Copa menstrual: desagotar el tabú
Por María Fernanda Rezzano
La primera vez que una amiga me contó que se había puesto mal el tampón y lo había introducido en el ano me fue difícil creerle. Pero a la larga me empezó a parecer lógico que mi amiga solo encontrara el orificio que compartimos con los hombres y no el suyo propio, del que nunca nadie habla. Basta que en una casa no haya ese tipo de conversaciones para que no te enteres. Quizás eso con Internet cambió.
Como a toda preadolescente, mi menstruación me significó la existencia de un mundo diferente. Recuerdo a la feminista de mi madre felicitándome por llegar a esa edad biológica como si se me hubiera caído un diente y eso me permitió naturalizarlo sin más. Sin embargo, después de ver a muchas amigas aterrorizadas por tener que llevar los apósitos a la escuela y a muchos chicos reírse de ellas cuando los descubrían en las mochilas, comenzó a impresionarme bastante la mirada del hombre ante algo que desconocía por completo. Especialmente en esa edad del pavo.
A través de mi pasaje por la escuela y a medida que entraba en juego la mirada del otro, la menstruación se volvió un problema –y de la mayoría de la población-, algo que ocultar, algo de lo que no se charlaba salvo cuando significaba ausentarse de alguna tarea por un malestar.
En la adolescencia mi madre, que me veía perderme salidas por estar indispuesta, me insistió en que usara tampones. Mis amigas comenzaron a usarlos y a decirme que no era tan grave, incluso lo hacía mi hermana menor. Pero la idea simplemente no me cuadraba. Un día una amiga me cuestionó sobre mi curiosidad por mi cuerpo. ¿Nunca trataste de ver qué sentís? ¿Meter algo? En mi pacatería nunca había intentado introducirme nada, no había intentado auto conocerme, no tenía ni idea de que habían dos orificios distintos. Recién a través de ese auto conocimiento fue que llegue al tampón, una experiencia liberadora para gran parte de las mujeres y que aun así dista de ser la mejor de las opciones.
Conocí ya en mi edad adulta a varias pibas que hablaban de “la copita menstrual”. Un asco, pensaba yo: lo comentaba con mis amigas y todas decíamos “puaj”, ante la idea de tocar la propia sangre o “qué manga de hippies” ante la posibilidad de una experiencia que nos desprendiera de las cadenas de la industria algodonera.
Pero un día, después de mucho leer, se me ocurrió que nunca lo había intentado, y que si me metía algodón con agrotóxicos quizás por una vez podía intentar meterme algo que no me envenenara lentamente por haber nacido mujer. Así que nos asociamos con mi hermana y nos conseguimos un par. Primero la hervís para esterilizarla, la guardás en su fundita y el día del periodo siguiente la empezás a usar.
Digamos que en mis años de experiencia nunca adquirí el don de la oportunidad y fue por ello que decidí estrenarla en un viaje a las termas. Quizás quieran intentarlo por primera vez en sus casas.
Las indicaciones son como las de un tampón, excepto que no es necesario que la copa te llegue hasta la tráquea: la fruncís, la introducís y la dejas desplegarse. Afuera le queda la base, que es como un palito de helado mínimo, y que debería estar bastante sobresalido. Más allá de mis miedos, la copa me acompañó sin grandes sobresaltos.
En uno de esos arrebatos de inseguridad que le dan a una cuando esta indispuesta y tiene ropa clara, decidí sacarla -de nuevo el don de la oportunidad-: elegí hacerlo en la ducha del vestuario, y no en la del extremo, sino en la del medio. Cuando la saqué, no estaba lista para lo que fue otro aprendizaje.
Era la primera vez que veía lo que deja mi cuerpo en esos días sin que se vuelva un algodón inflado o una toalla oxidada. Era sangre en una copa. Sangre que seguía tibia y que era rojo oscura. De todas maneras me pudo la impresión y haciendo gala de mi oportunismo la arrojé por el desagüe, que era compartido con otras pobres féminas a mis costados a quienes les pido disculpas públicas. Psicosis, Carrie, un momento para pensar en imágenes…
Después de esa experiencia entendí que -dadas las condiciones sanitarias- es la mejor de las opciones. No hay agentes tóxicos en el cuerpo, la sangre está todavía adentro y sale “toda junta”, es más económico y es seguro.
Pensándola como práctica, quizás no estamos listas a que en un baño conjunto, mientras una se retoca el maquillaje aparezca la de al lado a tirar su sangre por el desagüe. Pero al parecer nunca vamos a estar listos para mirar lo que le pasa a más de la mitad de nuestro mundo todos los meses. Así que, como dicen por ahí: si las condiciones objetivas no están dadas, mejor las forzamos.