¡Por mi culpa, por mi grandísima culpa!: castigo, amor y satisfacción
Por Sofía Guggiari | Ilustración: Gabriela Canteros
Por decisión de la autora, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Un fantasma recorre el mundo, el fantasma de la culpa. Se nombra, se siente, se rechaza, unx se acostumbra a ella. Está ahí, como me dijo alguien hace muy poco: "como una pegajosidad en el cuerpo".
Hay culpas más obvias, más fáciles de detectar. Culpas ocultas, culpas que hablan a través de otras dolencias. Culpas que funcionan como límite. Culpas que son satisfacciones, amores, miedo a la pérdida. Las hay también como efectos de castigo frente a la insumisión. Como vergüenza o como obediencia de vida. Culpas, relato de la moral judeocristiana, marca distintiva en nuestra manera de hacer mundo occidental, colonial y patriarcal.
Hay una estrecha relación entre culpa, satisfacción, amor y castigo. Ella nos arma un mundo, sufriente, pero un mundo al fin desde dónde agarrarnos, identificarnos y producir. ¿Quién no quiere ser parte de un mundo?
Para pensar este asunto, como quien insiste en desarmar un reloj para pausar al tiempo, voy a traer en principio, un concepto que puntúa Freud, que es el concepto de sentimiento inconsciente de culpa. Que incluso para nosotrxs lxs analistas puede ser indicador clínico: necesidad de castigo.
Freud en esto es muy claro: el sentimiento inconsciente de culpa es satisfacción pulsional. Por más que haya una narración sobre por qué unx es culpable; las razones, la anécdota, ahí no se encuentra su motor. Lo que siente unx al castigarse o al no sentirse merecedorx de algo, es una satisfacción inconsciente pulsional, que se presenta como displacer en el yo. Sería algo así como, la manera que tiene de gozar ese cuerpo que no es el cuerpo que uno cree conocer, saber racional: con el que se presenta. Sino, que es el cuerpo entre el lenguaje y lo inatrapable de lo sensitivo. El cuerpo del registro de las marcas, de las cicatrices de las vivencias, de las impresiones que se repiten como pura intensidad. El tema es, a veces satisfacer ciertas pulsiones insaciables y tan sádicas puede producir vidas invivibles. Vidas, en las que este empuje al castigo por la culpa, arrase con todo.
Muchas veces, por ejemplo, el sentimiento inconsciente de culpa también se presenta como enfermedad, dolor psíquico. Freud dice "no se siente culpable, se siente enfermo". Y entonces permanecer en el lugar del sufrimiento -y acá quiero diferenciar lugar o posición de sufrimiento de lo que es un posible y necesario pasaje por allí- es la manera de castigarse. Decirle al reproche, "ves, tenés razón" y someterse a la moral despiadada de la instancia crítica.
Porque cuando unx se siente culpable, el castigo funciona como alivio. Todo se completa en la rueda culpa-castigo, como si de algo no se quisiera salir. La encerrona que nos deja ciegxs frente a eso de lo que sufrimos todxs, la existencia.
Convierte al deseo, a veces monstruoso, en pecado. A veces potente, en impotencia. A veces rebelde en sumisión.
Lo complejo acá, es que la culpa a mi entender, entonces, es un modo de lazo con lxs otrxs. Es una manera de tener algo de ese otrx. Un tipo de lazo amoroso de los primeros cuidados, amores y guiones, del cual es necesario, luego, efectuar algún tipo de separación, singularización. Y la posibilidad de desalienación abre un vacío. Y ahí, en esa sensación de despedazamiento, donde la carne se separa de la carne, la carne que sangra y la carne que habla, ahí deviene la necesidad de un sentido. La culpa entonces presta sentido, llena, explica, calma dice engañosamente: "es por acá", "no te separes de aquello", "no abandones tu linaje", "este es el sentido, toma te lo presto". En nombre de una supuesta promesa de garantía o de felicidad, la culpa se presenta como un pagaré eterno, una deuda de amor impagable. Por eso hay una alianza entre castigo, amor y satisfacción.
La culpa, como efecto de la desobediencia, muestra la íntima relación entre rebelión y castigo.
Sara Ahmed, filósofa feminista, en su libro La promesa de felicidad, ubica que renunciar a los guiones que ofertan esta promesa, renunciar en nombre de la vida, a la felicidad como obligatoriedad, garantía y mandato de género, implica un duelo. El duelo de correrse de ese lugar de parecer feliz para hacer feliz a los demás, y que implica también convertirse en un problema (para el otrx). Dejar de pagar esa supuesta deuda, a costa claro, de renunciar a la certeza que da esa garantía.
Creo también en otro sentido, no tan psicoanalítico y más político (aunque a esta altura no podemos negar que el psicoanálisis es político) las feministas, las disidencias más que nada, o cualquiera que elija correrse una coma de los guiones amos y paternos en la heteronorma, guiones que nos prestan un sentido, al cual le debemos devoción y amor, en los cuales podemos tener una vida de reconocimiento pero de sometimiento; quien se corra entonces aunque sea una coma, conoce muy bien esta mortificación culpabilizadora.
Lejos de sentir esa completud empoderante, la insumisión te fragiliza, te asusta, pero también potencia. Por eso siempre es necesario las alianzas con otrxs que te recuerden que ese correrse un poco, ese disfrute ganado, esa autonomía, ahora nuestra como comunidad, esa multiplicidad fuera del guion, no es intercambiable con nada. Porque su potencia es la de imaginar y de producir mundos singulares, distintos.
Mundos por ejemplo, en los que no seamos ciudadanxs de segunda. Mundos en donde la curiosidad, el derecho a una vida más vivible, y la multiplicidad de la fuerza deseante arrancada de la deuda colonial y patriarcal, le gane a la culpa.
Aunque sea por momentos, a veces imperceptible.