Lectura y complot en Ricardo Piglia
Por Enrique de la Calle
El autor de las novelas Respiración artificial y Plata quemada, entre otras, presentó a mediados del año pasado Antología personal, que reúne solo una pequeña parte de su heterogénea producción, desde cuentos, pasando por algunas intervenciones públicas, hasta críticas literarias.
En dos de los ensayos, “El escritor como lector” y “Teoría del complot”, Piglia vuelve sobre ideas que desarrolló con amplitud en Crítica y ficción, un libro de entrevistas que se publicó a mediados de los 80. El título de este último define exactamente la línea que se pretende seguir. En su trabajo reciente, Piglia recupera una conferencia brindada por el polaco Witold Gombrowicz en Argentina en 1947 para concluir lo siguiente: “no existe ningún elemento específico que pueda determinar un texto como poético”.
Para Piglia, esa conferencia es “uno de los grandes acontecimientos de nuestra historia cultural. Un gran paso adelante en la historia de la crítica literaria”. Seguir a Gombrowicz, entonces, implica abandonar toda teoría de la “literaturidad”. No hay literatura en sí, digamos. Lo que hay es el modo en que se leen socialmente los textos.
Sigue Piglia comentando que Jorge Luis Borges dijo algo parecido en los años 50: “he sospechado siempre que la distinción radical entre prosa y poesía se encuentra en la diferente expectativa del que lee”. Para Borges una obra no es “clásica” por méritos propios, sino porque se la recibe de ese modo. Así las cosas, se borran los límites “esenciales” entre los textos (prosa, poesía, ensayo, discurso académico, o el que fuera); esas fronteras se establecen socialmente a partir de los mecanismos en los que circulan los discursos (que estabilizan formas de leer).
Ante esa hipótesis, queda el complot, la estrategia. Si el debate sale de la especificidad del texto, la acción se traslada a la circulación y a la lectura. Es necesario cambiar las condiciones de recepción de una obra. “El complot de la vanguardia – resume Piglia – (…) consiste en construir la mirada artística antes que la obra artística”. Es una disputa política en torno a los criterios que organizan el arte (y lo que es arte y lo que no lo es). Para eso, la vanguardia reemplaza a la crítica por el complot: este debe incluir un plan, una estrategia, una posición de combate y un sistema de alianzas.
Un buen ejemplo para pensar al escritor que conspira es Borges. “Un escritor define primero lo que llamaría una lectura estratégica, intenta crear un espacio de lectura para sus propios textos”, resumió Piglia en el antes mencionado Crítica y ficción. ¿Por qué el autor de El Aleph se dedicó – pregunta Piglia – a valorar los textos policiales, a destacar al cuento sobre la novela, a defender a autores que pueden ser considerados “menores” como Conrad, Stevenson o Kipling? “Porque quiere ser leído desde ese lugar, no desde Dostoievski (…) o Thomas Mann”.
Por último: ¿Desde qué lugar quiere ser leído el propio Piglia? ¿Cómo no interpretar la publicación de una antología como la estrategia de un escritor para afirmar un espacio de recepción? En las casi trescientas páginas del libro, se puede vislumbrar que si existe un territorio Piglia, es el conformado por nombres como Borges, Arlt, Puig, Gombrowicz y Macedonio Fernández.