La crisis espiritual del movimiento nacional

  • Imagen
    17 de octubre: día de la Lealtad peronista
    Lealtad peronista
DISCUSIONES DEL CAMPO POPULAR

La crisis espiritual del movimiento nacional

19 Enero 2024

¿Dios ha muerto… para el peronismo?

«Sin una creencia, un hombre vale menos que un hombre.»

Raúl Scalabrini Ortiz (1946). Tierra sin nada, tierra de profetas.

Toda comunidad requiere de un conjunto de valores compartidos. Estos no son racionales, sino que emanan de preconcepciones filosóficas, éticas y políticas elementales: ¿cuál es la naturaleza humana? ¿Somos egoístas o solidarios? ¿Cómo debemos organizarnos en sociedad? ¿Qué significan la justicia, el bien y la verdad? Las respuestas a estas y otras preguntas básicas constituyen la cosmovisión en torno a la cual el grupo se articula, se identifica y se desarrolla. Estos valores son “lo sagrado” para quienes pertenecen a él.

El origen y el fundamento de tales principios ético-políticos tienen propiedades míticas: se hunden en un pasado lejano y esbozan la imagen de un futuro deseable. En un sentido y en el otro, hacia atrás o adelante, estos axiomas tienen una trascendencia respecto al presente y el contacto con ellos son parte de la dimensión espiritual del ser humano. Son lo absoluto, lo divino, de una cultura, de una sociedad, de un grupo y vivir de acuerdo a ellos dota de sentido a la existencia. Como señala Ortega y Gasset en Ideas y creencias: «Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas “vivimos, nos movemos y somos”».

En el mismo sentido, la vitalidad de un movimiento político articulado en torno a valores depende en gran medida de la convicción que haya en ellos. Innumerables son los casos, a lo largo de los siglos, en que personas con una creencia inquebrantable condujeron el rumbo de los acontecimientos de su tiempo. De Jesús a Mahoma, de Lenin a Chávez, entre tantos otros líderes que, guiados por una fe indestructible en ciertas ideas y valores, en coherencia con su ejemplo de vida, fueron capaces de expresar los profundos movimientos de las placas tectónicas de la historia. Como dice Evita en Mi mensaje: «el fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar sus batallas. Es la gran fuerza de los pueblos». ¡Cuánta razón tenía! Con una genial intuición, captó lo esencial de la fe y su papel en la voluntad colectiva. Sus últimas palabras reponen el profundo sentido teológico de la política cuando es vivida desde la opción por los pobres, los excluidos, sus “cabecitas negras”, sus descamisados. En la agonía de su vida, Evita, nos recuerda que, sin fanatismo, sin fe, no se puede ir más allá de lo posible, arriesgar la propia vida, asumir la trascendencia de un proyecto revolucionario.

El tiempo pasó, y golpe tras golpe, el Movimiento fue socavado en esa vocación transformadora. Las desapariciones y el terrorismo de Estado hicieron un tremendo daño, pero no había confusión respecto a los buenos y los malos. La superioridad moral era de nuestra causa; los principios podían mantenerse en alto. Mucho peor fue el menemismo, la conversión del peronismo en fuerza neoliberal: más que la sombra de los setenta, es la oscuridad de los noventa la que se proyecta hasta la actualidad. Los años kirchneristas se centraron en la memoria del genocidio y en políticas de inclusión, pero no se logró revertir los resabios de neoliberalismo al interior del Movimiento, del Estado y la sociedad. Cuando decimos “neoliberalismo” nos referimos a la adopción del horizonte liberal-capitalista como inevitable, en el marco de una democracia formal, y la necesidad de negociar los límites dentro del juego de poderes institucionalizados. Nunca ir más allá, aunque eso implique la imposibilidad de superar los altos niveles de deterioro nacional (pobreza estructural, extranjerización y concentración económica, etc.).

Por supuesto, hubo tensiones en torno a esto, y en su mejor momento el kirchnerismo cristalizó un ideal potencialmente comunitario: “la patria es el otro”. Allí anidaba, como posibilidad, la clave solidaria con la que superar el gen del individualismo neoliberal. Pero no llegó a hacer sistema con el conjunto de la política de esa etapa, mayormente reducida a la gestión de lo posible, buscando dar pasos de inclusión. El proyecto quedó inconcluso, caduco, por falta de radicalidad, y la regeneración cultural del peronismo y la sociedad no se concretó. Con el tiempo quedó expuesto ese límite, al menos para una parte del Movimiento. Aunque, ciertamente, faltó dar cauce a una discusión clave acerca de por qué tras una “década ganada” perdimos el gobierno: ¿fue porque avanzamos demasiado o porque no fuimos a fondo? De ese debate, claro está, se siguen caminos divergentes de acción.

