“La sombra de Octubre”: discutir la leyenda trotskista
Por Juan Carlos Venturini
Se ha llegado a decir que el triunfo de la Revolución rusa, en 1917, su posterior declinación burocrática y, finalmente, su vergonzosa caída en 1991, ha marcado el ritmo de la política mundial en el siglo pasado. Por eso el historiador inglés Eric Hobsbawm lo calificó como “el pequeño siglo XX”, esto es: desde 1917 hasta 1991. El derrumbe de la URSS continúa proyectando sus consecuencias negativas en la configuración actual de las relaciones políticas de fuerza en el planeta, entre los pueblos oprimidos y las potencias opresoras.
La sombra de Octubre (1917 - 2017), el trabajo de Christian Laval y Pierre Dardot, que recientemente ha conocido su segunda edición en editorial Gedisa (2020), recorre nuevamente esta experiencia decisiva. Interesa repasarla.
El triunfo de la revolución de octubre generó enormes ilusiones en todo el planeta. Por primera vez un gobierno de los trabajadores consolidaba su triunfo y, se creía, iba a iniciar la marcha de la humanidad hacia la superación del capitalismo y de la explotación. Era el reverso de la Comuna de París que, apenas 45 años antes, en 1871, se había sostenido sólo dos meses antes de ser aplastada sin piedad, con el asesinato de más de 5000 comuneros.
Pero al poco andar, el gobierno bolchevique mostró un sesgo imprevisto: una marcada orientación autoritaria y antidemocrática. La Comuna había sido saludada por Marx como un gobierno de amplitud democrática desconocida hasta entonces, que implantó la elegibilidad y revocabilidad permanente de todos los mandatos y el salario de todo funcionario nunca superior al del obrero calificado. Los sóviets rusos retomaron esa tradición. Eran primitivamente, consejos de delegados de obreros, campesinos y soldados, con raigambre territorial, verdadera creación de las propias masas en lucha, que surgieron espontáneamente en la revolución rusa de 1905 y resurgieron con mucho más fuerza aún, en la de 1917.
El gobierno bolchevique logró acceder al poder, al conquistar, entre los meses decisivos de febrero a octubre, la mayoría sobre los otros partidos soviéticos en estos consejos de delegados. Sin embargo, al poco tiempo, los mencheviques, anarquistas y socialistas revolucionarios eran excluidos de toda representación, y luego, bárbaramente perseguidos. Los sóviets, se fueron transformando en dóciles apéndices del partido. El gobierno del partido único suplantó al gobierno de los sóviets. Junto a esta práctica, represiva y autoritaria, la dirección del partido bolchevique elaboró una nueva teoría sobre el gobierno revolucionario.
Toda la tradición democrática, heredada de la Comuna de París y consagrada en el trabajo de Lenin, El estado y la revolución, fue arrojada por la borda y sustituida por una nueva concepción autoritaria. Quien mejor la sintetiza es el libro de Trotski de 1920 Terrorismo y comunismo. En él se consagra la teoría del partido único como “encarnación” de los intereses de la clase obrera:
“En esta sustitución del poder del Partido por el poder de la clase obrera no hay nada fortuito e incluso, en el fondo, no ha habido sustitución alguna. Los comunistas expresan los intereses fundamentales de la clase obrera. Es totalmente natural que los comunistas se conviertan en los representantes de la clase obrera en su totalidad”. (citado por Laval y Dardot).
Los autores relevan toda esta evolución autoritaria que tiene su culminación en 1921. En las fatídicas resoluciones del décimo Congreso, los bolcheviques resuelven, junto a la represión al sóviet de Kronstad, la prohibición de las tendencias y fracciones dentro del partido que, hasta ese momento, se había regido por la democracia interna. Un año antes, en las no menos nefastas, 21 Condiciones de la Internacional Comunista, se había consagrado el mandato autoritario del partido ruso por sobre los demás partidos comunistas del planeta.
