Lo que el viento no arrastra

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Lo que el viento no arrastra

24 Enero 2015

 

Por Leticia León

 

Cuando terminé de ver El viento en un violín, la primera palabra que vino a mi cabeza es “integridad”, ese punto exacto entre lo dado por la obra y la satisfacción de las expectativas del público, cuyo resultado son espectadores gratificados.

No es casual que la frase que la inaugura aluda a la plenitud que surge de la contemplación ―“Todo lo que veo está en tus ojos. Mirá, mirá”, dice el personaje de Tamara Kiper al público―. Pues la escenografía, la iluminación y cada elemento de la puesta en escena ―“todo”―, funcionan como un engranaje perfecto en el que, una vez capturada, la mirada fluye sin percibir el tiempo. Apenas entramos en la sala, el escenario ―bien montado por Gonzalo Córdoba Estévez, con el consultorio del psicólogo Santiago (Gonzalo Ruiz), la habitación de Mercedes (Miriam Odorico), casi tan amplia como el monoambiente de Dora (Mimí Rodríguez), su empleada doméstica, compartido con su hija Celeste (Tamara Kiper) y Lena (Inda Lavalle), su novia―, nos transporta a la sencillez de la vida cotidiana de una familia, y al estilo de vida más acomodado de la otra.

Pero la frase no solo nos convoca como observadores; también devela una falta a partir de la cual se tejen e identifican la singularidad de los personajes. Ese “todo” en los ojos del “otro” remite a un déficit-motor de búsqueda de la felicidad de los personajes de la obra que “todos” compartimos. “Mirá, mirá” también nos interpela en tanto seres deseantes de “nuestro lugar ―feliz― en el mundo”.

En este sentido, la cama puede ser el espacio simbólico significativo del lugar de la (no)felicidad de los personajes, pues allí se los presenta y con ellos allí se despide la obra.

Lena y Celeste duermen juntas en una cama pequeña. La primera vez que aparecen se las muestra jugando allí. La cama es un lugar plácido en el que se aman y planean su mayor felicidad: un hijo. Pero también podría ser un lugar amenazante, pues en ella Celeste pasa mucho tiempo porque, según las insinuaciones de su madre ―y aunque la tensión que generan, en la obra no se resuelva en ningún problema concreto―, no estaría bien de salud.

Mercedes duerme sola en una cama grande. A veces invita a su hijo Darío (Lautaro Perotti) a charlar. Este es un lugar más en el que encuentra un espacio en donde hablar sobre su infelicidad respecto de su hijo que, aunque lo pretenda “normal”, lo cree “asesino de su hermano mellizo”. La primera imagen que tenemos de ella es quedándose dormida y dando órdenes, desde su cama, a su empleada Dora para intentar reparar las consecuencias de su desorden, muestra del fracaso en su intento por controlar todo y a todos. De hecho, hacia el final de la obra Mercedes discute con Darío desde allí y se queda sola, sin empleada ni hijo a quien manipular porque no acepta el rumbo que este decide tomar en su vida.

La dinámica en la relación madre-hijo ―desempeñada por los actores con una agilidad y naturalidad que no tiene desperdicio― es trágica, triste y de un humor ingeniosamente atinado a este tipo de vínculos.

Darío no tiene lugar en el mundo, se lo come su madre. Usa la cama de su mamá para tener sexo con Celeste y se lo ve durmiendo en el sillón del living. Darío no tiene su lugar. Sin embargo, parece encontrarlo en la cama ―o, por lo menos, en un colchón al lado― de Celeste y Lena, pues en la última escena se los muestra a los tres durmiendo juntos. Darío encuentra por fin la felicidad allí en donde Lena y Celeste la incrementan al hacerle espacio al hombre que concretó su proyecto de maternidad.

Darío encuentra la felicidad en la paternidad junto a las madres de su hijo.

La obra nos “muestra” una puesta en escena que solo una buena obra nos puede ofrecer, y nos interpela con lo más esencial de los seres humanos ―“mirá, mirá”―, a buscar nuestro lugar feliz en el mundo. Porque no hay lugares (im)posibles para encontrar la felicidad. La felicidad puede estar en el viento en un violín. Y Claudio Tolcachir con su obra, lo hizo sonar muy bien.

 

El viento en un violín se presenta los viernes a las 20, los sábados a las 22.30 y los domingos a las 21.30 en la sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza (Av. Corrientes 1660).