Libertad, igualdad y justicia...lismo
La Revolución de Octubre, hija del Manifiesto Comunista (deudor éste, a su vez, de “la sangre y el lodo con que el capitalismo advino al mundo”), es una marca insoslayable en el devenir del último siglo. En Argentina, el Partido Comunista se funda en 1918 como producto directo de aquellas jornadas bolcheviques, pero 25 años después, aparece en la vida pública un coronel al que muchos pioneros comunistas argentinos -al igual que otros tantos defensores del capitalismo liberal- rechazan. Más allá de los juicios que podamos emitir sobre la subjetividad y los derroteros de aquel coronel, lo que me interesa aquí es invitar (e invitarme) a re-pensar el núcleo filosófico de la doctrina por él fundada: el “Justicialismo”.
Durante la presidencia de Cristina Kirchner, alguien describió al gobierno de entonces como “… de raíz peronista… sostenedor de un capitalismo con presencia del Estado regulador… sin Estado bobo” (Claudio Scaletta, Cash, Página/12, 01-12-13). La afirmación era justa, pero, ¿no habrá acaso algo más, un plus en el “Justicialismo”? ¿Podría ser posible definirlo en sí mismo, sin requerir de conceptos tales como “capitalismo con Estado fuerte”, o “socialismo nacional”? El nuevo “ismo”, nacido hace casi 80 años, no es un vocablo cualquiera, sino uno que invoca nada menos que a la “Justicia”: aquella que, para Sócrates y Platón, era la mejor y la más importante de las virtudes, la que llevaba a la “Idea del Bien”.
Libertad, Igualdad, Fraternidad
La Revolución Francesa cierra una etapa histórica que, nacida en los albores del Renacimiento y reafirmada con la Paz de Westfalia, significó la liquidación del orden feudal-teocrático-medieval.
Los revolucionarios franceses tomaron la Bastilla con tres consignas: “Libertad”, “Igualdad”, “Fraternidad”. Ahora bien, si los acontecimientos de 1789 pudieron ser catalogados como “revolución burguesa”, fue porque, de las tres consignas, terminó predominando la de “Libertad”, pero en un aspecto muy específico: el de “libertad económica” o “de mercado”. Así, la proclamada igualdad de derechos se fue desdibujando, mientras una ascendente burguesía imperial acumulaba pingües ganancias a costa de la explotación de ejércitos de trabajadores sin derechos, y de las sustanciosas rentas que llegaban a las metrópolis producto de la dominación colonial. Este estado de cosas es el que viene a denunciar Karl Marx a mediados del siglo XIX, proclamando que “el fantasma del comunismo recorre Europa”. La Revolución Francesa había dado lugar a un capitalismo salvaje que se salió de quicio, lanzándose a una acumulación despiadada, y eso fue lo que los marxistas quisieron enfrentar. Finalizó así el siglo XIX y, en 1917, la Revolución Rusa se presentó como respuesta a la masacre intercapitalista de la Gran Guerra. Los bolcheviques procuraron realizar el deseo de Justicia invocado por Marx, pero la historia no se detuvo: el flamante siglo XX vio después, entre tantas otras cosas, a esa Revolución menguando en régimen burocrático, para luego disolverse en las limusinas de nuevos multimillonarios que, hacia el fin del milenio, paseaban frente al Kremlin. Y vio nacer también, la pasada centuria, al “Justicialismo” en Argentina.
Viajemos un minuto al siglo VI a.C.: ante un régimen oligárquico que gobierna los destinos de Atenas cierto legislador, Solón, promueve un gobierno más justo. La Até o infortunio, dice, adviene por causa de la Dismonía o mal gobierno, como producto del ansia insaciable de acumulación por parte de los más ricos, y propone frente a ello la Diké (justicia redistributiva, primer antecedente de la Democracia). Volviendo a las tres consignas francesas de 1789, veíamos que el capitalismo se sintió heredero de la de “Libertad”, dando lugar a lo que hoy conocemos como “liberalismo” o “neoliberalismo”. Frente a la exacerbación desmesurada de la libertad económica, se levantó la voz de la segunda consigna, la de la “Igualdad” que, con Marx y Lenin, apuntó a un “igualitarismo” o “comunismo”. Pero los socialismos reales concebidos en base a la Igualdad se deslizaron, a su vez, hacia otra suerte de desmesura, aquella que olvidó el llamado de la diferencia individual, del deseo singular de cada sujeto, de la justicia que cada uno proclama frente a sus semejantes, del juego y del derecho de los particulares.