La suplantación de los sóviets por el poder omnímodo del partido único condujo a un verdadero fetichismo del partido. En 1924 en el 13o Congreso del Partido Comunista, ya en manos de los estalinistas, Trotski lo expresaba de esta manera:
“Ninguno de nosotros quiere ni puede tener razón contra su partido. En definitiva, el partido siempre tiene razón... Y si el partido toma una decisión que algunos de nosotros considera injusta, él mismo dirá: justa o injusta, es mi partido y yo soportaré las consecuencias de su decisión hasta el final”. (citado por los autores).
La burocracia acaudillada por Stalin sacará buena ventaja de esta mística reaccionaria sobre el partido y combatirá a la “oposición de izquierda” con sus propios argumentos. La concepción autoritaria y burocrática es la que quedará consagrada como dogma infalible. En ella se apoyará Stalin para liquidar, entre 1928 y 1938, todos los vestigios de la tradición revolucionaria. Toda la generación de los dirigentes bolcheviques de la revolución fueron exterminados en los macabros “Procesos de Moscú”. En ellos, a los propios condenados se les pedirá un último favor al partido: que confiesen crímenes abominables para justificar la sentencia, como ocurrió con Bujarín. Arthur Koestler realizó una reconstrucción literaria ejemplar de esta “confesión” en la novela El cero y el infinito. “El partido siempre tiene razón” resultó ser un sonsonete trágico. Trotski va a ser el último dirigente de la revolución en ser asesinado, en 1940, en su exilio de México por un agente de Stalin.
Aunque la URSS consiguió extender su poder a media Europa, como consecuencia de la derrota del nazismo en la segunda guerra mundial, la enfermedad incurable del burocratismo terminó derrumbándola. La casta dirigente de los Yeltsin y los Gaidar, colmada de privilegios, estaba ya tan profundamente separada de las masas rusas, que buscó en el robo y la apropiación desenfrenada de la propiedad estatal, la más oprobiosa confluencia con los magnates yanquis. Así lo mostraron, para todo el mundo, las imágenes de Clinton y Yeltsin festejando a las risas, en Moscú, la disolución de la Unión Soviética. La otrora patria socialista, imaginada con fervor por varias generaciones de luchadores esperanzados, se rendía sin disparar un solo tiro. Sus dirigentes confluían con los intereses de la reacción mundial. Clinton y Yeltsin brindaban juntos.
Según la leyenda trotskista, la derrota de la revolución rusa es una fatalidad histórica que obedece a razones exclusivamente objetivas. No reconoce ningún error en la dirección bolchevique de Lenin y Trotski. Pero los hechos repasados por este magnífico trabajo de Laval y Dardot demuestran exactamente lo contrario. Fue la concepción autoritaria y burocrática de los bolcheviques la que alimentó la contrarrevolución de Stalin y, a la larga, condujo al derrumbe de la URSS, provocado sobre todo por el repudio popular creciente al totalitarismo “comunista”.
Tempranamente, en 1918, la enorme dirigente polaca, Rosa Luxemburgo, realizó una crítica certera y premonitoria a los bolcheviques al expresar que “no debían hacer de la necesidad virtud” y si debían restringir provisoriamente algunas libertades no debían caer en el autoritarismo. Para ella la democracia socialista no era una tierra prometida que se alcanza después de siglos de sacrificios sino que empieza de inmediato, desde los primeros momentos de la revolución. Y esa democracia política, esa práctica democrática del ejercicio del poder, según su legado, era el único e imprescindible terreno para construir una nueva sociedad.
El derrumbe de la URSS es una derrota sin atenuantes para los trabajadores del mundo. Pero lo más insidioso y negativo es la asociación de la palabra comunismo, que era una exaltación de la libertad en el siglo XIX, con un régimen totalitario y reaccionario como el que se construyó en Rusia, bajo la hegemonía estalinista, en el siglo XX. La reconstrucción y fortalecimiento de las fuerzas populares y de izquierda requiere de un debate a fondo de la experiencia trágica de la Revolución rusa. El trabajo de Laval y Dardot ofrece para ello un aporte imprescindible.