Mucho gusto: Soy Juan Xiet, roedor de talones
Por Leticia León
Juan Xiet es uno de los escritores del under porteño más reconocido. La conmoción bajo la que escribe rompe la solemnidad del papel para enfrentarnos con “la realidad en carne viva”. Visceral hasta el glande, amasa el morbo que nadie se atreve a nombrar ―“ese que está tras de los espejos, de los cuales nosotros somos la irrealidad”―, lo eyacula en la hoja “para purificar, no para el disfraz”.
Puedo definirme, soy humano
*Llega un momento en que tengo que ver muertos.
Si son muertas mejor.
Autopsias o accidentes.
Violaciones.
No sé por qué es.
Mirarlos a los ojos.
Su cerebro.
Hace tiempo quebré la barrera del asco, saltando la valla del morbo, llegando a la meta de la curiosidad […]
Tanto misticismo que logré cautivar detrás de mis ojos y entre el paréntesis de lo que ocultaba:
la verdadera verdad de ser un miedoso.
Y la búsqueda exhaustiva de cosas que quería evitar.
El actuar con la gente, con mis días, desde la base de la improvisación aceptando mis oscuridades, mis palabras barnizadas, mi morbo.
Y si busco muertos para entenderme, no está mal.
Y si me masturbo mirando autopsias o violaciones, no está mal, sociedad.
[…]
(*Xiet, Juan, Crematorio, Bs. As., nulu bonsái, 2013, cap. 20)
“Con lo primero que me gané un peso fue lavando copas en el restaurant que era de mi tío y de mi vieja. Empecé a los doce años, creo, trece. Mi abuelo, cuando se vino de Italia, se puso tres restaurantes en donde estaban sus tres hijos y todos mis primos, era como una cadena de restoranes y familia. Pensé que era mi destino”. Juan tiene el pelo corto y la boca multiplicada de blanco. Está sentado en el piso, cerca. En el antebrazo derecho la tinta roja y negra dibuja el logo de una banda de punk rock que le gustaba de adolescente: “No demuestra interés”. “Es la nota que les ponían a los chicos en la escuela”, dice mientras extiende el brazo. La remera cubre al resto. Tiene las piernas cruzadas y tranquilas la mayoría del tiempo. A veces se levanta para responder el llamado de alguno de sus compañeros de trabajo. Los ojos empinados con los que me habla junto a la curvatura de su columna parecen un buen maridaje para sus recuerdos. “La gastronomía es muy terrible. Guita, comida, gente comiendo. Ver todo el tiempo personas masticando y pagando por eso, y mozos buscando su propina y después con esas propinas se compraban unas motos gigantes que eran la única posición material que tenían, y se quejaban por eso, y las pocas monedas que les sobraban las jugaban al bingo con la ilusión de terminar millonarios. Y siempre estaban en esa rueda de hámster y de apostar y de la moto, y era todo igual y era muy feo y por suerte, me pude ir de ahí”, se acelera con la reiteración de cada “y”, como si reviviera la alienación por la que pasó con el solo hecho de mencionarla. “Una vez en el trabajo encuentro casualmente en la computadora la frase: ‘ojalá llegue el día en que, una vez adivinada, la esfinge se arroje al mar’, de André Bretón. Empecé a ver quién era Bretón. Ahí me di cuenta de qué era un poeta, qué es eso de poeta, porque yo pensaba que poesía era Shakespeare, ¿me entendés? Fue lo primero que pude pensar en muchos domingos. Y uno de esos domingos en trance, empecé a escribir poesía. Escribí un montón, como veinte, veinticinco ―aclara rápido y por lo bajo que están publicadas en su primer libro, Vestigios de porcelana, próximo a ser reeditado―. Era lo que me mantenía la cabeza pensando, porque en esa época, si no escribía, me volvía loco”, habla suave, ya ametralló la angustia de esos años en su segundo libro. “Después escribí Ataque de pánico el día que me agarró el primer ataque, cuando salí del restorán. Todos los días, cuando salía del trabajo me agarraba el ataque de pánico, pero no estaba medicado. Entonces lo único que podía hacer cuando llegaba era escribir. Y escribía… si no escribía Ataque de pánico, directamente, me volvía loco. Si no escribía Crematorio —su tercera publicación—, hoy, seguramente, sería un ser más triste y lleno de cosas de la infancia, del abuelo, que de alguna manera necesitaba sacar”. Tiene ojos reales, de esos que transportan escenarios con miradas. Son ojos amplios, entienden del miedo y mecen las contradicciones. Son ojos humanos.
Minuto 53. Nace el escritor
Tenía entre nueve y doce años pero Juan compartía la habitación con su mamá. “Mi papá no estaba entre nosotros, se separaron cuando yo era un bebé, un bebito”. El departamento de Monserrat, el barrio donde creció, solo tenía dos habitaciones. Su abuelo dormía en la del fondo. Juan forzaba el insomnio en la que estaba al lado del comedor, entre globos aerostáticos pegados en las paredes, “era como medio de mariconcito” ―se ríe su lado adulto. La habitación era chiquita pero bien provista de Rosa, la vecina del 1° “C”, a la que espiaba a oscuras de su madre. Rodeado de muchos indios y soldaditos vestidos “así”, un Boeing 747, “una réplica del avión tipo ‘¡buuu!’”, y un muñeco de He-Man que “tenía olor feo pero era el del bosque, tenía olor a bosque, me gustaba”―las onomatopeyas y gestos, enternecen la risa adulta que antes lo juzgaba.
