Bahía: piden la detención de Massot (La Nueva Provincia)
Por Diego Kenis, desde Bahía Blanca I Se les imputa haber formado parte del plan criminal que posibilitó el genocidio de la última dictadura, lo que amplía el registro sobre los diferentes niveles de participación civil en el mismo. Un repaso por las notas del diario de la época permite determinar una acción psicológica en línea con los reglamentos castrenses. En los últimos años se ha visualizado además su rol en otro plano delictual, como el configurado por los asesinatos de los obreros gráficos Heinrich y Loyola.
D. K.
“Ha sonado la hora”. “Llegó el momento”. Una frase, la primera, corresponde a Leopoldo Lugones, quien la dijo en 1924 en su penosamente célebre discurso de Ayacucho, con el que prefiguró la matriz discursiva castrense que se repetiría en casi todas las proclamas con que se anunciaron los golpes militares desde 1930. La segunda fue impresa en la edición del 24 de marzo de 1976 del diario La Nueva Provincia, que de ese modo saludó a la dictadura cívico militar que venía reclamando desde que en 1973 concluyó la anterior.
Pero el reloj de la Historia no se detiene y ahora los momentos que han llegado y las horas que han sonado parecen ser los de la Justicia. La Unidad Fiscal de Derechos Humanos bahiense a cargo de los doctores José Nebbia y Miguel Palazzani solicitó el jueves 2 de mayo al juez federal Santiago Martínez que detenga, indague y prohíba la salida del país al empresario Vicente Massot, actual propietario y director del diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca y a su secretario de redacción durante la dictadura, Mario Gabrielli, a quienes imputó por su participación en el plan criminal que configuró el genocidio sufrido en nuestro país durante la segunda mitad de la década del ’70. En tal sentido ha quedado también subrayada la responsabilidad que cupo en el plan criminal a la madre de Massot, Diana Julio, y a uno de sus hermanos, Federico. Todos ellos formaban parte del grupo medular con poder de decisión en el diario del que Julio era directora durante el periodo en cuestión. Bajo la dictadura, y mientras en el mismo edificio funcionaba un Centro Clandestino de Detención (CCD), Vicente Massot visitaba en la ESMA al represor Jacinto Chamorro. Su madre, Diana Julio, hacía lo propio en la Base Naval de Puerto Belgrano con el Jefe de Operaciones Navales Luis María Mendía, a quien también recibía en su despacho. Su otro hijo, Federico, trataba de “cagones” a los represores navales que “no se animaban a fusilar” públicamente a los secuestrados.
El documento donde Nebbia y Palazzani plasmaron la acusación responde a un señalamiento formulado por el Tribunal Oral Federal integrado por los jueces Jorge Ferro, José Triputti y Martín Bava, que al dictar sentencia en el primer juicio contra represores en Bahía Blanca ordenaron “extraer testimonio de las constancias respecto de las publicaciones que daba cuenta el diario La Nueva Provincia de esta ciudad y remitirla al Juzgado Federal que por turno corresponda, a fin de que se investigue la posible comisión de delitos de acción pública por parte de los directivos de dicho órgano de prensa”. El Juzgado Federal que recibió la causa fue el del juez Santiago Martínez, quien delegó la investigación en la Unidad de Nebbia y Palazzani. Los fiscales se abocaron al trabajo y hallaron elementos suficientes para formular las acusaciones ante el propio magistrado, que deberá ahora decidir.
Con el pedido elevado se abre una nueva arista en el debate acerca de la complicidad civil con la dictadura en niveles que hasta el momento sólo habían sido denunciados por organismos de derechos humanos y un pequeño grupo de medios y periodistas. Además, el hecho marca un precedente a nivel mundial: si bien acusaciones similares se enmarcaron en los juicios por los crímenes de lesa humanidad de la Alemania nazi y Ruanda, en ambas oportunidades se trató de determinaciones de Tribunales internacionales. En este caso, son el Poder Judicial y el Ministerio Público argentinos quienes avanzan en esta línea de investigación e imputación. Repasar los antecedentes más conocidos del diario bahiense sirve para ilustrar su historia de compromiso con la última dictadura, al tiempo que permite determinar que su actuación en dicho periodo no se limitaba a hacer uso del derecho a la libertad de expresión, que fue por otra parte ferozmente cercenado en la época.
“Un medio de difusión fundamental”
La acusación sobre los cuatro mencionados mandamases –dos de los cuales se encuentran fallecidos, por lo que la acción penal se extinguirá luego de certificados sus decesos pero no así su responsabilidad histórica- sobreviene luego de señalados en la prensa y la Justicia un conjunto de hechos que vinculan a la plana mayor de La Nueva Provincia con la represión clandestina.
El primero de ellos es el caso de los obreros gráficos Enrique Heinrich y Miguel Ángel Loyola. Para 1975 ambos eran delegados gremiales en la empresa y, en reclamo de la aplicación efectiva un convenio colectivo ya firmado por las partes, fueron las caras visibles de un paro que durante tres semanas hizo que el diario no apareciera. Cuando el matutino volvió a los kioscos, el primer día de septiembre de ese año, su directora acusó a los gremialistas de liderar una “labor disociadora” y les advirtió que sus “fueros parecieran hacerles creer, temerariamente, que constituyen una nueva raza invulnerable de por vida”.
Dos meses después, la Prefectura de Zona del Atlántico, cuya participación en la represión clandestina se estructuraría bajo la órbita de la Armada a cuyos altos mandos Diana Julio daba indicaciones, elaboró el borrador de su “Estudio sobre el diario La Nueva Provincia (guerrilla sindical)”, que incluía una nómina del “personal a SER RALEADO DE UN MEDIO DE DIFUSIÓN FUNDAMENTAL” (sic). Heinrich y Loyola figuraban a la cabeza de la lista.
