La tercerización laboral: legalizando la desigualdad
Por Victoria Basualdo, Diego Morales y Guillermo Gianibelli
A la hora de discutir algunos de los legados fundamentales del neoliberalismo en materia laboral, y las prioridades de una agenda legislativa que permita avanzar en materia de derechos laborales, la tercerización laboral ocupa un lugar principal. A partir de la crisis del modelo fordista de mediados de los años setenta, al calor de la globalización, el cambio tecnológico y la preeminencia del neoliberalismo, se produjeron importantes modificaciones en las estructuras empresariales que profundizaron la desprotección de los trabajadores en general, y en particular, de grupos específicos dentro de este sector.
La expansión de la tercerización laboral, un fenómeno que no es nuevo sino que fue “redescubierto” entre las modalidades en otro momento marginales, fue adquiriendo un papel cada vez más central en los cambios en las relaciones laborales. En el contexto de transformaciones del capitalismo global, las elites empresarias sostuvieron que debían adaptar su gestión a un escenario cada vez más inestable y competitivo, y así propiciaron la adopción de formas de organización basadas en la segmentación de los procesos de producción y la colaboración entre organizaciones empresariales supuestamente independientes unas de otras. En estas nuevas formas de organización empresarial pueden identificarse tres rasgos principales: la fragmentación y externalización de actividades que, en principio, habían formado parte de un mismo proceso de producción; la utilización de empresas especializadas o de proveedores externos para su ejecución, y la coordinación de todos ellos por parte de la firma principal, que, a pesar de la disgregación del ciclo productivo, mantiene así el control de todo el proceso.
Esta transformación de las relaciones laborales y las estrategias empresariales fomentó un efecto de disociación entre, por un lado, la configuración jurídica de la parte empleadora –que aparece desdibujada ante la existencia de varios sujetos dotados cada uno de personalidad jurídica independiente– y, por otro lado, su articulación económica, que aún continúa respondiendo a un proyecto económico unitario. La consecuencia más importante de ello en el ámbito laboral es, sin lugar a duda, que desaparece o se enturbia la coincidencia entre empleador y empresa, desdibujándose la figura del empleador, al tiempo que se fragmenta y divide el colectivo de trabajadores.
En la Argentina, así como en otros países de América Latina, la tercerización, que ya había tenido un primer impulso en el marco de las transformaciones estructurales desde mediados de los 70 en adelante (en nuestro país, en el marco de la dictadura que impulsó cambios drásticos en políticas laborales, represivas y económicas entre 1976-1983), se expandió y consolidó en la década de 1990, en un contexto de reformas estructurales profundas, reformulación del papel del estado, crecimiento exponencial de la desocupación y de fuerte ofensiva contra los derechos de los trabajadores. En nuestro país, el crecimiento de las políticas de tercerización se combinó con el efecto de las reformas laborales, que promovieron una profunda flexibilización y precarización de las condiciones de trabajo, y con el proceso de reestructuración laboral que promovió la privatización de las empresas públicas.
La tercerización puede asumir distintas formas, entre las que se incluyen: 1) La subcontratación, por parte de una empresa madre o primaria, de una segunda empresa para que realice actividades o servicios no tenidos en cuenta como principales por ella. Estas actividades pueden llevarse a cabo dentro o fuera de la empresa original. Este fenómeno es el más comúnmente asociado a la tercerización; 2) La intermediación de una segunda empresa en la gestión de contratación de personal que luego trabajará en la firma principal o contratante; 3) La intermediación de una agencia de empleo eventual para suministrar trabajadores que presten servicios eventuales en la empresa principal, y 4) La contratación de trabajadores en calidad de monotributistas, o con contratos de servicios, o independientes. La Ley de Contrato de Trabajo 20 744 prohíbe este tipo de relación cuando tiene lugar bajo las directivas de un patrón y en el marco de horarios de trabajo y medidas disciplinarias. En esos casos, se trata directamente de un contrato no registrado o “en negro”.
La expansión de la tercerización trajo aparejados no sólo cambios en las relaciones laborales, sino también transformaciones fundamentales en las condiciones de trabajo, los niveles salariales y las posibilidades de organización de los trabajadores. En primer lugar, la división del colectivo laboral entre trabajadores “de planta” y tercerizados está frecuentemente asociada con una ausencia de protección adecuada de los tercerizados, en comparación con los trabajadores de planta. A causa de las limitaciones que existen en la definición de la naturaleza jurídica del empleo en régimen de subcontratación, las personas sometidas a él se encuentran con frecuencia desprovistas de la protección que proporcionan las normas de los convenios colectivos o, en el mejor de los casos, incluidas en un régimen de menores derechos.
En materia salarial, la remuneración percibida por los trabajadores tercerizados es, en casi todos los casos, inferior a la de los trabajadores permanentes. Es más, generalmente, la reglamentación sobre salarios mínimos –cuando existe– puede no ser aplicable cuando se entiende que se trata de trabajadores por cuenta propia. En muchos casos, tampoco reciben la misma remuneración que los convenios colectivos señalan para los trabajadores que están directamente empleados. Por otra parte, el empleo de los subcontratados es menos seguro que el de aquellos que pertenecen a la planta de personal de la empresa madre. Las jornadas suelen ser más largas para quienes desempeñan funciones en régimen de subcontratación debido a que su remuneración se basa en lo que producen y generalmente está vinculada a labores específicas. Asimismo, suelen estar excluidos del ámbito de aplicación de las normas que conceden los distintos beneficios laborales.
La ambigüedad de las responsabilidades en el cumplimiento de las condiciones laborales, sumada a la presión del trabajo y a la ausencia de políticas activas de formación, en muchos casos convierte al régimen de subcontratación en una zona de alto riesgo en términos de accidentes laborales y enfermedades profesionales. Además, por la propia naturaleza de la relación, las tasas de sindicalización entre los trabajadores subcontratados son a menudo mucho más bajas que las verificadas entre los permanentes.
