Día Internacional del Orgullo LGBTIQ+: el subsuelo del género, sublevado
Por Rodolfo Omar Serio | Autor de "Los machos se duermen primero" (2019, Omnívora Editora)
Dicen que la historia de Allá arrancó en un bar de Nueva York, en un bar del Greenwich Village, un barrio artístico y bohemio de Manhattan, el mismo que les da nombre a los Village People, sí, esos que andan disfrazados y cantan la canción YMCA y que con ese dato hasta una señora pasada de sidras en un casamiento puede entender que en ese barrio algo bien gay pasaba. El bar se llamaba Stonewall Inn y estaba regenteado por la mafia.
Dicen que en ese bar se maltrataba a la clientela, que se aguaban los tragos, que se cobraba de más para lo que te daban. Dicen que era chico y oscuro y que no tenía licencia para vender alcohol, que no tenía agua corriente, que los vasos y las copas se enjuagaban en una palangana para usarse de nuevo.
Dicen que el bar fingía ser un club privado y que había que anotar el nombre en un cuaderno, antes de entrar. Que si alguien se enteraba y llamaba a tu laburo para decir que eras puto, te rajaban. Que nadie ponía su nombre real. Dicen que iban hombres afeminados y mujeres masculinas, toda esa gente que no se sabe si es chico o chica, “y que ni ellos mismos saben qué quieren”.
Dicen que sí sabían qué querían y que ese era uno de los pocos lugares “de esos, para esa gente”, en el que se les permitía bailar. Y era suficiente para aguantar el maltrato: expresar la identidad y el cuerpo, algo que solo podían hacer ahí, de a ratos, en forma clandestina, en un sucucho de la mafia.
Dicen que lesbianas, gays y trans, eran públicamente humillados, físicamente acosados, despedidos de sus laburos, encarcelados o metidos por la fuerza en hospitales psiquiátricos. Dicen que vivir una doble vida era una de las pocas formas de sobrevivir. Dicen que un rato de baile entre otras y otros como vos, a veces hace soportable la vida.
Dicen que los pibes sin techo que dormían en el parque que quedaba ahí nomás iban para que les invitaran un trago. Dicen que la policía estaba arreglada con los dueños mafiosos y que a cambio de una coima, les avisaban antes de que hubiera una redada. Que solían hacer las razzias temprano, para que después pudieran seguir vendiendo tragos, caros y malos, en vasos sucios.
Dicen que cuando había una razzia, al menos una vez al mes, las luces se prendían por completo. Que se hacía formar fila y que la policía revisaba los documentos de identidad. Que si no tenías documentos o usabas ropa del sexo opuesto eras arrestado. Hasta tal punto dicen que llegaba esa locura, que habían inventado cómo medirlo: las mujeres trans tenían que llevar un mínimo de tres prendas de ropa que fueran masculinas o de lo contrario, iban en cana.
Dicen que esa semana los polis se zarparon y apretaron de más. Dicen que esa noche, el Escuadrón de Moral Pública esperaba afuera. Que había unas doscientas personas en el bar, cuando prendieron la luz y empezaron a arrestar. Dicen que a los que no se arrestó, se les echó del bar pero que esa noche no se fueron. Dicen que algunos de los que estaban afuera, esperando no sé qué cosa (¿que se agotara la injusticia tal vez?), divirtieron con poses, haciéndose las locas.
Dicen que al rato ya había entre cien y ciento cincuenta personas cerca del lugar. Dicen que uno de los presentes gritó, "¡Poder gay!", y que alguien empezó a cantar We shall overcome (Venceremos), porque si no cantan y no tiene algo de película musical, no es bien yanqui la cosa. Dicen que un agente empujó a una trans y ella le encajó un carterazo en medio de la cara. Dicen que los observadores empezaron a abuchear a la policía, a arrojarles monedas y botellas, a ellos y a los patrulleros. Dicen que una torta, de esas marimachos, “gorda, fea y malvestida” a los ojos de la belleza hegemónica, increpó a quienes estaban presentes y les dijo: ¿Por qué no hacen algo?
