¿Será que la felicidad puede convertirse también en un mandato insoportable?
Por Valentina Arias | Docente de UNCUYO
Existe un viejo debate acerca de cuán altos deben ser los muros de una universidad, esto es, cuánto del mundo exterior, del “mundanal ruido”, debe ingresar a los claustros. Hay dos respuestas extremas a este interrogante: la apuesta por el todo (se entiende que la universidad, como espacio de producción y transmisión del saber, debe estar abierta y en vínculo constante con la sociedad) o por la nada (el templo del saber debe necesariamente mantenerse separado del afuera, incontaminado y marchando a su propio ritmo). En el medio, como siempre, los matices.
Es curioso el caso de la Universidad Nacional de Cuyo: sus muros porosos dejan entrar algunos temas y problemas, se los deja recorrer el campus, ingresar a las aulas, eventualmente hasta formar parte de currículas. Y otros, en cambio, quedan esperando de pie en la puerta, con el acceso denegado. Un ejercicio interesante es analizar qué temas entran y cuáles quedan afuera y tratar de adivinar qué criterios de selección podrían estar en juego.
Desde hace algún tiempo, la UNCuyo ofrece charlas y talleres sobre “gestión de las emociones”, en los que se promete un abordaje de los sentimientos diseñado especialmente para “aprender a ser feliz”. Esto no es un invento de nuestra universidad, por supuesto, se trata de uno de esos temas que cuenta con pasaporte para ingresar y permiso para circular. La educación emocional es un discurso de moda en la época contemporánea, quizás porque calza perfecto con dos rasgos de nuestro tiempo: la ontología empresarial y la intolerancia al sufrimiento.
El primer concepto, acuñado por el filósofo Mark Fisher, hace referencia a cómo, en la actualidad, aparece como obvia la idea de que todo aspecto de lo social debe administrarse como una empresa; incluso el cuidado de la salud y la educación, advierte Fisher. Detrás de esta ontología, subyace la creencia de que el mundo empresarial “sabe” gestionar mejor, administrar más eficazmente los recursos, producir mayores ganancias y entonces, ¿por qué no imitar sus lógicas?. El espíritu del business se vuelve parte del sentido común: pareciera indiscutible que todo debe gestionarse como un negocio, con la lógica mercantil de evitar pérdidas y generar ganancias y la consecuente traducción automática de lo humano en términos comerciales. Así, debemos “incorporar recursos” para “actuar de manera asertiva” y así “favorecer el desarrollo” de… la felicidad.
Por otro lado, el profundo rechazo al sufrimiento es uno de los síntomas clave de nuestro tiempo. El clima de época nos invita (¿nos ordena?) a ser felices, a entregarnos sin resistencia a las variadas formas de placer, a disfrutar intensamente de todo, ya sea del sexo, del ejercicio físico, de una comida, de una serie o del trabajo. En este paisaje, la angustia, la tristeza y el sufrimiento son sentimientos fuertemente negados, etiquetados como patológicos y listos para ser tratados con la medicación necesaria. Además de desconocer que el malestar es inherente a la vida humana (y por lo tanto, ineliminable), estos discursos de exhaltación de la felicidad evaden cualquier cuestionamiento sobre cómo las estructuras políticas, sociales o institucionales influyen en los modos de sentirnos. Por el contrario, se produce un giro de la responsabilidad hacia el interior del individuo: cada uno es dueño de su propio destino y el encargado de producir su propia felicidad. Con las herramientas apropiadas y el coaching necesario, podemos aumentar nuestra confianza, desarrollar nuestra autoestima y animarnos a ser, finalmente, la mejor versión de nosotros mismos.
Los gurúes de la educación emocional proponen una domesticación de las emociones: reconocerlas, nombrarlas, ordenarlas y saber usarlas -siempre de manera estratégica y eficaz- cuando sea necesario, en su justa medida y para alcanzar ciertos objetivos. Estos individuos desconocen (ya sea por mera ignorancia o por interés calculado) buena parte de las reflexiones filosóficas y psicoanalíticas del siglo pasado: las personas no son transparentes ni siquiera para sí mismas. “Educación emocional”, “gestión de las emociones”: términos torpes y contradictorios en sí mismos, que proponen educar lo ineducable y gestionar lo ingestionable.
Todo esto podría quedar en una anécdota, más o menos indignante según quien la interprete, si no fuera por un hecho de proporciones trágicas, que ocurre al mismo tiempo y tiñe el escenario de un cariz espeluznante. Desde la vuelta a la presencialidad, se han producido intentos de suicidio por parte de estudiantes dentro de los edificios universitarios. Así, la escena no podría ser más ominosa: la UNCuyo organiza talleres para aprender a gestionar las emociones, con “DJs en vivo, sorteos y foodtrucks”, que luego tiene que suspender y reprogramar porque sus jóvenes se lanzan al vacío, atiborrados de angustia y sin palabras. ¿Será que hay algo que no funciona?, ¿Será que la felicidad puede convertirse también en un mandato insoportable?, ¿que los seres humanos somos un manojo de pasiones, que tanto el sufrimiento como el placer nos atraviesan sin escrúpulos y que no se trata de “aprender a administrarnos”? ¿Será que lo reprimido siempre encuentra vías para volver y que la vida, afortunadamente, no se domestica en talleres de gestión? ¿Será que la universidad debería mantenerse al margen de discursos meritocráticos, individualistas y empresariales y dejar pasar, por fin, otras preguntas, otras ideas, otras sensibilidades?