En simultáneo, la globalización daba una nueva embestida de la mano del capitalismo de plataformas (redes sociales, streaming, etc.), que gradualmente provocó la asimilación acrítica de problemas, discursos y realidades de Europa y Norteamérica como propios. En una inversión ideológica formidable, el movimiento nacional y popular se volvió vehículo para un posmodernismo cosmopolita, que prometió la liberación mediante la deconstrucción individual y los cambios en el lenguaje y las formas. Además, revalidó el escepticismo respecto a los grandes cambios, retroalimentando aquella impronta neoliberal que nunca fue del todo extirpada. Como resultado, ocupo la escena un peronismo “progre”, que se volvió parte de un establishment educado, universitario y científico, elevado sobre el estrado de la corrección para juzgar a los bárbaros. Y mientras tanto… del otro lado del abismo… el deterioro de las condiciones materiales impactaba en clases medias y bajas, y emergía una nueva clase social, compuesta por trabajadores precarizados –excluida de las bondades del capitalismo de bienestar y de la seguridad del Estado, pero incluida en la cultura digital neoliberal– encontraba que su rabia frente al statu quo no era hablada por nadie.

Nutridos por esas lecturas de moda, se tomaron decisiones que siempre implicaron que “la sociedad se derechizaba”, y por lo tanto había que ofrecer candidatos que interpelaran ese supuesto giro (a propósito, ¿nunca nos preguntamos como producto de tantos años de gobierno “popular” ocurrió eso? La explicación que más de repite es que los medios de comunicación y blablablá… ¿Será que no hay ninguna responsabilidad nuestra en esa “derechización”? ¿Qué valores fomentamos en la década ganada?). En fin, así fue como los tres últimos candidatos a presidente –Scioli, Alberto, Massa– pretendieron reflejar este cambio en la sociedad. Los resultados están a la vista: figuras oportunistas que, sin ruborizarse en los más mínimo, un día están de un lado, al siguiente del otro, quedaron consagradas con la más alta candidatura del Movimiento.

Por algunos esto es festejado como “pragmatismo” o “vocación de poder”. Pero, en verdad, expresa la reducción del peronismo a instrumento de poder sin proyecto, sin valores, sin barreras infranqueables. Refleja el fin de lo sagrado, de la trascendencia que dota de sentido al sacrificio, al esfuerzo militante. Y, como dijera el gran novelista ruso, «si dios no existe, todo está permitido». Y, agregaríamos, si dios no existe, sin valores sagrados por los que luchar, todos se miran el ombligo, cada uno se repliega sobre sí mismo. La consagración del pragmatismo desideologizado como modelo a seguir es el fin de la utopía y el auge del individualismo. Por supuesto, la flexibilidad táctica es válida, pero siempre y cuando haya claridad estratégica, planificación, valores y convicciones firmes. A no confundir una cosa con otra…    

Así pues, producto de estos y otros factores, el Movimiento quedó desangelado. Al perder la fe en sus ideales, se apagó su chispa, lo abandonó su ángel. La voluntad transformadora se ha resentido profundamente. Frente a eso, hoy, como sabemos, la situación es extremadamente crítica. Enfrente existe la voluntad firme de arrasar con lo que queda de la Argentina. La supervivencia de nuestra patria, tal como la conocemos, con sus defectos y virtudes, está en riesgo. Y la única posibilidad de resistir el atropello reside en el movimiento nacional y popular, cuya expresión ampliamente mayoritaria es el peronismo. Es decir, en la superación de su crisis espiritual está en juego la supervivencia de nuestro país. Y esa superación requiere necesariamente de una nueva fe, de la creencia inquebrantable en que nuestras ideas son la fiel expresión de valores sagrados, y que nuestros líderes los encarnan con su palabra, con su cuerpo y con su vida.

Una nueva fe

«Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas,

sino de crear las propias.

Horas de grandes yerros y de grandes aciertos,

en que hay que jugarse por entero a cada momento.»

