Derribando las vallas de la impotencia
Objetivamente, no fue, ni de cerca, un 17 de octubre; solo algún trasnochado o un iluso podría creerlo.
Objetivamente, el proceso judicial no se detiene y la guerra jurídica, en alianza con el poder mediático y la manipulación vía redes sociales, continúa.
Objetivamente, la lapicera la sigue teniendo Alberto, no Cristina, y los recortes de Massa, destinados a cumplir metas fiscales con el FMI, fueron un ajuste ortodoxo; nada de eso cambia.
Objetivamente, las debilidades y contradicciones de la coalición oficialista siguen siendo las mismas.
Pero… si todo sigue, en apariencia, igual, ¿qué significado tiene lo que sucedió en Recoleta?
Quienes estuvieron, vivieron la desazón, la vigilia, el aguante, el cansancio, la tristeza, la rabia, el encuentro, el empuje, el choque, el forcejeo, la violencia, la apertura, el desahogo, el avance, la alegría, el festejo.
Esa sucesión de acciones y emociones, comprimidas en tan poco tiempo y espacio, son, de por sí, algo extraordinario. Sin embargo, eso es solo una parte, la menos importante, de lo que sucedió en los últimos días. Lo realmente potente, fue que quienes no estuvimos en la intersección porteña de Juncal y Uruguay, igual vivimos todas esas sensaciones. Eso es lo formidable de lo que ocurrió, y no puede medirse objetivamente… no, por ahora.
Fue un pequeño drama épico. En esto no importan las magnitudes. Esa es la mentalidad de los circunscriptos, los incapaces de entender las dimensiones simbólicas de la realidad: en la identificación de masas con ese significativo, pero reducido grupo de personas que protagonizaron los hechos se juega un posible cambio de subjetivo en miles, quizá millones de personas.
Como en un teatro griego, los espectadores en todo el país, en todas las clases sociales, se mimetizaron con los actores en conflicto. Solo que el resultado de esa identificación despertó pasiones opuestas de un lado y del otro de la grieta social que atraviesa a la Argentina.
Del lado de la prepotencia, expresado en las vallas físicas de la Política Metropolitana, la identificación oligárquico-liberal, sintió miedo, un frío por la espalda, un temor con resonancias atávicas. Grafica este sentimiento el zócalo de TN mientras transmitía las imágenes de Recoleta. Decía una única palabra: “locura”. Esa sola voz resume, de modo brillante, la incomprensión frente a lo popular. Por si no alcanzaba con ese título, en tono de reflexión profunda, los periodistas Nelson Castro y Diego Sehinkman, desde sus formaciones respectivas como médico y psicólogo, reproducían al aire los clichés de un positivismo decimonónico, casi lombrosiano: ¿cómo explica esto, doctor? Es irracional, puede pasar cualquier cosa, es peligroso…
Es que en sus esquemas mentales solo caben individuos egoístas, autosuficientes, calculadores, que solo conocen de intereses y se cuidan a sí mismos. Incapaz de ir más allá de esa concepción, proyectan esa mentalidad y ven, siempre, detrás de una acción altruista o solidaria, un interés escondido. Caso contrario, no pueden entenderlo, lo tildan de irracionalidad y tratan de hallar la causa biológica, psicológica o cultural de esa desviación. Sería hasta cómico, sino es porque son formadores de opinión. En fin… nada nuevo en el pensamiento de esta gente.
Sin embargo, la placa de TN y los comentarios de los periodistas revelaban un sentimiento que esa derecha secular había olvidado en el último tiempo: el miedo ante el desborde. Un temor que, en otra escala, generó condiciones favorables para avanzar después de octubre del '45 y de diciembre de 2001. Probablemente, el antecedente más cercano de ese sentir fue aquel diciembre de 2017, cuando, gracias a la intensa pedrada, se frenó la reforma previsional del gobierno macrista. O acaso, con menor envergadura, fue aquella ocupación del campo de los Etchevehere en octubre del 2020.