El 30 de junio, ambos delegados gremiales fueron secuestrados de sus hogares. Por espacio de cuatro días completos permanecieron desaparecidos. Tal novedad no motivó la extrañeza del periodista Norman Fernández, hoy segunda línea de Vicente Massot, que en una reciente entrevista dijo que no había visto “nada raro” dentro de la empresa en esos años. El 4 de julio los cadáveres de ambos trabajadores fueron hallados a la vera de una ruta. Estaban maniatados, con signos de torturas y sobre ellos se habían disparado más de cincuenta balazos. El periodista Carlos Iaquinandi, que para 1976 era una de las voces del informativo de LU3 y tenía activa militancia gremial, comprendió entonces que debía irse del país. Hoy opina que los homicidios de Heinrich y Loyola, por los que ya hay elevados a juicio varios militares, contenían además un claro mensaje mafioso.
Tras un manto de neblina
Los otros aspectos de la actuación de la cúpula del matutino durante la dictadura se enmarcan en los extractos observados en septiembre por el Tribunal Oral Federal, que daban cuenta de la forma en que La Nueva Provincia, comandado por sus directivos, participó del plan criminal. Para comprobarlo, basta leer las páginas del diario durante la época en cuestión.
Por un lado, se encuentra la actuación que el medio desarrolló en acciones de propaganda ante la opinión pública, en un contexto específico en que no existían ni la internet ni la Tv por cable y el diario y el multimedios del que formaba parte eran la principal y casi única fuente de acceso a la información en la región, un derecho de sus vecinos que el matutino también obstruyó.
Estas acciones de manipulación de la opinión pública se plasmaron en las páginas del “diario del sur argentino” en consonancia con reglamentaciones castrenses como el Reglamento de Operaciones Sicológicas que firmó el dictador Alejandro Lanusse en 1968 y el represor Adel Vilas entregó a la Cámara Federal bahiense ante la que declaró casi veinte años más tarde. El título de la normativa, que detallaba el rol que cabía a cada sector de la comunicación en la acción militar, habla por sí mismo.
El mecanismo de acción propagandística y psicológica incluía la promoción de controles y delaciones hacia el común de la población y la construcción de las víctimas como “delincuentes subversivos”. En eso, justamente, se basa el delito de genocidio: la atribución a un “otro”, determinado por cuestiones de edad, género o pertenencia política, de conductas o características que lo convierten en un elemento a exterminar. En la metáfora bíblica de los capellanes navales, “separar la cizaña del trigo”. En la extendida versión biologicista, erradicar el “virus subversivo”.
La acción psicológica descripta, se complementaba y verificaba con la narración de cada hecho de la represión clandestina, lo que daba cierre al circuito. De este modo, el diario se ocupó de presentar relatos ficticios de los acontecimientos, tal como lo advirtió en su fallo el TOF que en septiembre dictó sentencia en Bahía Blanca al ordenar abrir líneas de investigación en tal sentido. La práctica incluía no sólo la reproducción de comunicados o la omisión de datos, sino también la presentación seriada de notas cuyos titulares remitían siempre a la figura de los “enfrentamientos” fraguados que ya habían sido refutados por Rodolfo Walsh para marzo de 1977. Los ejemplos de este tipo de narraciones son decenas y todos dan cuenta del esmero del diario por encubrir los crímenes, objetivo para el que contaban además con documentación que sólo podían obtener a través del contacto con fuentes de primera mano.
Un ejemplo ilustrativo y terrible entre los muchos que se encuentran repasando las páginas del diario en la época es la crónica que reseña la muerte de Fernando Jara.
Jara fue secuestrado a mediados de 1976 y desde el principio sus secuestradores le habían anticipado que sería asesinado el 16 de diciembre de ese año, día en que se cumplía el primer aniversario de las muertes de los militares Bruno Rojas y René Papini, en que los represores le atribuían participación. Citando a Roberto Arlt, el fiscal Abel Córdoba explicó la particular perversión del caso durante su alegato en el juicio a diecisiete represores del Ejército que concluyó en septiembre. “Lo habían torturado todo el tiempo y pesaba sobre él una sentencia macabra”, explicó. Se trataba de una “tortura a plazo fijo. Todos tenemos la noción de la muerte incorporada, pero vivimos a partir de la incertidumbre de ese momento, a partir de allí es que podemos vivir y ocuparnos de otras cosas. Los últimos seis meses de su vida, Jara no pudo hacer eso. Se lo sentenció con la certeza que iba a ser fusilado en determinado momento, y que no podría hacer nada al respecto. Ni el recurso subjetivo a la angustia tuvo”.
Una testigo narró el operativo que se hizo en Cerrito y Casanova. “¡No me maten!”, fue lo último que se le oyó decir a Jara. Al día siguiente, el diario de Massot armó una crónica donde se detallaba incluso el clima imperante. “Cubría la ciudad un gran manto de niebla” al momento de perpetrado el crimen, que el matutino encubrió presentándolo como un intercambio de disparos surgido cuando el “delincuente subversivo”, que desde hacía meses se encontraba secuestrado, circulaba por el lugar y había pretendido eludir una patrulla policial, cubriendo su salida con disparos de un arma que no podía poseer. Pero el diario de los Massot Julio no se quedaba allí. Agregaba el dato que había dado origen a la sentencia que los asesinos habían hecho caer sobre Jara como modo particular y perverso de tortura tan pronto como lo tuvieron en su poder: en ese lugar, recordaba la redacción, exactamente un año antes, habían ocurrido las muertes de los militares Rojas y Papini.