Raúl Scalabrini Ortiz (1932), El hombre que está solo y espera.

La fe tiene una característica: no puede impostarse. O se cree o no se cree. Claro, hay quien actúa externamente como si se creyera, adopta los hábitos y costumbres pertinentes. Pero más temprano que tarde la simulación cae, sobre todo en las encrucijadas críticas, y se revela la interioridad del ser humano, su esencia. De ahí el valor de la coherencia y la acción desplegada por una persona a lo largo de las décadas. En criollo, cuando las papas queman, son pocos los que se animan a chocar contra los poderes concentrados, exponiendo su libertad, su familia, su reputación. Sin dudas, Cristina, la última setentista en los altos estrados de la política, con sus aciertos y errores, ha sido un faro al exponerse durante años a una confrontación; de ahí el odio que ha suscitado y la campaña para destruirla; de ahí el amor y respeto que generó en el grueso del Movimiento.

En cambio, gran parte de la dirigencia peronista, en particular quienes conforman el instrumento político, ha perdido el coraje y se ha vuelto incapaz de creer en un mundo distinto. La realpolitik ha secado su núcleo ético-mítico. Están vacíos por dentro. El peronismo reducido a la gestión de lo posible y a la carrera por cargos extravió su alma, su idealismo, su corazón. A veces, a modo de liturgia, se repite en el discurso los valores de la justicia social, de la independencia económica, de la soberanía política. Pero no se muere por ellos, no se asumen riesgos, no se les pone el cuerpo, no se sufre junto a las víctimas. No viene mal recordarles una vez más lo que nos decía Eva en Mi mensaje: «…porque aunque tengan dinero, privilegios, jerarquías, poder y riquezas [los oligarcas] no podrán ser nunca fanáticos. Porque no tienen corazón. Nosotros sí. Ellos no pueden ser idealistas, porque las ideas tienen su raíz en la inteligencia, pero los ideales tienen su pedestal en el corazón».

Para no ser oligarcas, por tanto, tenemos que dejar a un lado los vicios del dinero, los privilegios, las jerarquías, el poder, y volver a sentir con el corazón el dolor de los humildes, recuperar el fervor idealista de los grandes cambios. ¿Dónde comenzar? Primero, hay que reconocer una realidad dual: una cosa es el peronismo, como fuerza liberadora e identidad que en Argentina asumió gran parte del movimiento nacional y popular; potencia emergente, común a todos los países periféricos, que buscan romper la relación de dependencia y reconducir el flujo de riquezas de arriba-afuera hacia abajo-adentro. Otra cosa es la traducción política de eso, que desde un inicio estuvo en tensión con el ímpetu vivo de un pueblo; unas pocas veces, esa tensión fue creativa y pudo articularse potencia e instrumento de poder, pero en la mayoría de las oportunidades la política no expresó, reemplazó o incluso aplacó, según el momento, a la fuerza social. Para entender esto, podemos apelar a dos analogías. Por un lado, el cristianismo, como potencia redentora surgida de la prédica de Jesús en favor de los pobres, y la cristiandad como aparato político, casi siempre de dominación, surgido en el siglo IV. Por otro lado, el marxismo como ideología de la clase obrera versus su uso como discurso legitimador de un grupo dominante en gran parte de los países comunistas (nomenklatura).

Esta distinción es clave, porque si de algún lado renacerá el peronismo, no será desde una dirigencia envejecida de espíritu, distante del sentir nacional popular. Aquellos que condujeron al Movimiento a los peores resultados electorales en su historia, no pueden sacarnos del pantano. En otra época, el honor militar obligaba al suicidio luego de un fracaso vergonzoso. Hoy, los mariscales de la derrota no aparecen o se pasean ufanos, sin dar cuenta de lo ocurrido ni de su responsabilidad en ello. Y cuando hablan, escuchamos dos posturas igualmente paralizantes, autojustificativas: “no se puede hacer nada, hay que esperar”, o “ya se cae, no llega a fin de mandato”. Ambos discursos se apoyan en subestimaciones muy peligrosas: el primero, desestima el papel de la acción organizada; el segundo, menosprecia la capacidad del contrincante al que nos enfrentamos.