Finalmente, cabe destacar que el fenómeno de la tercerización tiene consecuencias no sólo sobre quienes resultan directamente afectados por este tipo de régimen laboral, sino también sobre el conjunto de la clase trabajadora. La segmentación y el fraccionamiento de este colectivo entre un núcleo duro privilegiado y otro en inferioridad de condiciones debilitan la fuerza y las posibilidades de organización del conjunto de los trabajadores en las empresas, las ramas de actividad y la economía en su conjunto. Esta fragmentación promueve situaciones en las cuales –en el mejor de los casos– cada grupo cuenta con diferentes representaciones sindicales, y en otras ocasiones –el peor de los marcos– algunos se encuentran sindicalizados y otros no. Con frecuencia, cuando se contrata a trabajadores por agencia, estos suelen pasar de sindicato en sindicato en sus diferentes trabajos, o directamente no están protegidos por ninguna organización, durante parte o en la totalidad de su inserción laboral. Estas diferentes formas de subcontratación también implican una transferencia de riesgos de las empresas a los trabajadores, y profundizan la precarización de sus condiciones de trabajo y de vida.
No es de extrañar, entonces, que una parte importante de la conflictividad laboral actual esté estrechamente relacionada con la profunda desigualdad e inequidad de las condiciones de las distintas fracciones de la clase trabajadora. De hecho, la tercerización constituye un núcleo central recurrente en una gran cantidad de procesos de organización y lucha de los trabajadores de una amplia gama de sectores y actividades productivas, desde la industria (incluyendo no sólo actividades como la textil, que se caracteriza por relaciones laborales extremadamente precarias y violatorias de derechos mínimos, sino también actividades de muy alta rentabilidad, como la siderúrgica), hasta los servicios, en los que la tercerización avanzó sostenidamente de la mano de las privatizaciones, la actividad agropecuaria, y el empleo estatal.
En este contexto, las formas de regulación normativa necesarias para desarmar o limitar la expansión de la tercerización en Argentina requieren la adopción de medidas legislativas y administrativas que, al menos, resuelvan la situación de desigualdad entre los trabajadores tercerizados y los de planta, con relación a sus niveles salariales, condiciones de trabajo y mecanismos de representación sindical.
En los años 70 la Ley de Contrato de Trabajo ya explicitaba en su artículo 32 algunas medidas para limitar esta desiguadad, en tanto la tercerización de “trabajos o servicios correspondientes a la actividad normal y específica propia del establecimiento, y dentro de su ámbito se considerará en todos los casos que la relación de trabajo respectiva del personal afectado a tal contratación o subcontratación, está constituida con el principal, especialmente a los fines de la aplicación de las convenciones colectivas de trabajo y de la representación sindical de la actividad respectiva”. La modificación de la norma en 1976, por parte de la última dictadura militar, eliminó este supuesto de igualación entre trabajadores tercerizados y de planta. Todo se redujo a la determinación de una responsabilidad solidaria entre las empresas (principal y contratista) luego de la finalización del contrato de trabajo. En la década del 90, esta tendencia se acentúo y la responsabilidad por la finalización del contrato de trabajo pasó a ser de la empresa contratista, y la empresa principal tan sólo responde de manera solidaria.
En este contexto, distintos proyectos en danza proponen la recuperación de aquél artículo 32 de la ley de contrato de trabajo en su regulación original, que permitiría al menos restituir la responsabilidad de la empresa principal sobre los tercerizados, y garantizar derechos básicos respecto de la aplicación del convenio colectivo y la representación sindical. Este cambio, profundamente resistido por la elite empresaria, sería sin dudas un paso adelante que permitiría poner un freno a la expansión de esta estrategia patronal y mitigar algunas de sus consecuencias más dramáticas. Sin embargo, volver a la regulación de hace cuatro décadas parecería insuficiente para dar cuenta de un fenómeno que lejos de declinar creció en forma exponencial en las últimas décadas. En este sentido, es necesario tener en cuenta los intentos de regulación en América Latina, examinando en profundidad experiencias como la de Venezuela, que prohibió la tercerización de manera genérica en aquellos supuestos de ejecución de obras, servicios o actividades de carácter permanente dentro de las instalaciones de la entidad de trabajo contratante, relacionadas con el proceso productivo.
También sería muy importante analizar la experiencia de la ley española destinada a limitar la tercerización en un sector específico, como el de la construcción. La ley asegura mecanismos de control de empresas contratistas y subcontratistas así como procedimientos de regulación colectiva que aseguren, por ejemplo, un acceso amplio de los trabajadores sobre información de contrataciones y subcontrataciones de las empresas y la supervisión del cumplimiento de normas de prevención de riesgos del trabajo. Pero si se quisiera lograr una transformación de algunos de los legados más importantes del neoliberalismo en materia de las relaciones laborales, estas medidas también deben complementarse con la creación de instancias de representación sindical unitaria en los lugares de trabajo que permitan contrarrestar los procesos de fragmentación y debilitamiento del colectivo laboral, y con el establecimiento de unidades de negociación colectiva transversales para asegurar pisos mínimos de remuneración y condiciones de trabajo y el reconocimiento de una legitimación amplia para el ejercicio de derechos laborales. Aunque sin dudas el cambio de marcos legales podría constituir un paso hacia adelante en la reconfiguración de esta problemática, éste debería articularse, para tener efecto sobre las relaciones laborales, con una efectiva organización de los trabajadores en sus lugares de trabajo y en organizaciones sindicales representativas y dispuestas a considerar nuevas estrategias, en consonancia con las transformaciones económicas y laborales.