Había una vez una Escuelita
Por Analía Ávila
La escritora, docente y doctora en Filosofía y Letras Alicia Partnoy gestó en su exilio La Escuelita. Relatos testimoniales; allí narró su experiencia y la de sus compañeros de cautiverio en el Centro Clandestino de Detención (CCD) de Bahía Blanca, llamado irónicamente por los genocidas, “La Escuelita”. La obra se publicó primero en inglés en Estados Unidos (1986), luego en Inglaterra (1987) y en 2006 en la Argentina. Antes de ser editado, el manuscrito tipeado a máquina había llegado a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que se encargaron de fotocopiarlo y acercarlo a los familiares de los detenidos desaparecidos. Fue el primer libro que mostró al mundo los horrores de los campos de detención de la dictadura argentina. En diciembre de 1999, gracias al fiscal Hugo Cañón, el texto se incluyó como evidencia en los Juicios por la Verdad de Bahía Blanca, por la situación de los niños nacidos en cautiverio: gracias a sus capítulos “Graciela: alrededor de la mesa” y “Natividad” pudo tenerse certeza de que el bebé varón de Graciela Romero de Metz nació en ese CCD la noche del 16 al 17 de abril de 1977. Aún se lo busca, al igual que al hijo o hija de Graciela Izurieta, que también pasó por ese lugar de cautiverio.
El 12 de enero de ese año, Partnoy, integrante de la Juventud Universitaria Peronista, había sido detenida en su domicilio por personal del Ejército y trasladada a “La Escuelita”, y así pasó a integrar la larga lista de desaparecidos. Allí permaneció tres meses y medio con los ojos vendados, las manos atadas, mal alimentada y en un clima de violencia permanente, con castigos y torturas físicas. Después la transfirieron a una cárcel con mejores condiciones, aunque, como relató Alicia, “el riesgo de ser asesinada era el mismo”. En junio de 1977 se le informó a su familia su paradero pero continuó como presa política dos años y medio más.
Gracias a la presión de organismos de Derechos Humanos fue liberada junto con otros presos políticos con la condición de que abandonaran el país. En diciembre de 1979 pudo reunirse con su hija Ruth y partió como refugiada a los Estados Unidos; su esposo la esperaba también allá. “Al poco tiempo de mi llegada, comencé a trabajar por la libertad de los presos y desaparecidos que habían quedado en la Argentina. Como sobreviviente, sentí que era mi deber ayudar y dar testimonio de lo ocurrido”, señala la escritora en el Prefacio del libro.
Partnoy describe en la "Introducción" de La Escuelita, el contexto histórico y las circunstancias de su detención; en los "Anexos finales" publica listas con nombres de los presos políticos y de los represores, y hasta un croquis del Centro Clandestino. Sin embargo, la parte central del libro se despega del estilo documental y aborda lo literario; encontramos relatos breves con escenas de la vida cotidiana de Alicia y de sus compañeros detenidos, poemas intercalados de distintos autores e ilustraciones de la artista Raquel Partnoy, madre de la autora.
En una entrevista de 2014 en la revista Puentes de crítica literaria y cultural, la narradora reveló: “Quería escribir algo que la gente leyera sin el miedo y el instinto de autoprotección que generaban los relatos de torturas recolectados por organizaciones políticas y de derechos humanos, a nivel nacional e internacional”. El gesto de Alicia para proteger a los lectores, y tal vez para exorcizar su propio dolor, fue apelar a otra manera de contar el horror. En sus relatos recurre al humor negro, la ironía, el absurdo y también la ternura. Los diminutivos, el lenguaje infantil, las distintas voces y la exaltación de los sentidos son recursos propios de la literatura y de la poesía.
En el relato “Cepillo de dientes”, uno de los guardias les ordena a los presos que se higienicen la boca diariamente; Alicia reflexiona intrigada: “Hacía más de una semana que no tocábamos el agua (…) Lavarse los dientes sin agua podía llegar a ser una innovación sin precedentes en la historia universal de la higiene”. El humor también está presente en “La nariz” donde la escritora se ríe de sí misma: “Siempre renegué de mi nariz, nunca me gustó la forma, me molestaba esa curva semítica. Cuando éramos chicos mi hermano para hacerme enojar me llamaba Cyrana, por aquella novela de Cyrano de Bergerac (…) Su oculta virtud: la nariz me permite ver. Lo que ocurre es que su forma mantiene la venda de mis ojos ligeramente levantada. Por las pequeñas rendijas desfilan porciones de este mundo (…) Finalmente ella y yo nos hemos reconciliado”.
El humor negro se manifiesta en “Sesión de belleza”; cuando “el Chiche”, jefe de turno, le ordena a Partnoy bañarse y afeitarse las piernas, ella ensaya un anuncio publicitario: “El mejor salón de belleza, precios convenientes y la exclusiva atención de Chiche. ¿Cadáveres presentables? ¿Atención inmejorable? ¡La Escuelita!”.
Ante el sentimiento de despersonalización que sufren los detenidos, cobran mayor importancia los objetos cotidianos; se aferran entonces a las pequeñas cosas que les recuerdan que son seres humanos. Así, una cajita de fósforos Ranchera es la única y preciada posesión de la narradora, porque allí “pasa la noche” el diente que le desprendieron de un golpe. “Estar entera es conservar mi diente, en la boca o en la cajita de fósforos, mi única propiedad. El diente es un pedazo mío”. Del mismo modo, en “La campera de jean”, la prenda de su amiga “La Vasquita” le da una protección mágica que la reconforta cada vez que se abriga con ella.
“Conversación bajo la lluvia” es un relato que transmite ternura y poesía: “El olor de la tierra mojada le hizo caer en cuenta de que todavía estaba viva. Inspiró con fuerza y un extraño recuerdo de libertad le cosquilleó en los huesos de las mejillas.” El ruido de las goteras se describe con onomatopeyas: “La música más dulce que había oído en mucho tiempo empezó a sonar sobre las cuatro primeras latas: clin… clon… plaspás… clin… clonplas…”
En “Había una vez una Escuelita…de muerte y destrucción”, la escritora nos cuenta de “maestros” que enseñan con torturas y humillaciones a perder la memoria de uno mismo; menciona las “aulas del terror”, las “clases de la infamia” y ella se califica como “mala alumna”. La Escuelita es un libro vigente, doloroso y necesario. Alicia demuestra que se puede contar el horror con una mirada distinta y que se puede apelar a la ironía y al humor como forma de salvación. También cumple con su objetivo testimonial: “Las voces de los compañeros de La Escuelita resuenan con fuerza en mi memoria. Publico estos relatos para que esas voces no sean silenciadas”.