amor. La configuración de relaciones de poder que responden a urgencias políticas y regulaciones sociales determinadas surtieron este sentimiento de significados diversos, prescribieron modos privilegiados de vincularse, erigieron instituciones para mediar el compromiso, protocolos para la seducción y leyes para disipar los conflictos. Han establecido una verdad sobre el amor.
En este sentido, el amor parece haber estado capturado, siempre, por el espíritu de época y condiciones de existencia de los hombres en una sociedad particular. Nuestras energías deseantes estarían dirigidas por las fuerzas y poderes que conforman el entramado social.
Entonces, ¿cómo desmontar una operación de subjetivismo intenso que es, en verdad, una objetivación burda del Otro y de uno mismo? ¿cómo desactivar la lógica liberal de la elección en el mercado afectivo potenciado por la proliferación de redes románticas? ¿cómo devolver el erotismo perdido a la vida cotidiana, si es que alguna vez lo tuvo? ¿cómo desviar el deseo de su aparente destino y realización en el mundo del trabajo, lo cual lo aleja, cada vez más, de la experiencia del cuerpo del otro y del propio cuerpo? ¿cómo construir, desde el lenguaje, nuevas formas de vivir la experiencia del amor? ¿cómo cimentar una experiencia duradera de un Dos en un mundo individualizado?
1.
"Viviendo sólo para el momento, saboreando la luna, la nieve, los cerezos en flor y las hojas de arce, cantando canciones, bebiendo sake y divirtiéndose simplemente flotando, indiferente por la perspectiva de pobreza inminente, optimista y despreocupado, como una calabaza arrastrada por la corriente del río"
Asai Ryōi. El arte en el Japón Edo
Hace unos cuantos siglos atrás y en latitudes remotas existió en la historia del hombre una experiencia única del amor. Durante el periodo Edo de la historia japonesa reinó un lazo social estético y profundamente culturizado, basado en un cuerpo espiritual y en una conciencia en búsqueda de la trascendentalidad a partir de la intrepidez y el recogimiento. Durante ese periodo, el neoconfusionismo se había diseminado por la cultura japonesa como una plaga, síntesis del pensamiento budista y taoísta y emparentado con el humanismo ético y el racionalismo. El mismo se legitimó como sistema de creencias que vendría a dar su definición sobre el hombre y la sociedad.
De acuerdo a los principios de la filosofía dominante que había florecido en ese entonces, se configuró un código ético llamado bushidō que guiaba al hombre samurái en la realización de su destino como guerrero. La honestidad, la lealtad y la frugalidad acompañaban la conformación de un sistema de enseñanza particular, el interés de los hombres por su pasado y la definición del ukiyo como una nueva forma cultural.
Este nuevo mundo flotante sería testigo del desarrollo de formas de entretenimiento: casas de té chashitsu, burdeles, poesía, teatro kabuki, geishas que coqueteaba dentro y fuera de los barrios del placer, viviendo sus affaire iki. El iki y su estructura, estudiado por Kuki Shûzô como fenómeno de conciencia, era el sentido estético, artístico y ético que adoptaban los vínculos entre geishas y hombres japoneses. Se configuraba, de esta manera, un vínculo afectivo particular fundado en el valor del buen gusto, la atracción ("bitai"), el coraje ("ikiji") y un modo de transitar la existencia con conciencia de su finitud ("akirame").
Toda una estética recubría el ritual de entrega y cuidado del Otro, donde el cuerpo –voz, gestualidad y vestimenta- organizaba la experiencia amorosa, acorde con la sobriedad y palidez de la guerra y el amor.
El contacto entre los hombres se regía según el principio de dualidad atracción-tensión. Un principio que resulta paradójico desde una mirada occidental, arrasadora e imperialista, pero que constituye el rasgo iki por excelencia. Aunque mediados por el intercambio y la sumisión, los cuerpos iki no eran consumidos: se trataba de una experiencia erótica con una finalidad sin fin, sin éxito, sin plena posesión del otro.
En el doloroso devenir de la existencia se había configurado una forma particular de experimentar el placer.
