Ahora que Siria e Irán son la respuesta
Por Juan Ciucci
Luego del desastre que los EEUU y sus aliados sembraron en Medio Oriente, África y Asia, diversas agrupaciones terroristas han sembrado el terror en esos territorios al ver caer al Estado de derecho que les impedía su accionar. La atomización como parte de la estrategia de dominación permitió que diversas bandas entrenadas y armadas por Occidente se adueñen de territorio y recursos para comerciar directamente con las multinacionales.
Así se destruyó lo que alguna vez fue Libia, uno de los países más modernos del continente africano. Ahora, la venta de petróleo responde a los intereses de las empresas que expolian al país y recrudecen, aún más, las diferencias que en tiempos de Muamar el Gadafi. Otro tanto podemos decir de Irak o Afganistán.
Sin embargo, ahora que la ola de terror golpea las puertas de Europa, parece que el mundo comienza a preocuparse. Esos muertos, por algún motivo, siempre son más importantes. Y esa guerra necesita nuevos aliados, aquellos que hace tan solo unos años eran considerados criminales internacionales, y cuyo "sanguinario accionar" justificaba las masacres que Occidente perpetró en diversas partes del mundo.
Es el caso de Siria y su presidente Bashar al-Assad, quienes ahora son considerados como un actor fundamental para frenar al temible Isis. En un interesante artículo publicado por La Nación, el italiano Sergio Romano da cuenta de esta “nueva realidad”. “La verdadera guerra, hoy, es aquella que se libra en el interior del mundo musulmán, entre una secta fanática y regímenes políticos usualmente inciertos, titubeantes, pero todos más o menos relacionado, por razones de afinidad o conveniencia, con Europa, EEUU y Rusia. Es una guerra civil sin cuartel donde las víctimas musulmanas son incomparablemente más numerosas que las causadas por los atentados terroristas en nuestras ciudades”, afirma quien fuera Embajador italiano en Moscú en la década del 80.
Desde su visión, “la guerra contra Occidente es un conflicto paralelo directo contra países que los jihadistas consideran protectores o amos de sus odiados hermanos. El principal objetivo estratégico es el reclutamiento de nuevos adeptos de las comunidades musulmanas de Occidente, cada atentado es un llamado a las armas”, afirma.
Es por esto que ahora ve como potenciales aliados ha quienes antes catalogaban como parte del “eje del mal”: “Nuestros amigos y aliados son todos los países musulmanes o cristianos que luchan en el mismo frente, que se ven amenazados por el mismo enemigo y que están en riesgo de sucumbir frente a la oleada islamista”.
Por eso afirma: “el presidente de Egipto, Abdel Fatah al-Sisi; de Siria, Bashar al-Assad; de Rusia, Vladimir Putin, y de Irán, Hassan Rohani, no son diablos. Todos ellos están a la cabeza de regímenes que a nuestro entender son policíacos y represivos, regímenes donde falta democracia. Pero todos ellos conocen el islam mejor que nosotros, ya han tenido dolorosas experiencias en el pasado (¿o acaso olvidamos lo ocurrido en la escuela de Beslan, en Osetia del Norte?), y tienen buenas razones para luchar para que sus países no se vean continuamente infiltrados por el extremismo sunnita o esté destinado a convertirse en una provincia del califato que promueve el grupo Estado Islámico”.
En una muestra de su falta de escrúpulos, sentencia: “si algún país occidental estuviese dispuesto a poner tropas sobre el terreno, podríamos al menos colaborar con esos regímenes. Pero desde que EEUU descartó esa opción, no tenemos más remedio que sostener con todos los medios disponibles a las tropas que ya se encuentran en el terreno”.
La “Europa civilizada” sigue llamando a la invasión, vieja historia de guerras santas. Pero como nadie responde, parece dispuesta a colaborar con Egipto, Siria, Rusia e Irán, ahora que los muertos le son propios. Luego de producir sucesivos intentos por destronar a regímenes políticos con apoyo popular y sembrar el caos en sus territorios, parece dispuesta a socorrerlos ahora que sufre las consecuencias de su accionar. Otro dato más de un panorama desolador en el marco internacional, donde los intereses de las multinacionales se llevan por delante las convenciones internacionales y la capacidad política de conducir al mundo hacia un futuro (al menos un poco) menos desolador.