Liliana Heker por Inés Garland
Por Inés Garland
Me había anotado en el taller de Abelardo Castillo, pero me llamaron para decirme que la clase se suspendía por un problema personal. No hablaron conmigo sino con alguien que atendió el teléfono en mi casa y se olvidó de decirme que el problema era pasajero y las clases empezaban la semana siguiente. Cuando nunca más me llamaron para avisarme que sí había clase, pensé que el llamado había sido una manera elegante de no aceptarme en el taller, que Abelardo había pensado que yo no tenía ninguna posibilidad en el mundo de la escritura, que yo no le había gustado ni para oyente, que se había dado cuenta de lo inservible que yo era a pesar de que escribía desde los diez años y tenía entonces treinta y siete. Quién sabe cuántas horas le habré dedicado a la pena por ese rechazo inventado. Esa fue la causa de que terminara en el taller de Liliana Heker.
Mi primer recuerdo es, como no podía ser menos, totalmente egocéntrico: a Liliana le gustó un cuento torpe sobre una mujer sometida que seguía al pie de la letra las instrucciones de su amante maltratador. Seguramente me lo criticó con una vehemencia que no deja de lado ni para hablar del clima, seguramente le encontró todo lo que no andaba después de someterlo a una especie de escaneadora que tiene que desmenuza desde los detalles técnicos, la gramática, y el ritmo, hasta las más mínimas trampas en la verdad más profunda del relato; seguramente me hizo sentir que estaba a años luz de cualquier cuento que se pudiera mandar a concurso o editar o lo que fuera que podía hacerse con un buen cuento. Pero me dijo que lo trabajara. Y también hizo otra cosa, algo que me salvó la vida: entendió muy claramente la esencia de lo que yo había querido decir, lo entendió mejor que yo, me hizo saber que el cuento tenía “algo”, y me hizo saber que ese algo había que trabajarlo contra todas las excusas, todos los argumentos para escaparse, todos los deberes de madre y esposa, todas las pretensiones de que los cuentos salieran maravillosos de un tirón, trabajarlo más allá de las fantasías de que ella y mis compañeros se quedaran con la boca abierta y lloraran de emoción ante mi obra, más allá del deseo secreto de que un editor me descubriera por arte de magia a pesar de que yo no tenía ni siquiera la constancia de trabajar en mi escritura, a pesar de que hacía años que trabajaba en cualquier otra cosa menos en mis cuentos, a pesar de que la escritura era para mí una causa de sorda insatisfacción sin remedio desde hacía tantos años que ya ni los contaba.
Liliana no me enseñó solamente las técnicas para narrar, algunas hasta las había aprendido antes en otro taller, lo que me enseñó fue a amar el trabajo de corrección. Y a creer en mí misma. Y no lo hizo porque me apapachara, lo hizo con el filo de su lengua precisa, con la claridad de su mente, con la velocidad de su pensamiento y con una atención que nadie me había dado antes.
Es como un pájaro un poco despelucado que mueve las alas y la cabeza y el cuerpo todo con una inquietud que se parece a la impaciencia, habla y habla y parecería que su mente no para nunca, pero bucea en las profundidades de la vida de sus historias y sabe hacerlo también con las historias ajenas. Y cuando algo le gusta se ilumina de una manera que no deja dudas. Esa luz me guió por los años más difíciles a través de mi inseguridad paralizante. No sé qué habría sido de mi destino de escritora si no hubiese caído en su madriguera.