Desde una mirada histórica que aúna materialidad y espiritualidad como categorías para la comprensión del mundo, es posible hablar de condiciones de existencia y producción singulares que habrían dotado al hombre moderno de una nueva forma de amor. Una forma de amor occidental, posindustrial y utilitarista. Fue Max Weber quien encontró en los principios de la ética protestante, cuya mentalidad fue el preludio de este nuevo modo de producción, el germen de una racionalidad capitalista. La espiritualidad y la religión, tradicionalmente esquiva de las cuestiones mundanas, había fundado un código de ética y prescripción para la conducta diaria y había andamiado un nuevo espíritu. En él, el trabajo, el comportamiento y el ascetismo conducían al hombre hacia el éxito económico y la vida eterna. Un ethos utilitario e instrumental se había instalado: las formas del intercambio económico, la conformación de un aparato burocrático deformado por la rigidez, la sobreespecialización y la corrupción, y la implantación de formas racional-científicas para la administración de la existencia, indicaban la conformación de un nuevo paradigma que contaba entre sus campos de acción a la esfera erótica y pasional. A la sociedad contemporánea le sienta bien el amor contractual. Es la entrada en escena del repertorio empresarial en la gestión de los vínculos afectivos impactando al amor con su retórica. Los intereses, estrategias y maximización de ganancias son vectores que orientan el flirteo y la experiencia del amor en un movimiento de escalada hacia el éxito, la conquista de seguridades y el ascenso sociocultural.
2.
"Si tuvieran algún interés en hablar, las Jovencitas dirían: bien puede interesar a los hombres nuestro valor de uso; pero, a nosotras, que somos objetos, esto no nos importa. Lo que nos interesa es nuestro valor. Nuestras relaciones como objetos de compra y venta lo demuestran. Nosotras solo nos enfrentamos unas a otras como valores de cambio”
Tiqqun, Primeros materiales para una teoría de la Jovencita
La forma del amor, que le da el lenguaje al construir también el mundo, supone formas de comunicación y seducción exclusivas. La conformación de un mundo virtual, hiperreal, surtió al hombre moderno de un lenguaje transparente y universal que prescinde del contacto entre sus interlocutores. Llevado al paroxismo, este lenguaje que es instantáneo y remoto -pornográfico- funda un nuevo sistema para la economía de las palabras profundamente técnico y utilitarista. Una economía de los pulgares, víctimas de inversiones, apuestas y cotizaciones en el mercado del amor y la amistad. La sesión de chat entre los amantes habilita la meditación y análisis que determinará el grado de su inclinación mutua y de sus recíprocos deseos, así como también los capitales que se ponen en juego en el comentario perspicaz y la foto de perfil.
Aquí la seducción adquiere otros visos. Más ritualizado, exitista y descorporizado se constituye como simulacro, destino y condición de una sociedad que, como afirma Baudrillard, degrada sus experiencias y vínculos convirtiéndolos en puro espectáculo. Se trata de una dinámica que captura la sociedad actual bajo su lógica de pura apariencia y disposición para el consumo. Fatal destino.
El análisis y descripción de un capitalismo afectivo es un horizonte que se propuso la socióloga Eva Illouz, no para pensar las emociones como anuladas en la actual coyuntura, sino como redefinidas. La tecnología propia de este modo de producción funciona rearticulando corporalidad y afectividad según nuevas lógicas donde las emociones se convierten en entidades a ser evaluadas, examinadas, discutidas, negociadas, cuantificadas y mercantilizadas. Las redes románticas lograron trascender el cuerpo y configurar un yo posmoderno que, mediante un trabajo de autopresentación, se modela con flexibilidad y apertura respondiendo al espíritu de abundancia y oferta infinita del mercado del amor. En él, los sujetos se conciben como categorías puramente lingüísticas y asumen el concepto abstracto como lo real. Como afirma Illouz retomando a Lukács: “una relación entre personas (que) cobra el carácter de una coseidad y, de este modo, una “objetividad fantasma” con sus propias leyes rígidas, aparentemente conclusas del todo y racionales, esconde toda huella de su naturaleza esencial, el ser una relación entre hombres” (2007, p: 178)
Esta redefinición de lo afectivo y lo corporal es propio de una sociedad mercantil que se consolida hacia fines de la Primera Guerra Mundial y que define su ciudadano ideal: la Jovencita -que es también jovencito-. Prototipo de la sociedad de consumo que vive su propia existencia a partir de una lógica de mercantilización; una puesta en el mercado de valores del propio cuerpo; una versión deserotizada de su vida cotidiana en un universo de costumbres, rutinas y trabajos alienantes y dolorosos. La Jovencita vive una relación con su propio cuerpo tal como su sociedad de consumo le propone: como capital y como fetiche -objeto de consumo- para invertir económicamente en él.
