9 de julio de 2016
Por Enrique Manson
Se acercan los doscientos años de la Independencia.
-¿Pero cómo, no lo festejamos hace seis años? ¿Con todo eso del bicentenario?
Desde la severa disciplina escolar tradicional, el maestro contestaría reprendiendo al alumno que no sabe que una cosa es la conmemoración de la Revolución de Mayo, el 25 de ese mes, y otra la declaración de la Independencia, el 9 de julio. Pero no deja de ser una complicación memorizar dos fechas patrias, lo que para algunos, no muy dedicados, facilita la confusión.
El 11 de junio de 1835, el gobernador de la provincia de Buenos Aires encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, Juan Manuel de Rosas, decretó:
Art. 1º- En lo sucesivo el 9 de Julio será reputado como festivo de ambos preceptos, del mismo modo que el 25 de Mayo; y se celebrará en aquel misa solemne con Te-Deum en acción de gracias al ser Supremo por los favores que nos ha dispensado en el sostén y defensa de nuestra independencia política, en la que fuese posible, el muy Reverendo Obispo Diocesano, pronunciándose un sermón análogo a este memorable día.
Art. 2º- En la víspera y el mismo día 9 de Julio, se iluminará la ciudad, la Casa de Gobierno y demás edificios públicos, haciéndose tres salvas en la Fortaleza y buques del Estado, según costumbre.
Al fin y al cabo, en 1810 Fernandeábamos una lealtad al rey cautivo, pero en 1816, se dijo con todas las letras que éramos una Nación libre e independiente del rey, lo que se completó pocos días después con el imprescindible: “y de toda otra nación extranjera”, lo que algunos argentinos todavía no han comprendido bien.
Pero, a la final, como hubiera dicho nuestro dilecto maestro Fermín Chávez nacido en su Pueblito nogoyacero, ¿para que hicimos tanta bulla en 2010, con todos esos presidentes negros y mulatos que vinieron a recorrer las avenidas de la Capital Porteña mirando representaciones que mezclaban lo artístico con lo histórico?.
Es que recordábamos cuando todo el continente vivía una guerra que, en julio de 1816, se estaba perdiendo en México, en Venezuela, en Chile, y que sólo conservaba como bastión liberado el sur del continente. Ya no era hora de medias tintas, y por eso San Martín, que preparaba en Cuyo el Ejército de los Andes, instaba a los congresales a dejar atrás las vacilaciones. “¡Hasta cuando esperamos declarar la independencia! ¿No le parece a Ud. una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por último hacer la guerra al Soberano de quien en el día se cree dependemos? … Los enemigos, y con mucha razón, nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos”?
Belgrano, Güemes, el ejemplo de los federales del litoral y la Banda Oriental, todo impulsaba a decidirse. Y así se hizo, el 9 de julio, en la Casa Histórica (*) donde se proclamó la Independencia por aclamación.
La fecha, como la bandera, como el himno, son símbolos que representan a nuestra Patria que, como una vez dijo Juan Perón, no son sus bienes materiales sino sus hombres y mujeres de carne y hueso, a través del transcurrir histórico y en el territorio que nos ha tocado.
La Argentina –Hispanoamérica- es tierra de inmigración. De muchas inmigraciones que tuvieron sus choques y sus enfrentamientos, pero que han dado los cimientos para la construcción de un mundo mestizo y original. Todos somos tan pueblos originarios como pajueranos. Todos vinimos de ajuera, diría el paisano. Los indios, los españoles de la conquista, los africanos –que no vinieron por su voluntad- los gringos del XIX (que incluyen a los gallegos, que no eran Cortés y Pizarro), del XX, y hasta los del XXI, con sus ojos rasgados y sus lenguas incomprensibles. Allá por los sesenta del siglo pasado, Nicomedes Santa Cruz, poeta negro peruano, hablaba de este continente poblado por Rubias bembonas, indios barbudos y negros lacios.
Es cierto que ahora es distinto. Parece que esta vez va a haber vallas que eviten que se acerquen mucho las rubias bembonas, los indios barbudos y los negros lacios. Hemos invitado a Su Majestad, el rey de Castilla y León. Y bien hecho está, porque en la medida en que se sientan –lejanas ya las guerras del siglo XIX- hermanos nuestros, en paridad de linaje, serán bienvenidos. Como lo fueron tantas veces, entre otras, cuando les matamos el hambre después de su terrible Guerra Civil. Y está bien que venga un representante de primer orden de Italia, la Patria de tantos abuelos de argentinos actuales.
Sin embargo, dos preocupaciones nos inquietan:
¿Por qué no se ha invitado, no ya a los presidentes de los restantes pueblos hermanos del continente, sino a quienes lo fueron de estas mismas tierras y aún viven?
Y la segunda: ¿No será que por un error de protocolo, este gobierno propenso a los decretos de necesidad y urgencia, no emita uno por el que anulemos la audaz Acta Tucumana y, como quien no quiere la cosa, aproveche para devolverle a Don Felipe de Borbón lo que le arrebatamos a sus antepasados un 9 de julio, hace doscientos años?
(*) La Casa Histórica. Pruebe el lector llamar “casita de Tucumán” a la de doña Francisca Bazán de Laguna delante de un tucumano y verá su cara de pocos amigos (en Tucumán, le dirá, hay muchas casitas)