Los seres fragmentados en el tiempo del exceso de información
Por Pablo Mellichio | Ilustración: Matías De Brasi
Humberto Eco dijo alguna vez que lo importante no es la información sino la selección que hagamos de la información. En este tiempo contamos con la posibilidad de acceder a “todo” porque internet es una suerte de biblioteca infinita, quizá ese paraíso con el que Borges soñó alguna vez. Libros, programas televisivos y radiales, notas y artículos, frases, consejos y memes, conviven en el barrio de la memoria virtual, como buenos vecinos. Pero así también se propaga una plaga de seres que se habilitan a opinar de cualquier cosa. Con un poco de información salen a decir lo que piensan y sus decires son replicados en la calle, en los medios de comunicación y en las redes sociales, como si fueran verdades absolutas. La opinión se ha vuelto un juego y peor aún, hay adictos a la opinología, seudociencia instalada en la era del desconcierto. Basta con hacer un poco de zapping, pasear por las vidrieras televisivas para ver detrás de la pantalla a tantos maniquíes en confusos paneles donde falta la escucha, abundan las interrupciones, todo es urgente y nada se profundiza. Ruidos, gritos, discusiones infructuosas, discursos parciales acerca de temas sumamente profundos y delicados como los síntomas y las enfermedades, la vida y la muerte; los valores del espíritu mezclados con chistes y propagandas de cremas humectantes. Vociferantes humanos vomitando datos no chequeados, de inciertas procedencias, o lo que es más grave, tratando de instalar un idea como cierta, con sospechosas intenciones.
El problema de este caos informativo, del exceso de información desordenada, es que se propagan peligrosas falsedades y que la población enseguida se contagia más que con el coronavirus. Es sustancial saber seleccionar la información y escuchar a los especialistas, a quienes verdaderamente saben acerca de determinados temas. Eso hará que estemos más próximos a la verdad de lo que sucede y que podamos profundizar, arribar a un saber. Formarse no es lo mismo que informarse. La libertad para hablar está muy bien, pero es tal la mediocridad, que cualquiera habla de cualquier cosa y lo dicho se valida con tanta simpleza, que vamos achatando nuestra inteligencia y capacidad crítica, repitiendo conceptos y datos, para saber de todo un poco sin saber casi nada. Así, se propagan pequeñas verdades y mentiras mezcladas y atadas con alambre. Se está perdiendo la dedicación al estudio, el esfuerzo y el placer de la hondura intelectual. No es lo mismo leer un libro, que buscar la síntesis en el rincón del vago. No es lo mismo escuchar a un profesional de la salud hablando de síntomas y enfermedades, que googlear y dar por cierto lo que en un blog o en una red social a un tal X se le ocurrió escribir en un rapto de iluminación o en el extendido ejercicio de plagio simplista del copio y pego.
El “pienso luego existo” cartesiano fue destituido por una existencia sostenida desde la opinión sin fundamentos sólidos. Detengamos el aturdido ruido de palabras vacías, de frases comunes, de sabiondos y “manochantas”. Acotemos el valor que le damos a ciertos sujetos autorreferenciales que gozan de su momento de fama o poder para decir cualquier cosa en nombre de tal ciencia, o buscan implantar determinada idea para que la audiencia salga a replicar ese decir como si fuera una verdad absoluta. Hagamos camino al andar, como aconseja Machado, en vez de caminar como medicadas marionetas tras las huellas marcadas por seudoprofetas y pensadores de cuarta categoría. No evitemos profundizar, sumergirnos en la reflexión, en el estudio, en la búsqueda interior, en diálogos fecundos con seres competentes. El ser de estos días suela conformarse con poco, con pequeñas partículas de informaciones para salir a la vida presumiendo un saber que de este modo siempre será fragmentario y muchas veces equívoco.
Volvamos al hondo pensar, al placer de la formación, de las preguntas que se van ramificando y dando cada tanto el fruto de una respuesta. Desconfiemos de las imposiciones solapadas, de la imperiosa necesidad de instalar certezas y verdades absolutas. No tomemos una opinión por verdadera hasta que la hayamos confrontado y validado con otras fuentes. No creamos en todo lo que se dice, porque muchas veces el pescado que nos venden está podrido. Preguntémonos qué hay detrás de cada decir, de cada información. Quitémosle el traje almidonado a los discursos y veámoslo todo en su desnudes. Vayamos más por el camino de la pregunta que por los atajos de las respuestas cocinadas. Las grandes verdades, las ligadas al espíritu humano, a la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, los sentimientos y las creencias, necesitan años de estudio, de interiorización, de experiencias que son intransferibles. Comprender la realidad, tanto como comprendernos, es un largo viaje entre obstáculos y contradicciones, de irreductibles confrontaciones, imposible de ser sintetizado por alguien que de pronto venga a imponernos sus certezas.