La Jovencita ha encontrado en la virtualidad un despliegue de sus potencialidades para la fetichización de su propio cuerpo y subjetividad. Su belleza es funcional y seduce con utilidad: la disipación de yo posmoderno fotografiado y hecho selfie responde a un principio económico que habilita una conquista global al multiplicarse y viralizarse su mejor versión, que es su imagen. La materialidad de su cuerpo –amputado, en su versión informatizada- es objeto de culto narcisista y elemento de táctica y estrategia en los embates eróticos. Su cuerpo es también blanco de la biopolítica del fitness, de la cosmética y las cirugías. La Jovencita es víctima de un despliegue erótico igualmente funcional porque es sometida a la hiperestimulación y el intercambio sexual con la excusa de motivar el deseo para terminar sublimando su cuerpo y homologarlo con todos los otros objetos asexuados y funcionales que conforman su ambiente. El amor para la Jovencita está fundando en la mesura y la seducción calculada. Ésta aprovecha las ocasiones, invierte su libido y capital y automatiza sus encuentros sexuales gestionando y planificando.
En los barrios del placer japoneses la cortesana no se compraba con dinero, pero en la lógica de la Jovencita no hay lugar para la gratuidad.
3.
Hacia mediados del siglo pasado, George Bataille intentó explicar el funcionamiento de la economía como la administración del exceso de energía solar sobre los hombres. Bataille quiso volver a pensar la historia económica cuestionando que la razón de ser del intercambio deba ser explicada por los procesos de producción y conservación de bienes, porque la experiencia, sea individual o social, siempre da cuenta de una oposición violenta que arrolla a través de este gasto improductivo -la guerra, el sexo, la religión- aunque la parte más importante de la vida se enmarque en la actividad social productiva. Es decir, opera un principio de pérdida cuyo gasto es incondicional, a diferencia del principio económico de la contabilidad cuyo gasto es normalmente compensado por una adquisición. La traspolación de este principio a la esfera erótica se traduce en una idea del amor como construcción de verdad desde la experiencia del Dos y no del Uno. Es la experiencia de un encuentro atravesado por la incertidumbre y la disposición simbólica de un gesto desinteresado, una experiencia profunda de alteridad siempre bajo “amenaza aseguradora”. Para Alain Badiou se ha vuelto muy común pensar que los sujetos nos movemos según nuestro propio interés y el intercambio de ventajas recíprocas, que suele encontrar en el matrimonio y otros modos de vinculación la consumación de la inversión rentable. Otro logro del liberalismo. Así como las industrias culturales, desde la literatura hasta los videojuegos, aspiran a producir placer y plusvalía pornográfica sin padecer la marginalización del porno, las relaciones sociales actuales bien quisieran gestionarse de acuerdo a un régimen de satisfacción erótica sin sufrir lo que hay de pérdida en el amor.
Pero volver a pensar el amor fuera del poder es negar esto. El amor es una propuesta existencial que consiste en construir un mundo desde la diferencia, desde un punto de vista descentrado de cualquier clase de utilitarismo y cualquier tipo de identidad o idea de completitud entre los sujetos. Se trata de un procedimiento de verdad y la construcción de una nueva temporalidad que piensa en la duración y no se consume en el éxtasis del comienzo, como suponía el amor romántico. Porque hay un Dos hay separación y pura contingencia. Porque restituyendo lo humano en los vínculos deshumanizados es que puede no haber garantías, y puede haber amor.
Foco de resistencia para la racionalización del don, la experiencia del amor como construcción no es una elección voluntaria del sentir; no es tampoco la experiencia oblativa del iki; son los artificios del poder los que penetran la subjetividad y los modos de sentir dejando orificios que pueden ser pensados como puntos de fuga porque el amor tal vez merezca la libertad.
Referencias bibliográficas:
- Badiou, A., y Truong, N. (2012): Elogio del amor. Buenos Aires: Paidós.
- Barthes, R. (2004): Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires: Siglo XXI.
- Bataille, G. (1987): “La noción de gasto”. En La parte maldita. Barcelona: Icaria.
- Baudrillard, J. (1993): Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós.
- Baudrillard, J. (1984): Las estrategias fatales. Barcelona: Anagrama
- Ferrer, C. (2012): El entramado técnico. Buenos Aires: Godot.
- Foucault, M. (1977): La voluntad del saber – Vol 1. En Historia de la Sexualidad. México: Siglo XXI.
- Illouz, E. (2009): El consumo de la utopía romántica. Buenos Aires: Katz Editores.
- Shûzô, K. (2010). La estructura del iki. Buenos Aires: El cuenco de plata.
- Tiqqun (2013). Primeros apuntes para una teoría de la jovencita. Buenos Aires: Hekht Libros.
- Weber, M. (2004). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Alianza Editorial.