Como sea, pasaron años, demasiados, en que la batalla electoral, y luego la institucionalización del conflicto social en un frente de gobierno que fue declinando hacia su opción más reaccionaria de gestión, generaron una profunda sensación de impotencia en la militancia nacional popular (como describimos en estas notas de mayo 2020, septiembre 2021 y enero 2022).
En ese plano es que el acontecimiento del sábado, en particular, tiene significaciones más profundas. Lo trascendentalmente importante no es la caída de las vallas metálicas colocadas por el gobierno de Larreta, empujadas in situ por cientos o miles de seguidores de Cristina. Lo especialmente gravitante es lo que puede implicar como empuje para derribar las vallas subjetivas de la impotencia en millones de personas.
Si ese sentimiento, nacido de la acción y de la convicción que llevó a poner el cuerpo a unos cuantos, es alimentado, puede ser el punto de apoyo que necesitamos para romper la inercia de la resignación, para despertar el fanatismo que propugnaba Evita en su último mensaje. Es esa entrega a una causa la que asusta a los sectores concentrados.
Hasta ahora avanzaron porque no tuvieron miedo. Hicieron mil tropelías en su gobierno, pero se fueron a dormir tranquilos a sus casas. Prometimos reformas judiciales que no sucedieron. Anunciamos investigaciones sobre endeudamiento y fuga y no ocurrió nada. Llegamos a comunicar expropiaciones con bombos y platillos, y a los días nos arrepentimos. Vieron debilidad, golpearon sutilmente y no tuvieron respuesta. Presintieron la sangre y golpearon más fuerte otra vez, y otra vez, y otra vez… Sobre nuestras flaquezas, se envalentonaron. Y decidieron volver por la cabeza de Cristina, ¡siendo Vicepresidenta de la Nación!, cuando no pudieron siquiera en los días de gloria de Stornelli y Bonadio, allá por el 2018, con el macrismo en el poder.
Esa tremenda debilidad y dubitaciones del Frente de Todos minaron la moral de los propios. Acaso fue necesario tocar fondo, para salir a flote. O, como dice el Indio, “cuando la noche es más oscura, se viene el día en tu corazón”.
Cristina es más que ella y su pasado. Tiene la fuerza de un símbolo. Es lo que los refutadores de leyendas no entienden. Necesitamos ahora que ese símbolo se vuelva carne en el protagonismo popular. No podemos volver a recaer en la rosca de palacio. Romper la inercia es sacar a la política de su encierro, la política de pocos, de esas negociaciones que nos tienen de espectadores pasivos, sin identificación ni protagonismo posible. Los rosqueros profesionales no fueron los que tiraron las vallas. Esos miran con desconfianza el desborde. Íntimamente, lo temen.
Es la oportunidad de entender que necesitamos hechos que desborden, no tweets. Escalar las acciones, con estrategia, con unidad, con un programa mínimo. Pero ojo que las acciones no son manifestaciones. Las acciones implican confrontaciones, señalamientos, presiones, a otro que tiene el poder o la riqueza que necesitamos para distribuir hacia abajo.
Por supuesto, sabemos que esto es de una gran complejidad, ya que no se puede desgastar al propio gobierno del que somos parte. Pero hay que enfrentar su derechización. Es una dialéctica complicada, pero necesaria: apretar al gobierno, sin desgastarlo, para tratar que redireccione su rumbo en ciertas políticas de alto impacto. Y al mismo tiempo ir proyectando figuras propias, de recambio, para las próximas elecciones, a las que deberemos asistir nuevamente en el marco de una coalición amplia.
¿Difícil? Claro, pero estamos frente a la posibilidad de incluir a un actor ausente: esa gran masa anónima que se identifica con Cristina, con las banderas del peronismo, con un proyecto de transformación social profunda junto a la Patria Grande. En concreto, hoy es conquistar el Salario Básico Universal y dar las disputas por la soberanía. En estos frentes solo será posible avanzar si, aprovechando el incipiente cambio subjetivo producido en estos días, hay una convocatoria al protagonismo popular que derribe definitivamente vallas de la impotencia.