Dicen que un par de hippies y de afros y de artistas callejeros y de otros chicos de la calle y de toda esa gente a la que la policía atacaba a diario, se quedaron. Que quemaron contenedores de basura. Que vino la división antimotines.
Dicen que al rato ya había más de quinientas personas. Algunos trajeron pedazos de ladrillos de una obra en construcción cercana. Dicen que se les ocurrió a ellos, que no fue la SIDE.
Los medios tomaron una foto de los pibes de la calle peleando contra la policía y en el noticiero de la noche lo redujeron a eso, a inadaptados pobres en un bar de degenerados. Pero algo más grande estaba pasando.
Dicen que esa noche las locas, las machonas, los y las trans, estallaron por décadas de violencia atragantada y les tiraron con todo. Que arrancaron un parquímetro y se lo revolearon. Que las travas se negaron a ir en los patrulleros y lucharon con todas sus fuerzas. Que tuvieron también un poco de suerte, porque las calles eran angostas y les dieron ventaja sobre la policía. Dicen que por primera vez fueron ellas y ellos los que persiguieron a la cana, y no al revés.
Fue allá por 1969, un año después de que mataran a Luther King y a Kennedy. Fue el año que Nixon asumía como presidente, que Franco dictaba la ley marcial en Madrid, el año más violento de la Guerra de Vietnam, mientras Edgar Hoover, el director puto, tapado, racista y misógino del FBI te revisaba hasta la cuenta de la luz, para ver que no fueras comunista ni trolo. Fue un año de mierda, de un mundo de mierda. Fue la madrugada en la que las tortas machonas, las locas afeminadas, las drag queens con barba de dos días, los pibes de la calle, los taxiboys venidos a menos, los putos viejos, esa gente que nadie quería cerca, que no tenían derechos, se defendieron.
La noche siguiente, gran parte de quienes habían participado, volvieron al bar. Pero esta vez se quedaron en las calles. El Mundo conmemora los disturbios y esto, a veces, no lo dicen: lo más importante que pasó esa jornada no fue que rompieron todo. Fue que al otro día regresaron, charlaron, se conocieron: salieron del agujero individual en el que los habían metido, del sálvese quién pueda personal, y empezaron a pensar, colectivamente, en cómo organizarse.
¿Y acá, qué onda?
Corríjanme si me equivoco: hay una historia del Centro y una de la periferia, y a veces las cosas ocurren primero en la periferia y el Centro ni se entera. O se entera y no lo registra -porque no quiere, porque no puede-, porque ser el que registra es parte constitutiva de ser el Centro.
Aún hoy la Historia de la Literatura con mayúsculas, la historia anglosajona, considera a Truman Capote como creador del género de la no-ficción, aunque fuese Rodolfo Walsh quien lo originó con la publicación de Operación Masacre (1957), casi diez años antes que A sangre fría (1966). Los dos son libros excelentes y rigurosos, modernos y eficaces tanto en la intención como en su escritura. Sus autores poco se parecen: uno es “homosexual y drogadicto” (según sus propias palabras), el otro, padre de familia y socio del pincha. Es curioso porque si se hiciera de la cuestión un análisis demasiado actual, tomando solo como eje la cuestión del patriarcado, a priori alguien podría llegar a creer que sería el padre de familia futbolero y no el gay drogadicto el que sería recibido con laureles por la Historia, en la moral pacata de los sesenta. Pero no sólo somos el lugar que ocupamos en la familia, en la cama o en la cancha, también somos el lugar que ocupamos en el Mundo y nuestras intenciones de mantener el statu quo o subvertirlo. Para sintetizarlo con una imagen: el mismo año que Capote daba la “fiesta del siglo” para el jet set neoyorquino en el Hotel Plaza, con aires de gran Gatsby, Walsh incomodaba a todo un país preguntándose Quién mató a Rosendo.
