El kirchnerismo no se entiende sin el 2001

  • Imagen
  • Imagen

El kirchnerismo no se entiende sin el 2001

19 Diciembre 2011

I. Estados de inocencia: entre el desborde y la invención

El tesoro que no ves / la inocencia que no ves / los milagros que van a estar de tu lado /
cuando comiences a leer de los labios / y a ignorar los embustes y gustar / con tu lengua de las aguas que son dulces / aunque te sientas mal. / / Si no hay amor que no haya nada entonces, alma mía. / ¡No vas a regatear!
Indio Solari, El tesoro de los inocentes

En agosto de 2001, cuando se percibía en el horizonte político el perfume de una nueva tempestad, Patricio Rey y sus redonditos de ricota daba en la provincia de Córdoba el que sería su inadvertido, último concierto. Exhausta y presa desde hacía varios años de la fatal combinación entre autogestión y masividad en una situación estatal desfondada, la banda más emblemática de la resistencia al neoliberalismo de los años noventa (con una estética de las más singulares de los años setenta y ochenta) anunciaba muy poco tiempo después,
su separación.

El recital serrano había comenzado, proféticamente, con Unos pocos peligros sensatos (tema de Gulp! su primer disco): “Si tus peligros son tan sensatos, / casi sin arrebatos, / y sos prudente en la tiniebla, / y con los gatos. / Golpe de suerte ¡eh!”. En esa separación se cifraba, a su modo, el fin de una época. Con el telón de fondo de las elecciones de octubre de 2001 (que tuvieron el menor nivel de participación ciudadana y la mayor cantidad de votos en blanco desde el 83), ante la agonía del modelo de convertibilidad que llevaba varios años de recesión económica y asfixia social, ante una resistencia cultural ya demasiado cómoda en la crítica al sistema político que había hecho posible ese modelo, una
multitud de jóvenes cuyas estampas recogían mucho de aquel linaje ricotero curtido en la pelea callejera con la policía y en el aguante de las esquinas del conurbano, arrasó el 20 de diciembre con los restos del gobierno aliancista.

El fin de este gobierno, que había sido ya destituido en la enorme manifestación recusatoria al estado de sitio declarado en la noche del 19 como única respuesta estatal a la ola de saqueos que hacía más de una semana venía sucediéndose en Rosario, Córdoba, Mendoza y el Gran Buenos Aires, dejó tras de sí miles de testimonios vívidos que simbolizaron la ruptura del lazo social.

Como todo acontecer que introduce una fuerte discontinuidad en la historia y logra cambiar la configuración de lo sensible, la rebelión de diciembre estuvo signada por movilizaciones desbordantes sin mayores encuadres políticos y por la muerte joven a manos de un orden policial cuya membrana de legitimidad política yacía derrumbada. Esa movilización de las energías populares terminó con esos pocos peligros sensatos que el Indio Solari detectaba con lucidez en los primeros años de la postdictadura.

Y obligó al conjunto de la sociedad a transitar sin miedo un nuevo peligro: el de comenzar (luego de una gran batalla por la ocupación de la Plaza de Mayo) el fin del terrorismo de Estado. Ese fue el golpe de suerte, el arrebato imprudente que nos sacó de las tinieblas en las que nos movimos a tientas durante más de dos décadas. Y ese arrebato nos devolvió al menos por un verano el estado de inocencia asamblearia y un cierto entusiasmo por las fuerzas soberanas del pueblo.

El Tesoro de los inocentes (2004) es el primer disco que edita Carlos Indio Solari casi tres años después de la separación de la banda que lo tuvo como líder fundador junto a Skay Beilinson. Para este álbum compone la poderosa canción que lo bautiza, cuyo tema, la relación entre la condición humana y el estado de inocencia, es recurrente en su lírica. Para Solari hay en la inocencia un saber intuitivo que está más próximo a la verdad que cualquier otra aventura de la humanidad racional. Es el saber primitivo de las criaturas que aman con pasión sin que les importe otras consecuencias que las deducidas de su amor. “Si no hay amor, que no haya nada entonces, alma mía”, no es el aforismo con el cual concluye una canción nihilista.

