Sin decirlo

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Sin decirlo

14 Octubre 2014

Por Matías Rosas

Hace diez minutos me enteré de que mi papá murió. La llamó a mi  mujer la tía Isabel. Se descompensó mientras dormía y lo velan en su casa, le dijo. Le insistió que yo fuera, por mi hermana. Mi mujer me preguntó si preparaba un bolsito para ella y los nenes. Le dije que no, que venía sólo. La última vez que vi a mi papá fue antes que nacieran mis hijos. Mi mamá ya no estaba y ese día tuvimos una pelea. Fue hace 5 años y peleamos porque insistí en que saliéramos a comer afuera, yo invito dije. Él proponía que nos quedáramos en su casa y que cocinara mi hermana. Hasta que me dijo “como vos quieras”. Porque ya de grande no alargaba la discusión. Me decía eso y se callaba. Y le grité todo lo que se me ocurrió, manipulador, egoísta. Porque papá, cuando no hacía lo que quería,  pasaba el resto del día indiferente. Calmate, es una pavada –me dijo mi mujer. Vamos -le dije- y fui hacia la puerta. Mi hermana me corrió y me agarró de atrás. ¿Qué te pasa? Si vas a venir para esto mejor no vengas más –me dijo. Y yo le dije casi todo lo que pensaba. Casi todo y no volví, hasta hoy.

Bajo del taxi y toco el timbre esperando que salga la tía Isabel. Abre la puerta mi hermana. Me quedo inmóvil entre los pilares de la reja pegada a la vereda y ella viene rápido por el camino de piedras con los rosales a los costados, de siempre. Su cara brilla, está igual a mamá, su forma de caminar, su sonrisa. Me pregunto si ella lo sabe.

-Hola  me dice en voz baja y me aprieta el pecho contra el suyo y sus lágrimas y mocos me mojan el cuello. ¿Cómo estuvo el viaje? ¿Viniste sólo? Quería conocer a los nenes. Se quedaron en casa, no pudieron venir, el trabajo, el colegio  -respondo. ¿Qué sol no? Es importante que una casa reciba el sol del este a la mañana, sale detrás de las vías decía, ¿te acordás? -me pregunta mientras entramos.

Pasamos el pasillo hacia el comedor. Está en su cama ¿querés verlo ahora? –me dice señalándome con la mano. Asiento con la cabeza y caminamos hacia su pieza, cruzamos la puerta de la cocina y veo a un hombre que está sentado a la mesa pegada a la pared que da al fondo. Es Julián me dice mi hermana. Buen día -le digo pero no lo recuerdo. Fabio, tanto tiempo -me dice- y se para tomándole la mano a mi hermana y continúa: Quiero contarte algo que nunca te dije. ¿Te acordás del viaje de egresados de séptimo grado que mis viejos no me podían pagar? Tu papá me lo pagó. Le dio la plata a mi viejo y le pidió que no me dijera nada. Quería que el amigo de su hijo estuviera con él. Mi viejo me lo contó hace poco, me hubiera gustado agradecérselo a tu papá. No me habla de su familia ni yo de la mía. Ni de nuestros trabajos, ni de estos treinta años que hace que no nos vemos. Voy al baño Julián, ya vuelvo -le respondo.

Entro al único baño de la casa y levanto la tapa del inodoro pero no puedo hacer pis. Las molduras del techo están agrietadas, giro a lavarme las manos y abro la canilla. Suena el timbre. ¿Quién será? Corro el espejo que tapa al botiquín. Está lleno de frascos y cajas. Nunca lo vi así de repleto. Debe ser la tía Isabel. Ella quería a mi papá pero a mi hermana la adora. Recuerdo la última vez que vine a la casa, la tía Isabel me lo dijo. “Admiro a tu hermana como se hizo cargo de la casa, de vos, de todo después que tu mamá falleció”. Sí, es ella, escucho voces muy bajas. Agradece a mi hermana haberlo cuidado tanto estos años. Una caja dice Glibenclamida, con letra de mi papá escrita: una antes desayuno. Abro la caja y en el prospecto: Algunos posibles efectos secundarios incluyen bajos niveles de glucosa en sangre, dolor de estómago, erupción cutánea. Mamá tenía ronchas y ahogos por su asma, a veces el inhalador no era suficiente. Y el médico le dijo a papá, que podía empeorar y ella estaba sedada y no escuchaba nada pero yo sí lo escuché, “piense en La posibilidad de mudarse a Córdoba”. Lo recuerdo como si ahora tuviera 12 años otra vez. Y papá hizo silencio. Yo también hice silencio, no les dije nada. Porque no tenía por qué meterme. Mamá murió a los pocos días, tan repentinamente que ni siquiera me dio tiempo a cambiar de idea. Ese día, el día del velorio de mamá, vi a papá llorar y guardé llanto y rabia, ¿qué iba a lograr al decírselo? ¿Qué se podía hacer ahora? –pensé.