Corríjanme si me equivoco: casi un año antes de los Disturbios de Stonewall que originan “la Historia moderna del movimiento LGTB”, ya existían en la Argentina, a pesar de la dictadura de Onganía, al menos dos organizaciones de homosexuales y lesbianas: Nuestro Mundo y Safo. El escritor Néstor Perlongher lo describe así en su Prosa Plebeya: "Sus integrantes, en su mayoría activistas de gremios de clase media baja, (eran) liderados por un ex militante comunista degradado del partido por homosexual". La actividad de Nuestro Mundo y Safo, y la aparición de nuevos grupos derivó en la creación de un Frente, el más heterogéneo frente que tal vez registre la historia política argentina: lesbianas y gays, que eran también sindicalistas, comunistas y ex comunistas, intelectuales, artistas, anarquistas, cristianos, profesionales, católicos, putas, feministas, peronistas y antiperonistas.
La primera aparición pública fue en la Plaza que recibió a Cámpora. “Éramos 15 mariquitas locas que aparecimos en la Plaza de Mayo”, recuerda Jorge Giacosa, uno de sus integrantes en una entrevista. Luego, con la llegada de Perón a Ezeiza se animaron a sostener la famosa bandera “Para que reine en el Pueblo el amor y la igualdad”. Dicen que en su mejor momento llegaron a ser más de cien.
Perlongher describe su espíritu: “El FLH surge en medio de un clima de politización, de contestación, de crítica social generalizada, y es inseparable de él. Como buena parte de los argentinos de entonces, cree en la 'liberación nacional y social', y aspira al logro de las reinvindicaciones específicamente homosexuales en ese contexto”.
Para 1973, el Frente ya tenía varios números de una publicación, Somos, y un documento fascinante llamado “Sexo y Revolución” (que cualquiera puede encontrar, gugleando), y que es tan bueno que si hubiera sido escrito en París IV por algún amigo de Sartre o Lacan, lo conocería cada activista y militante de la diversidad del mundo, pero como se hizo en una casa chorizo del conurbano con un perro que ladra cuando tocan el timbre, no lo conoce casi nadie.
Mientras tanto, cada año que pasaba desde Stonewall, una marcha en conmemoración recorría las calles de Nueva York: nacía la Marcha del Orgullo. Es así que mientras la historia del movimiento de la diversidad en la Argentina estaba atada a la suerte de la liberación nacional, en Estados Unidos el colectivo avanzaba gracias al enfoque de los movimientos por los derechos civiles. Primero la Triple A y después la Dictadura, obligaron al FLH a su desarticulación y desmovilización, cuando no al exilio de sus integrantes.
Corríjanme si me equivoco: recién con la primavera democrática y tras una escueta “Coordinadora gay” que no consiguió parar las razzias, el activista Carlos Jáuregui, se inspiró en el enfoque de los “derechos civiles” que estaba dando resultado en el primer mundo y, haciendo su propia sustitución de importaciones, fundó la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), la primera organización argentina de diversidad en el sentido más moderno, y que quiere decir, no-revolucionaria. Y que no fuera revolucionaria no es motivo para desmerecerla, porque ni aún siendo así, la tuvieron fácil. Parte de su estrategia política fue reconocerse apartidaria, lo que le permitió en el mediano plazo establecer un diálogo con todos los partidos y actores sociales, en pos de la eficacia en la obtención de derechos: primero en la búsqueda de su personería jurídica, y luego para derribar los edictos policiales y encarar la lucha contra el HIV-SIDA.
Corríjanme si me equivoco: Jáuregui sumó al enfoque de los derechos civiles, el de los Derechos Humanos, aprendido de la lucha de Madres y Abuelas. Es así que para cuando se realizó en 1992 la primera Marcha del Orgullo en Buenos Aires (y merece un artículo aparte explicar por qué pasaron más de veinte años en poder hacer una), se buscó una fecha para conmemorar, para acoplarse a las marchas del orgullo, que se realizaban ya no solo en Estados Unidos, sino en la mayor parte del “occidente civilizado”. Se decidió recordar a las y los pioneros de Nuestro Mundo que ya un año antes de Stonewall, también en los días fríos de junio, estaban reuniéndose, conociéndose, organizándose, desafiando a una dictadura, todo, en la cocina de un conventillo en Lomas de Zamora que la Historia con mayúscula, la historia de Allá, no puede o no quiere registrar.