Es la premisa de todo proyecto, el tesoro a partir del cual los inocentes empiezan siempre otra vez. Dado que el amor se conjuga en tiempo presente, los inocentes saben que la vida en común no puede estar hecha sólo de pasado, saben que su tesoro es el oro de los cuerpos, las palabras y los símbolos que están a la mano. Y sin embargo, en el curso de la experiencia amorosa, descubren con entusiasmo que “comenzar a leer los labios, ignorar los embustes y gustar”, es también encontrar un pasado que hable en el presente no con la lengua del pasado sino del presente mismo.

El desborde de las multitudes que conmovieron a buena parte de las ciudades argentinas en diciembre de 2001 (tan anticipado por la larga marcha piquetera como por el errante peregrinar ricotero) implicó también la emergencia de una lengua que entonara la necesidad
de un nuevo comienzo. En la lírica de Solari esta lengua podría traducirse así: termina el tiempo de proteger el estado de ánimo del terror y la intemperie, y empieza el fluir de otro tiempo: el de cuidar el estado de inocencia que produce la liberación del terror. El 2001 es también este descubrimiento extraordinario, del que no es separable el acto, los gestos y el discurso de Kirchner en la ESMA en marzo de 2004: si el terror empieza a ceder en su influencia y a cerrar su ciclo, la política y el Estado mismo pueden ser otra vez objeto de deseo y de creencia.

El estado de inocencia es también volver a creer en el estado de la política (de un pueblo) y en las políticas estatales (de una nación). Pero esa creencia tiene siempre una condición: que haya amor, porque si no hay amor, no hay reconocimiento de los otros, ni anhelos individuales, ni proyectos colectivos. Esta es la gran ruptura que hizo posible un nuevo estado de inocencia, la condición ética para dar curso a otro tiempo político. Entre ese potencial y su realidad efectiva medió una voluntad política capaz de tocar las fibras necesarias para articular esos deseos y creencias, una voluntad que no desconoció las exigencias históricas heredadas, sin por ello dejarse atrapar en su laberinto. Por eso mismo, el kirchnerismo no se entiende sin aquellas jornadas, aunque su fuerza creativa y su iniciativa obstinada no se agoten en ellas.

En la distancia real entre el desborde y la invención está la clave: el kirchnerismo no se explica sin esa distancia, porque es menos un producto directo de aquel acontecer multitudinario de 2001, que la invención de un trayecto gubernamental por parte de un grupo formado en otros presentes. Este grupo, más afín a la lógica jacobina de las vanguardias setentistas y a la representación gubernamental efectiva que a las asambleas barriales, se sostuvo desde entonces sobre las premisas que sus integrantes hicieron carne en el tiempo de su propio estado de inocencia, a las que sumaron sin embargo las premisas materializadas en las escenas callejeras de aquel diciembre.

El kirchnerismo no es la edad de la inocencia, pero su vitalidad no se explica ni se entiende sin sus tesoros: en el pasado cuya lengua traducida todavía habla están los que le pertenecen por derecho propio. Y en el presente, los que pertenecen a los entusiastas, a los nuevos creyentes. Esa doble pertenencia que lo constituye hace que los milagros estén de su lado, que no haya reproches, que no haya nada que regatear. En esa doble pertenencia se juega la encrucijada generacional.

