Semana de la ESI: “El porno puede ser una de esas experiencias que nos ayuden a revisar nuestros prejuicios”
Por Daniel Mundo
Siempre pienso que un programa de educación sexual integral que no contenga shots de porno es como hacer un curso de enología estudiando la etiqueta de los vinos. El porno forma parte de nuestra vida cotidiana (no por nada algunos autores muy respetados llaman a nuestra sociedad Porno, o a su régimen político “pornocracia”). Nos guste o lo aborrezcamos. Y eso que acá no lo defiendo como pornógrafo o pornólogo, simplemente estoy diciendo algo que tendría que formar parte de nuestro sentido común. Lo único que nos interesa de las comunicaciones afectivas es que sean eficaces, no tenemos tiempo para desarrollar todo lo que el otro no dice en la comunicación, sus silencios, sus dudas, sus tartamudeos.
Lo primero que yo haría es separar al porno de la pornografía. En el fondo son lo mismo y se usan como sinónimos, lo sé, pero analíticamente remiten a dos momentos históricos diferentes: la pornografía es un género literario y pictórico tan antiguo como nuestro origen en la cultura griega, que culmina (digamos) con su industrialización a principios de los setenta y su difusión hogareña con el VHS. Ese momento histórico culmina cuando se impone el internet de masas, cuando internet llega todos los hogares y a todos los celulares “inteligentes”. Ahí el porno encuentra su tierra prometida. Ya nadie ve UNA porno. El que se siente a mirar, qsy, Garganta profunda, por ejemplo, emblema de liberación del sexo audiovisual, a los 15 minutos apaga de aburrimiento, porque en internet lo que se consume son largas (o breves) búsquedas del signo que ese día (o esa noche) estábamos deseando. Antes alquilabas un VHS y tenías que bancarte haber sido estafado por la contratapa de la cajita. Ya no pasa eso.
Flota todavía en la consciencia bien pensante cierto resquemor frente a un discurso tan directo como el del porno. Todavía sospechamos que ese instrumento pedagógico es alienante, y que el lugar de la mujer es de víctima. No puedo discutir aquí estos prejuicios, pero me gustaría que quede claro lo que son, por lo menos para mí: prejuicios. Lo que pasa es que un prejuicio parte de un juicio previo, y en el caso del porno ese juicio parece negado o imposible. Intenté en un par de libros de convertirlo en concepto, pero su significado es tan potente, tan obvio, tan pregnante, que tal cosa parece imposible. ¿Quién no sabe lo que es el porno? Sexo explícito. Ahora me pregunto: ¿qué es el sexo? ¿Dónde empieza un acto sexual? ¿Dónde termina? ¿En la eyaculación? Sería triste que alguien pensara de este modo.
Tampoco estoy hablando aquí desde ese lugar más o menos políticamente correcto que son los discursos y las prácticas postporno que defiende la clase progre en nuestro país, aunque también reivindico estas experiencias. El postporno no quiere reconciliarnos con una realidad que está mal orientada, nos proporciona otra perspectiva para destruir esa realidad.
Hablo desde el sentido común. Es muy extraño que todavía no comprendamos que la prohibición y la censura de cualquier objeto (más si es audiovisual, más si es algo que impacta en nuestros afectos y nuestro sentido común), lo que hace no es quitarnos las ganas de exponernos a él, más bien incrementa esas ganas. No es prohibiendo o anatemizando el porno como lograremos neutralizar su poder (si es que su poder es neutralizable).
Junto con la exhibición y la reflexión sobre el porno deberíamos también poder reflexionar sobre una práctica colindante con él (aunque muy diferente): la masturbación -es increíble pero el corrector de mi iPhone automáticamente lo corrige lacaniamente y lo reemplaza por “más turbación”; me parece muy sintomático, por lo menos. Hay cuestiones que se ve que no se pueden ni pensar.
Para mi generación de cincuenta y pico, el sexo, la sexualidad y la práctica de sexo fue y es una experiencia muy problemática, tal vez ya no lo sea. En mi clase social un concepto como el de asexualidad no existía en mi juventud, y el que tenía un gesto homosexual era estigmatizado (el trans- o el travesti casi podían dedicarse a una sola profesión, la más antigua de la historia). Nada de estos terribles estigmas existen hoy, más bien al revés: parecemos festejar la auto percepción como una conquista valiosa. Esta inversión (no olvidemos que el mismísimo Freud hablaba de los homosexuales como invertidos) me parece por lo menos conflictiva. Quiero decir, debemos ayudar a crear un régimen sexual en el que ciertas identidades no sean negadas, perseguidas y estigmatizadas, sin caer en otro régimen en el que no haya ningún orden objetivo con el que enfrentar las propias experiencias. El porno puede ser una de esas experiencias que nos ayuden a revisar nuestros prejuicios. Pero para lograrlo primero tenemos que saber qué es eso que llamamos porno.