Probablemente había más juguetes que ahora no recuerda. Todos eran testigos. Todos veían cómo se agazapaba tras la persiana para ver a su vecina en bata. “¡Yo quería ver a Rosa!”, patalea con la voz. Pero las horas pasaban y los juguetes traicionaban su curiosidad. Juan miraba el reloj que estaba en el estante, enfrente de su cama. Marcaba el paso de la intriga al temor, porque “cuando llegaba cualquier hora a las cincuenta y dos, ponele tres y cincuenta y dos, ese cincuenta y dos formaba una cruz, y en ese momento yo pensaba que podía morir. Tengo el cuatro y cincuenta y dos en la cabeza como el último que aguantaba y después me dormía”. En la vigilia todo se movía. “Ponele el dinosaurio, yo tenía un dinosaurio. Se le movía la cabeza, se le movían las manitos y yo me aterraba. No podía prender la luz porque mi vieja me retaba. Entonces agarraba, tenía un cuaderno y, yo acostado, escribía lo que se me venía a la cabeza como para salir de esa situación. Empecé a escribir como para escapar un poco del miedo, digamos”.
Las llaves de Bretón: de las fiestas electrónicas a Poesía Urbana
En el 2002 Juan Xiet conoció a Javito Poemuffin en Big One, la fiesta electrónica a la que solía ir los sábados a la noche, previo al domingo de trabajo. “Yo venía escribiendo poesía por mi cuenta, estaba muy metido. Con la frase de Bretón a mí se me abrió un mundo nuevo”. Cada uno repartía sus poemas en el boliche, “y me lo choco. Ahí nos conocimos. Los dos teníamos ganas de empezar a hacer cosas con la poesía, y bueno…”.
―¿Fue cuando crearon Poesía Urbana?
―Javito hacía un fanzine con sus poesías que se llamaba así. Y yo tenía la idea de hacer una página que se llamara “Poder vegetal”, para poner mis poesías. Pero era mejor ponerle Poesía Urbana a la página en común porque realmente graficaba lo que íbamos a hacer: sacar la poesía a la calle. Después, empezamos con unos encuentros en un centro cultural que se llama Alfonsina Storni. Fue la primera vez que leímos en vivo. Y al año siguiente hicimos el primer encuentro urbano. Y para el segundo encuentro urbano cortamos la calle y leímos. También lo que hicimos con Poesía Urbana fue llevar la poesía a la noche, a las fiestas. Íbamos a un lugar de noche, leíamos poesía, hacíamos un flyer con algunos poetas, un par de bandas y después fiesta. Logramos mezclar lo que sería un tipo leyendo a la noche en vivo. La gente estaba muy contenta con lo que estábamos armando. En general, pos Cromañón, no había nada, era muy difícil que haya eventos de poesía. Por esa época, nosotros empezamos a generar una movida en la calle, ¿no? y una alternativa a los lugares que habían cerrado, digamos, a los centros culturales.
―Sos reconocido por ser uno de los fundadores de la Feria del Libro Independiente y Alternativa (F.L.I.A.) de Buenos Aires.
―Cuando vimos con Javito que, si había que armar una muestra no la podíamos montar nosotros, empezamos a hacer unas reuniones urbanas. Fuimos armando un equipo de laburo. Y bueno, un día dijimos: “¿por qué no replicamos la F.L.I.A?” Porque la F.L.I.A. que todos conocemos hoy es una especie de homenaje que se hace a la feria independiente de los 80, 90. Nosotros, lo que pudimos hacer es masificar ese circuito de literatura independiente, poner la literatura que quizás no se puede conseguir en Yenny, al alcance del público, ¿entendés? Porque realmente era el momento social y cultural para que pase, para que flote, porque todos estábamos haciendo cosas. Entonces se armó por ese lado.
Pará la mano cangrejo
“Heredé ciertos problemas de mi madre. Sobre todo lo rápido que se deprime. Entonces yo tengo la misión de que no me pase a mí lo que le pasó a mi vieja, ¿entendés?, de hundirse en un inframundo de oscuridad. Además, del 2002 al 2005 me di con todo, o con casi todo. Y nunca fui a terapia. Jamás. Entonces siempre tengo que estar moviéndome y sabiendo: no, por acá no, o sí, o por allá… O sea… si me quedo quieto, me estanco”—es su lucha diaria, cortar con el pasado, y disfrutar del presente. Pero ya no le resulta tan complicado sacudir a los fantasmas, porque está haciendo lo que le gusta. “Cuando yo era el encargado del restorán manejaba un montón de datos. Ahora, con el Roquelín —el festival de cultura que produce los miércoles en El Emergente bar—, que tiene poesía, arte visual, teatro, escultura, bandas… O sea, un árbol con un montón de cosas y de cositas: el clavito, la tanza, la proyección. Manejo un montón de datos, también. Cuando era encargado era lo mismo, pero en vez de cantantes eran truchas y salmones, ¿me entendés? Entonces estoy contento”. Y si se deprime, para la mano y se pregunta “¿por qué naturalmente tengo la cabeza que me hace que yo tenga que estar así?” Entonces como el niño de antes, escribe, porque escribir le hace bien.
“Y después… que vayan pasando las cosas… que vaya pasando todo lo que tiene que pasar, la vida es perfecta”, dice sentado en el suelo en posición de indio, mientras se frota las suelas de los zapatos y camina la poesía por sus ojos sonrientes, siempre.
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