II. Generación: inmanencia y crítica

Lo dije alguna vez: si los hombres del romanticismo fueron una generación rosista, la mía es una generación peronista. Ese es nuestro signo político.
David Viñas, 14 nuevas hipótesis sobre Eva Perón

¿Podemos declarar que nuestra generación es kirchnerista? No dudaríamos en hacerlo a condición de invertir el carácter que Viñas le imprime a esta relación. En el texto sobre Eva Perón que publicamos en este número, el intelectual se sitúa por fuera del signo político que
define su tiempo. Desde los años 60 hasta los últimos días de su vida, Viñas se mantuvo fiel a esa idea, aún cuando en los jóvenes años de Contorno fuera evidente su vínculo con el proyecto frondicista, seducido como otros intelectuales por las posibilidades que abría un profesor en el poder que no fuera peronista pero que contara con el apoyo de las masas populares (que, por esas malas costumbres, seguían siéndolo).

Ese interregno o desvío ocasional no oblitera el hecho de que el ideal del intelectual crítico siguiera caracterizado por una soberana autonomía respecto de todo poder. En otros términos: una autonomía respecto de la interpelación del Estado y las seducciones del mercado. La generación rosista (romántica) y la generación peronista (ilustrada) comparten su exterioridad respecto del fenómeno que las define. La lectura de Viñas en su texto de los años 60 es categórica: ni gorilas de izquierda ni adoradores del mito populista. O, de otro modo: ni izquierda partidaria ni peronismo.

La única opción para el pensamiento crítico es no dejarse tentar por el canto de sirena del General, y no recaer en la locura miope de comunismos y trotskismos que perdieron de vista la posibilidad de pensar una nación, es decir, de pensar un proyecto de izquierda para este país. Recuperar la figura de Eva tiene entonces el sentido de mostrar los avances sociales que produjo el peronismo, pero también marcar los límites materiales de la clase trabajadora en la búsqueda de su propia emancipación.

Es la fórmula de la revista Contorno en pleno funcionamiento: esto del peronismo sí, esto del peronismo no. El problema de esta fórmula (que se transformó en norma inopinada para la mayor parte de los intelectuales nacionales sólo un par de décadas después) es cómo sostenerla cuando se advierte la imposibilidad de mantenerse por fuera del signo político que define la época, cuando se adhiere a ese proyecto político. Una vez interpelados, ya no es posible la sencilla exclusión operativa: esto sí, aquello no; aquí adherimos, allá nos distanciamos. Lo cual no implica anular la crítica, sino por el contrario, exige hacerse responsable de lo que se juega en la adhesión, que es también autoconciencia de un compromiso que no está más allá del bien y del mal.

Todavía más: una generación se define no sólo por la formación histórico política que la fuerza a pensar (el rosismo, el peronismo, y, para nosotros, el kirchnerismo), sino también por aquello que la solicita íntimamente, esto es, por lo que odia y por lo que ama. Dicho del modo más claro: en la delimitación de sus contornos, una generación debe hacerse cargo de sus pasiones. Porque en definitiva, ¿se puede pensar (y obrar) sin pasiones? Como tantos otros, el ejemplo del propio Viñas lo desmiente: pensó toda la vida contra la violencia oligárquica, con un odio inteligente y sutil hacia la clase que ejerció el poder en forma sanguinaria desde la fundación del Estado.

Pensó también con pasión amorosa sin condescendencias de ningún tipo el destino de los humillados, en línea con Roberto Arlt y Ezequiel Martínez Estrada. Pero a decir verdad, no nos interesa tanto discutir la exterioridad de otras generaciones respecto del rosismo y peronismo, fundada en una supuesta verdad histórica que muchos abrazaron, ya románticamente contra la barbarie, ya ilustradamente contra el populismo, esto es: que el problema de este país se puede resumir en esas singularidades (monstruosas) llamadas Rosas y Perón.

No es esa nuestra cuestión aquí (o quizás sí, ¡no lo afirmemos tan temerariamente!). Nos interesa más bien sostener que la generación a la que pertenecemos es kirchnerista de un modo diferente a cómo definía Viñas el mandato de exterioridad del intelectual crítico. Para los que nos sentimos interpelados identitariamente por este tiempo político, nuestra generación es kirchnerista desde la inmanencia que reserva para sí el poder de esa misma crítica, como apertura hacia un futuro incierto, como vigilancia respecto de lo que hacemos en las situaciones en las que estamos implicados.

