Tristezas de COVID
Por Sofía Guggiari | Ilustración: Brenda Greco
Por decisión de la autora, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Molestias. Contracturas. Erupciones. Zarpullidos. Dolores agudos. Parálisis. Presiones arteriales por el cielo o el suelo. Desgano. Pérdida de sentido vital. Enojos. Malhumores. Llantos inentendibles. Noches largas de insomnio. Mañana de hartazgos. Soledades. Sensaciones de extrañamiento. Melancolías y duelos. Estado febril.
Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la tristeza
Ya no es el sujeto asustado o enloquecido de marzo cuando apenas anunciaron la llegada del Covid-19 a la Argentina y la cuarentena obligatoria; tampoco es ese cuerpo encerrado del ASPO de julio (encerrado en ciertos casos, quienes podían y quienes tenían casa para hacerlo) ¿Qué es lo que está pasando en este pasaje ambiguo, en este territorio extraño entre un tiempo y otro?
Nuevas y viejas normalidades que se nombran como si entendiésemos de qué hablamos. Hablamos para intentar hacer el mundo, y el mundo así hace que hablemos.
Salimos de las cuevas con recaudo (en el peor momento del contagio) pero salimos en busca de una vida. Salimos entre barbijos, mitos y relatos. Entre contagios y fallecidos. Entre distancias y extrañamientos. Entre protocolos y miedos. Aquello que dejamos afuera ese 20 de marzo pareciera, por ahora, ya no existe más. ¿Y acaso nosotrxs, seguimos siendo lxs mismxs?
Que no se note
Un duelo necesita un tiempo tan singular, como lo singular que se duela. Es un tiempo otro, un tiempo que no se cuenta con el reloj. Quizás, más bien, con las charlas entre amigxs, con los abrazxs de los amores de la catástrofe, con lxs vecinos, en el súper. Un tiempo en el detenimiento de la caída de esa lágrima compañera, más compañera que nunca. Todxs queremos salir corriendo de esa sensación de pérdida insoportable. Queremos huirle al dolor. La idea de atravesar implica una desintegración. Implica convertirse en proceso y en devenir. Y entonces hacemos grandes esfuerzos por rechazar aquello que acontece con nuestras potencias y nuestro cuerpo, ese cuerpo que se enuncia vivo, pero no por ello "permanentemente feliz". Sin embargo aquello que rechazamos con tantas ganas y tanta fuerza, creyendo ilusamente que nada sabremos al fin de eso; vuelve. Vuelve de las peores maneras. Vuelve para avisarnos que no. Que no es tiempo de negar la tristeza de este gran duelo. Porque es a través de esa tristeza que podremos producir aquello que todavía no es. Lo insurgente necesita lugar. Necesita jugarse y necesitamos jugar para que insurja.
Una paciente que había tenido que hospitalizar a su compañero por una parálisis corporal, y ella también tuvo que ser atendida con una erupción en el rostro, me dice - "los dos nos hicimos estudios de todo y no tenemos nada"- ¡¿Como no tienen nada?! respondí furiosa ante el silencio de su dolor. Respondí asustada y preocupada por su salud. Respondí sin darme cuenta que estaba respondiendo. ¡Están agustiadxs!
El occidente ha hecho de la angustia un hecho a silenciar y de la tristeza algo a banalizar.
Angustia y tristeza
La angustia nos arroja fuera de nosotrxs y al mismo tiempo es pura existencia nuestra. Es ese cuerpo que abruma, inexplicable nos confronta con un abismo inminente. De la angustia se percibe su sensación de infinitud. Temerosa y terrible. La angustia es una de las maneras que tuvimos de nombrar esa experiencia sensible -corporal- nentendible e incodificable para la razón occidental. Y sabemos que el occidente ha hecho de lo que no entiende o lo que no se suscribe a su lógica, algo siempre a colonizar o a proscribir. Y sabemos también por nuestra historia, que no hay proscripción que acalle lo que reclama ser visto.
¿Y la tristeza? La tristeza es más bien, a mi parecer, ese estado de conmoción que implica algún relato, en algunos casos algún sentido (pero no siempre necesariamente) con el cuál podemos hacer algún tipo de despliegue. Y el despliegue necesita un territorio, un plano para hacer consistir esa emoción que avanza como corriente de río. La tristeza muchas veces funciona de corte, de límite. Arma el mapa, ubica al cuerpo cansado de estar sin dirección, desdibujado, casi un no-cuerpo o cuerpo-todo. La tristeza abre aunque incómoda; sostiene, aunque indica proceso. Convoca al necesario detenimiento.
¿Qué hacemos con lo que nos sucede? ¿En qué medida nos impacta el ambiente en el que vivimos? ¿Somos sensibles frente a las vidas con las que cohabitamos? ¿Somos sensibles frente a los propios aconteceres de nuestros cuerpos?
Tristeza y mercado, asunto separado
El modo de vida regido por el mercado promete un paraíso - inalcanzable- en tanto nos adaptemos a sus modalidades espacio-temporales (engaños si los hay). Estos modos están regidos por ciertas intensidades y flujos vitales: la velocidad de producción y la ferocidad de la competencia. Y claro, lo necesitamos ¿para vivir? Entonces nos confundimos, nos perdemos, nos enojamos, nos ponemos lxs unxs contra otrxs sin saber bien por qué. Imaginamos un futuro, lo reconocemos propio, lo compramos, lo convertimos en propiedad y lo defendemos con uñas y dientes contra la marea de la incertidumbre. No nos detenemos porque no hay tiempo ni lugar. Desesperadxs la vida parece más algo que se escurre entre los dedos y menos aquello que producimos. ¿Hasta cuándo? ¿Cómo diferenciamos las rutas de la vitalidad, la curiosidad, la invención, la sensibilidad, la fragilidad y la ética de las rutas del mercado? ¿Cómo hacemos para exigir el derecho al cuidado mínimo que nos corresponde como derecho existencial sin exigir mercado? ¿Cómo hacemos para reconocer y usar las formas tiernas de la vida como lanzas contra lo más horroroso del tecno-neoliberalismo?
Creo que la respuesta no está en las imposiciones, si no en la posibilidad de darle lugar a esas tristezas o angustias que tanto desconciertan. Habitarse en los pliegues, en las pausas y en los intersticios que se perciben más bien en los susurros y en las calmas. Pero no es una calma sin temblor, porque es ahí en ese temblar donde emerge lo que necesita ser escuchado como semilla o germen.