Fraternidad y Justicialismo
Es entonces que tornamos la atención hacia la tercera consigna que se escuchaba en la París revolucionaria, la de la “Fraternidad”. Si la pensamos como la que viene a sostener el derecho a la igualdad en el marco del derecho a la diferencia, y a implantar la armonía entre los opuestos, podríamos afirmar que la Fraternidad se realiza en la Justicia. Y si entre Libertad e Igualdad tenemos Fraternidad, entre Capitalismo y Socialismo tendríamos… ¿Justicialismo? De ser así, el “Justicialismo” dejaría de ser un “capitalismo” de determinadas características, o tal o cual tipo de “socialismo”, para postularse, en línea con los mencionados antiguos intentos atenienses, como un concepto filosófico actualizado de relación entre los hombres, que no sería ni capitalista ni socialista, ni priorizaría la ganancia del capital, ni abogaría por la abolición de las diferencias, sino que gobernaría por sobre las fuerzas del mercado, impulsando un equilibrio justo y armónico entre estas fuerzas y la inclusión social.
Otras fuentes, milenarias y no tanto
Mientras manos jacobinas hacían rodar la cabeza de Luis XVI, en el lejano pueblo prusiano de Königsberg aparecía un pequeño libro llamado Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Allí Kant lanzaba su Imperativo Categórico: “Actúa de modo que tu máxima pueda ser elevada a ley universal”, es decir, “no actúes” solamente en función tus inclinaciones. Si la propia inclinación es, según las leyes del instinto natural, la base de toda acción, Kant propone ir más allá de ese impulso, considerando un segundo ente motivador, exclusivo de los seres racionales: la conciencia moral o voluntad libre. El hombre es libre –afirma Kant- no en tanto sigue “libremente” sus pasiones o inclinaciones inmediatas, sino en la medida en que puede hacer algo con ellas, y ese algo consiste en decidir su acción teniendo en cuenta, siempre, si ella podría o no “ser elevada a máxima universal”. Esta ética, basada en el límite interpuesto por la presencia del otro, se juega también en el tzadek (aspiración a la Justicia) que atraviesa toda la Biblia hebrea, y que observamos tanto en el Deuteronomio (“Justicia, justicia perseguirás”) como también, por ejemplo, en que la elección divina de Noé para comandar el Arca se haya debido a considerarlo “un hombre justo”, y en muchas de las alegorías del más célebre de los profetas hebreos, Jesús de Nazareth.
La libertad humana, entonces, como libertad de la razón para hacer justicia entre los requerimientos de mi pulsión y el límite que el otro me impone, entre las aspiraciones más inmediatas del yo y las más sublimes de la justicia social. Libertad que Descartes y Spinoza veían en la adecuada administración de los apetitos (sin renunciar a ellos), y que el psicoanálisis invita a transitar dentro del Malestar en la Cultura y la restricción del goce.
Al poner esta dimensión conflictiva en el plano de la colectividad de los sujetos, el Justicialismo sería aquella conducción política que se aboca a la tarea de hacer Justicia procurando la armonía entre las distintas “razones” que se manifiestan, y buscan realizarse, en el seno de una comunidad de hombres libres.
Emulando a Perón, que cierra La comunidad organizada citando reflexiones de Spinoza sobre la relación del hombre con la eternidad, termino con palabras de un antiguo sabio hebreo, Hilel, que resuenan en el corazón de lo aquí dicho:
“Si no soy para mí, ¿quién lo será?
y si sólo soy para mí, ¿qué soy?”