Nuestro riesgo, evidente por cierto, es vivir en el espejismo de los convencidos, en la complacencia –hoy circunstancialmente mayoritaria– de nuestras posiciones. Pero es el riesgo que vale la pena correr (o el precio que es preciso pagar) cuando las creencias y las pasiones están en correspondencia con las razones, aunque esa correspondencia no sea definitiva y esté signada por un juego de heterogeneidades de consistencia incierta.

Ese es el desafío de nuestra generación. Llevar el estado de inocencia a su máxima dignidad: vivir en la inmanencia temblorosa el destino de una experiencia histórico política que todavía promete más, sin dejar de recordar y reclamar por los nombres propios de los inocentes cuyas vidas son malogradas no por el amor no correspondido, sino por la violenta explotación de ciertos grupos empresarios y sus matones (como deja traslucir el asesinato del joven campesino Cristian Ferreyra en Santiago del Estero, ocurrido en las horas en que terminamos este editorial); por la indiferencia de todavía muchos funcionarios, y demasiados ciudadanos, ante el crimen de otros que parecen no pertenecer al nosotros.

La crítica inmanente, aquí y ahora, fuerza a interrogar por esas muertes y por sus responsables; por esos poderes criminales que remiten a intereses efectivos, cuya compleja
inscripción en la trama política y social debe ser desbrozada. Hablamos de un asesinato social que, en su singularidad irreductible, señala un problema urgente en la articulación de políticas de Estado. La cuestión de la tierra, en Argentina, como la cuestión del trabajo (ligada a un neodesarrollismo posible cuya capacidad inclusiva comienza a mostrar sus límites) no son problemas que demanden una respuesta técnica, sino que invocan la necesidad de una imaginación política que pueda componer nuevas condiciones de igualdad, que arriesgue audaces incisiones en el horizonte de nuestros posibles actuales.

Se trata entonces de una crítica situada, forzada a ir más allá de sí misma. Un fragmento de Blanco nocturno, la última novela de Ricardo Piglia, tal vez nos permita describir la paradoja en la que inscribimos nuestra vivencia: “La ética es como el amor –dijo Renzi–. Se vive en presente, las consecuencias no importan. Si uno piensa en el pasado es porque ya perdió la pasión…” El riesgo de la inmanencia es el de vivir el presente sin la perspectiva que permite
anticipar las consecuencias o elaborar lo pasado, sin la posibilidad de tomar distancia de sí para rememorar o proyectarse. La ética (como el amor) es de este modo una reflexión sobre las pasiones, y es, también, la vivencia de la frágil condición humana acechada, muy a pesar suyo, por el pasado y el futuro. Y sin embargo, es en el curso de esta vivencia ético-amorosa que los inocentes descubren el otro secreto vital: que “comenzar a leer los labios, ignorar los embustes y gustar”, es también encontrar un futuro que hable en el presente no con la lengua del futuro sino del presente mismo.

III. Itinerarios

De esa lengua temblorosa (que busca pasados y futuros que hablen) del presente, están hechas nuestras ilusiones, las mismas que nos llevaron a producir las seis secciones que componen el quinto número de El río sin orillas. Comunidades es en esta ocasión la oportunidad de pensar los desplazamientos que tuvieron lugar en nuestra lengua política en los últimos diez años.

Así, nación, mito, historia, pueblo, clase, y su articulación alrededor de esta época (de doble y disputado origen: 2001/2003) que se extiende hasta el presente, son las obsesiones en torno de las cuales persistimos. Tramas es la interrogación de esta contemporaneidad en el campo de la literatura, es la pregunta por la autobiografía y sus pronombres borrosos: el yo y el nosotros, pero abordados desde la inquietud histórica, política, filosófica.