Escucho caminar a mi hermana, Julián y la tía Isabel hacia la habitación de  papá. Voy a salir a saludar a la tía Isabel y a verlo, me digo. El agua sigue corriendo. ¿Y la insulina? ¿No debería tener insulina? Debe estar en la heladera  y leo la otra caja, Metformina y papá escribió: antes de comidas. Es parecida a mi letra. Abro la caja y saco el prospecto. Algunos posibles efectos secundarios de la metformina incluyen náuseas y diarrea. Hace dos semanas me llamó por teléfono que no podían pararle la diarrea y que lo habían internado. Vení a verlo si podés –me dijo mi hermana. Que se recontra cague encima deseé. Desde ese día no se recuperó  y ya no volvieron a llamar.

Me bajo los pantalones y me siento en el inodoro. No puedo largar nada. La bañadera tiene la cortina raída. Me estiro y la abro, sigo sentado y ahí están el frasco de vidrio de la crema de afeitar y la brocha. Parece que todos fueron a la pieza a verlo, menos mal. No tengo ganas de ver a nadie y no quiero soportar las preguntas de la tía Isabel. No quiero discutir con mi hermana ¿Y si me voy ahora? Abro la puerta, me asomo y si no me ven me escapo. Y listo ¿Para qué vine?

“Primero mojáte la cara con agua caliente, después te pintás bien toda la cara con la crema”. Él cargó la brocha con un poco de agua, apenas. Y la metió en el frasco de vidrio -que no entiendo como todavía lo conseguía porque yo sigo parando y preguntando en farmacias y sólo hay de plástico- y le daba vueltas, hasta que hizo espuma. Despacio. Un movimiento muy suave y superficial porque tenía que hacer espuma sólo con un poco de crema, sólo un poco de arriba. Y el agua caliente corría. En otros momentos me decía “cerrá el agua cuando no la uses, no hay que desperdiciar” pero en el momento de afeitarse, era importante el agua caliente. Porque te abría los poros. Después agarró un hojita sin filo y me la dio, entonces yo me la pasé y vi como el blanco se convirtió en franjas de piel sin pelo, sin pelo como antes. Él se afeitó también y el espejo se llenó de vapor y me dijo “no uses las manos para secar el espejo, secálo con la toalla así no se marca”. Todavía hoy me afeito tal cómo él me enseñó esa vez. Desde que mamá murió, no volvió a afeitarse conmigo. “Todavía no tenés barba” me decía. Y mi hermana me llamaba y me llevaba a hacer otra cosa. Quería estar con papá pero de ahí en más, él volvía tarde a casa, se sentaba a comer y prendía la tele, terminaba y se iba mirar la otra tele a su pieza. Una y otra noche. Se iba temprano a trabajar, mi hermana me llevaba al colegio y me ayudaba con la tarea, hacía el almuerzo, cena, lavaba mi ropa. Agarro la crema de afeitar. Hay barba de papá. No estuve con él en todo este tiempo de su enfermedad y lo lamento. Pero no lo lamento por él  ni por mí. Lo lamento por mi hermana. Yo también la dejé sola. Me paro y me abrocho los pantalones. Voy a cerrar el botiquín así salgo y voy con ella. Así veo a papá de una vez. No corre el espejo, se trabó. ¡No cierra! Lo golpeo para cerrarlo y vuelan dos cajas a la pileta, queda cerrado y trabado, va a costar volver a abrirlo. Te fallé hermana.

¿Por qué no te vas, por qué te quedás acá con él? -le dije a mi hermana hace 5 años. Mi sueldo no me alcanza para vivir sola, no apareció el hombre, estoy acostumbrada a papá, esta es mi casa –me respondió. No Dios no es así. Me cuesta hablarte como hermano, fuiste más que una hermana para mí –le dije. Ella me dijo basta, no te preocupes por mí, no hay de qué preocuparse. Fuiste como mi mamá, yo te lo pedí sin decírtelo, que fueras mi madre –quise decirle pero no me salieron las palabras.

Pero hoy no voy a hablar. Sólo voy a abrir la puerta, la voy a ver a los ojos, la voy a abrazar y desearé que se vayan con Julián a cualquier otro lugar. Lejos, muy lejos de acá.