Juan en el bar
Por Pablo Russo
Cuando estoy por el San Bernardo, sobre la calle Corrientes, me gusta pensar que por ahí andaba Juan Gelman. Se lo digo al habitual u ocasional acompañante: éste es el bar de Juan Gelman en Villa Crespo. A veces la respuesta es la pregunta de si Gelman está ahí, en ese momento…
No, no, antes, cuando era pendejo y vivía en el barrio. Antes, diferencia temporal. Aquí, coincidencia espacial. Imaginar a un joven poeta militante sentado en una mesa, tal vez con una mano sosteniendo su cabeza, o su mentón, y con la otra garabateando frases en papeles sueltos. ¿Qué tomaría? ¿Un café, un vino?
Ahí sentado, fumando, con su hermano Boris, el que le recitaba versos de Pushkin en ruso cuando tenía 5 años. Tal vez cerca de los pules, o arrimado a la ventana viendo pasar los autos rumbo al centro, conversando sobre el último desempeño de Atlanta en el campo de juego. Quizá ese Juan ya había terminado el colegio en el Nacional Buenos Aires, y de seguro había publicado sus primeros poemas en la revista Rojo y Negro.
Posiblemente Scalabrini Ortiz aún se llamara Canning. Ahí había empezado todo, a la vueltita, al 300 de esa avenida. Tercer hijo de un matrimonio de inmigrantes judíos ucranianos, el primero nacido en la Argentina.
Juan en el bar, antes de todo. Antes de la cárcel en el 63; de la desilusión con el Partido Comunista; del grupo Nueva Expresión y de la editorial La Rosa Blindada; del fracaso de su proyecto revolucionario en FAR y Montoneros; de la mutilación de su vida por las desapariciones de su hijo y su nuera víctimas del Plan Cóndor; de su exilio que se prolongó durante el alfonsinismo de los dos demonios; de la búsqueda desesperada de su nieta nacida en cautiverio, y de la felicidad de su reencuentro.
Dicen que murió el hombre, y que queda su poesía. Yo digo que también queda su fantasma en el bar. Escribiendo, ensanchando nuestra lengua con el influjo esencial de la realidad. Y sonriendo, siempre.