¿De qué te reís? Si cambiás el nombre puede ser tu historia (Parte 2)

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Tres internaciones psiquiátricas: la de Charly García, la de Oscar Masotta y la de Emanuel Carrére, y la canción (I cant get no) Satisfactión de los Rolling Stones, servirán al autor para reflexionar sobre aquello que se ubica "más allá del principio del placer" según la concepción freudiana, atravesada por la atenta mirada de Jean Paul Sartre. Parte 2.

¿De qué te reís? Si cambiás el nombre puede ser tu historia (Parte 2)

30 Mayo 2025

Satisfacción en la insatisfacción: una influencia que puede dormir la vida

Progresando en la reflexión sobre ese “más allá del principio del placer” a la que nos convocó Freud, podemos pensar también en la canción de los Rolling Stones (I Cant Get No) Satisfaction. El single fue grabado en mayo de 1965, bajo la producción de Adrew Oldham.

En la canción, Mick Jagger se la pasa diciendo que, aunque trate, trate y trate, no puede obtener satisfacción. El hecho de que esa frase sea la elegida para el estribillo la hace doblemente significativa, ya que el estribillo es la sección de una canción que tiende a “repetirse”.

Jagger canta sobre aquello que precisamente señala Freud en aquel texto de 1920. Un descubrimiento que ilumina con una luz oscura, es cierto, pero ilumina, a fin de cuentas, su obra. Esta idea, aparentemente contradictoria, que nos dice que la forma en la que una persona puede realizar su satisfacción personal es persiguiendo constantemente su insatisfacción. Es decir, en una búsqueda fallida que le provee sólo malestar. Una idea que nos habla de una división subjetiva (una cosa es lo que decimos, y lo que decimos que sabemos, y otra cosa es aquello que hacemos).

Nuestro querido Carlos, unos años después de salir externado de la clínica de Aghalma, escribió y grabó otra canción que da cuenta también de este sentimiento. Se trata de una reflexión que gobierna la vida de alguien de forma vergonzosa. Una vergüenza y una repetición que al mismo tiempo no puede frenar.

Una influencia que, aunque una parte de él diga stop, como lo dice la canción, aunque diga fuiste muy lejos, no puede contenerla. Aunque trate de resistir, al final no termina siendo un problema porque (y aquí finalmente lo confiesa) le da placer esta pena. Si yo fuera otro ser no lo podría entender, reconoce, pero (insiste) es muy difícil ver cuando algo controla mi ser.

La poesía es tan esclarecedora que concluye diciendo: “…puedo ver y sentir y decir mi vida dormir bajo esta extraña influencia”.

Cuando presentó su libro Sexo y traición en Roberto Arlt, el gran pensador argentino Oscar Masotta, sin saberlo, estaba hablando un poco de éstas canciones de Charly García y los Rolling Stones y al mismo tiempo, por supuesto que, sabiéndolo, de aquel gran texto de Sigmund Freud.

El texto tiene una introducción desnudante y profunda, que en alguna medida recuerda a aquel ejercicio de ficción llevado adelante por Abelardo Castillo en ese libro mágico que se llama “El que tiene sed” (regido, también, por el influjo de los dilemas subjetivos sartreanos, arrojados por primera vez, bajo la forma ficción, al mundo en “La Náusea”, su agotadora, aburrida y brillante primera novela).

Un ejercicio de escritura comprometida, fundamentalmente con uno mismo, que le pone freno a una situación de profundo dolor, inscribiéndola, de alguna manera, en un acto creativo. Sublimándola, así, y también trayéndola al plano de la conciencia.

Dice Masotta:

¿Quién era yo? En 1960 iba a comenzar a conocerme: de la noche a la mañana mi salud mental se quiebra y una insufrible enfermedad “cae” sobre mí. Me veo convertido entonces, y de la noche a la mañana, en un objeto social: hago la experiencia de lo que significa, en sociedades como las nuestras, ser un enfermo mental. Hago esa experiencia, como se dice, desde adentro. Enfermo, no puedo ya seguir escribiendo. Tampoco puedo leer. Fue la miseria de aquella enfermedad, mezcla de histeria y de neurosis de angustia, y también la miseria real, los habitantes de una parte del espacio de tiempo que va desde el momento que escribí aquel libro a la fecha de su publicación. Enfermo (aunque con el cuerpo sano) me veía obligado a pasarme las horas, los días, los meses, con la cara contra la almohada, oliendo el neutro y espantoso olor a las sábanas (me parecía espantoso: lo era) regando de saliva el género. ¿Cuánto tardaría en idiotizarme por completo? No podía leer, no podía trabajar, no podía estudiar, no podía escribir. No podía nada, salvo atender a ese pánico psicótico que me habitaba. Tenía miedo de todo, de cualquier cosa, de ver, por ejemplo, brotar el agua del agujero de una canilla. ¿Y los otros? Yo temía que se aburrieran pronto y que me mandaran al demonio. Temía, digo, puesto que quería curarme y necesitaba de ellos, “apoyarme” en ellos. Mi mujer (esto antes de mandarme al demonio) me explicaba, con la mejor voluntad, que puesto que yo quería curarme era seguro que me curaría. Pero yo entonces me acordaba de esas historias clínicas de esquizofrénicos que también se quieren curar y que no lo logran jamás.

Más adelante, en este texto valiente, Masotta continúa:

Pero en el momento mismo en que soportaba mi enfermedad, en que ella no se traducía más que en mi imposibilidad de vivir, en el momento en que me veía arrancado de mi trabajo, trabado y presa de la mirada de los otros, arrastrado por añadidura a la miseria económica, ¿cómo entender que yo “había hecho” (y por lo mismo, querido) todo eso? Uno hace su enfermedad, pero ¿qué podía sacar yo ahora de eso que yo había hecho de mí? No entendía nada. Era un infierno. De vez en cuando, y en medio del tiempo de mis pánicos, de mis obsesiones, de mi aislamiento, me repetía una frase de Freud: “la enfermedad mental es inútil”. Fantaseaba que con el reconocimiento de su inutilidad tal vez me curaría. Como no podía leer, encerrado, caminaba, incansablemente, caminaba. Tenía el mundo reducido a imágenes despedazadas metido dentro de los ojos. Para comprender algo hay que pensarlo todo, pero ¿cómo pensar algo cuando no se comprendía nada? Poco a poco. Tenía que “darme tiempo”. Ante todo: ¿qué era lo que había ocasionado la enfermedad? Eso estaba a la vista: la muerte de mi padre.

Es importante ver como Masotta destaca el poder que la vergüenza tenía en lo que él llamó su “enfermedad mental”.  Tal vez se refería a aquella sensación de conocer a la perfección el error que se está por cometer, pero no haber reunido la fuerza suficiente para poder hacer algo diferente aún. Algo así como una impotencia social, una impotencia vergonzosa ante la mirada de los otros que pueden verificar la contradicción e imposibilidad por fundar otro tipo de práctica y con ella una forma diferente de relacionarnos con lo que nos lastima.

Lo que se lee, en este texto, es a un neurótico de tendencia obsesiva, ensimismado en un juego intelectual dañino, en el cual, paradojalmente, su conocimiento teórico solo servía de sustento para prolongar el propio padecimiento.

De nuevo, otra forma de acostarse con la casa ardiendo.

Incluso rodeado de poderosas herramientas conceptuales, Masotta permanecía atrapado en una condición que, a la manera en que podría haberlo dicho Sartre, le impedía “darse el ser” realizándose en su “proyecto”: la escritura.

Algo que, por suerte, luego de un proceso de cura analítica, finalmente consiguió.

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