Las conversaciones nos arrojaron esta vez a una placentera novedad: a diferencia de los cuatro anteriores números, dedicamos dos de las tres entrevistas a pensar cuestiones relativas al arte, para las cuales nos entreveramos en diálogos muy gratificantes, primero con Daniel Santoro, Obra I; luego con Roberto Jacoby, Obra II. Estos artistas, que a priori no parecen compartir más que el abismo de dos perspectivas bien distintas del hecho artístico, realizaron una lectura muy significativa respecto del retorno de lo político y del estado actual del arte en la que no eludieron ningún ángulo reflexivo.

La tercera de estas entrevistas que ofrecemos a los lectores –Conversaciones– se la realizamos al director de la Biblioteca Nacional, Horacio González. Una curiosidad de este número se cifra en la manzana en las que está emplazada la Biblioteca Nacional, cuya historia es la de otra encrucijada argentina, en la que hay que inscribir los nombres propios de Perón y Evita (que vivieron en la Mansión Unzué que era entonces la Residencia Presidencial, y que luego del golpe del 55 fuera derribada) y el de Jorge Luis Borges (que fue director de la Biblioteca también desde el 55, aunque ésta se encontraba entonces en la calle México).

Hoy son nuestros entrevistados los que se cruzan en ese territorio, que es también el de una disputa por la historia y sus nombres. Si, como dice Horacio González en algún momento de la conversación que mantuvimos con él, quien tiene los nombres “es custodio de un tesoro”, entonces queda claro lo que se juega en torno de la Biblioteca y la alta responsabilidad que cabe a todos aquellos que participan directa e indirectamente de su experiencia de gestión.

La otra curiosidad remite al carácter de la conversación con Horacio: se trata de la más larga y con mayores detalles biográficos de todas las que publicamos en estos cincos años. En estos mismos años, y, sobre todo, desde la emergencia de Carta Abierta, su figura estuvo expuesta a la máquina difamatoria de los grandes conglomerados de medios que suelen arrasar con las palabras y las biografías. Quisimos entonces demorarnos en un recorrido por el destino de esa biografía que no ha dejado de atender a las exigencias de la retórica, a la necesidad de renovar la escritura, y al compromiso político con su tiempo presente, en su calidad de militante, profesor universitario, y hoy, funcionario público.

Cerramos el número con un Archivo y algunas intervenciones sobre David Viñas. Fuimos al rescate de dos textos sobre Eva Perón, dos rarezas que ofician (junto a las tres lecturas sobre su obra y su figura que acompañan este archivo) de un muy modesto homenaje a quien seguirá siendo una de las marcas indelebles de nuestra cultura.

Finalmente, el Arte de la revista estuvo a cargo de Maximiliano Pezzoni, quien nos invita a realizar un sugerente recorrido imaginario por los márgenes espectrales de la isla Martín García. Este año, junto a David Viñas, se fue otro de los hacedores de la mítica revista Contorno: el gran filósofo argentino León Rozitchner. Sus últimos ensayos, recién publicados por Tinta Limón: Materialismo ensoñado, están llamados a despertar un entusiasmo renovado en torno de una obra, que tanto como la de Viñas, forma parte de nuestra mejor tradición. Nos quedamos con ganas de conversar con ambos, pero seguiremos haciéndolo a través de la inmortal presencia de sus obras. A ellos dedicamos entonces este quinto número.

Por último, queremos agradecer una vez más desde El río sin orillas a nuestros amigos y colaboradores: sin su donación este emprendimiento sería imposible; sin su escritura desinteresada nos privaríamos de vivir el milagro de una lectura compartida que nos descoloca y obliga a repensar nuestras primeras intuiciones. Inmensa alegría entonces por habernos trenzado con ellos otra vez y, ahora, con los lectores, a través de esta revista que festeja con este número sus cinco años de vida. El punto justo para empezar a madurar (y a
disfrutar) el propio estado de inocencia.