Respecto al papel de la voluntad colectiva, esta es la manifestación de esa potencia liberadora que anida en un pueblo. La comunidad movilizada por una agresión rápidamente se unifica en torno a lemas defensivos. De lo que se trata, antes que desalentar su acción, es darle un cauce superador. O sea, organización y estrategia. Si damos vuelta la frase, nos queda el camino por seguir, y nos invita a vivir el tiempo mesiánico de la urgencia: “¡hay mucho por hacer, no se puede esperar!”. Este tiempo-ahora no entiende de analistas, sino de profetas, de aquellos que con su palabra y su acción nos guían hacia lo trascendente, más allá de nosotros mismo, hacia lo que parece imposible para la inteligencia fría. 

En cuanto al enemigo que enfrentamos, el peor de los errores es despreciarlo. Están demostrando decisión, tienen claridad de hacia donde se dirigen y fueron capaces de plasmar esa idea en instrumentos legislativos y ejecutivos muy precisos. Estos aciertos formidables no significan que se traduzcan automáticamente en capacidad de llevarlo adelante. Ahí entra el campo de las relaciones de fuerzas, cuya dinámica es imposible de anticipar en su totalidad, y que es la resultante de la acción de los más variados factores de poder en su interacción con el humor social y la realidad material. En estas circunstancias, no hay nada dicho, excepto que un presidente no se cae solo… lo empujan para que se caiga. Y la sucesión presidencial, por cierto, no implicaría un avance popular precisamente.

Por lo que antes de alimentar ilusiones de futuros inciertos y riesgosos, más bien procuremos concentrarnos en las relaciones de fuerza que permitan condicionar la gestión de gobierno, al mismo tiempo que elaboramos la posibilidad de superación de la situación actual. Esto es, reponer al Movimiento como proyecto de transformación social y liberación nacional. Algunas de las coordenadas para entender el momento y enfrentar al gobierno actual las exploramos en esta nota. Mientras que para la discusión sobre cómo superar la crisis espiritual del Movimiento, sugerimos para la discusión los siguientes puntos:

Adoptar una renovada y genuina perspectiva nacional-popular: básicamente, la Argentina como totalidad, el nacionalismo como programa y el pueblo trabajador, en todas sus formas, como sujeto privilegiado y protagónico. Sobre esto hay que hacer un reparo importante. Durante décadas el Movimiento hablaba desde una mayoría social. Luego pasó a ser primera minoría, y hoy es tal vez segunda minoría. Es decir, está perdiendo rápidamente anclaje entre las clases trabajadoras, que constituyen la inmensa mayoría del pueblo. En nuestra ceguera y obstinación por no ir más allá de ciertos tópicos, discursos y formas organizativas, abandonamos, sobre todo, a quienes, hijos de un capitalismo excluyente que no supimos transformar, transitan sus vidas sin seguridad social, sin el amparo del Estado, sin perspectivas claras de futuro. El nacionalismo-popular, para volver a ser un movimiento de mayorías, debe ir en busca de esos sectores que dejó en el desamparo o le ofreció migajas.

Hacer carne una ética del servicio: desterrar la idea de la política como carrera de cargos, como privilegio, y refundarla desde una concepción comunitaria. En este marco, establecer en alto el valor de la austeridad y el combate a la corrupción, verdaderos talones de Aquiles del peronismo en las últimas décadas. Asimismo, poner en el centro el compromiso efectivo, la coherencia, la entrega a una causa, como modelos a seguir para el conjunto. Es exactamente lo opuesto a la imagen de funcionarios tomando cocktails en el Caribe, cenando en restoranes de lujo, conduciendo autos de alta gama o navegando en suntuosos yates. Ante la réplica que dice “pero, los neoliberales lo hacen y nadie se indigna”, la respuesta es evidente: ellos proponen eso para la sociedad; en cambio, nuestro proyecto se basa en la creencia en el valor sagrado de la justicia social. En ellos es consistente con su ideal de opulencia; en nosotros es incoherencia repulsiva, que produce un grave daño a la moral y a la credibilidad del peronismo.

Ofrecer una utopía: es imprescindible dejar atrás el posibilismo, que tanto mal ha hecho al Movimiento; para convencer a otros, es preciso creer con fe ciega que es posible y necesaria una Argentina Humana, donde se cumplen los anhelos de una vida mejor para todos. Este proyecto se articula en torno a valores absolutos, como igualdad, libertad, comunidad, soberanía, trabajo, derechos, familia, Estado, entre otros. Y debe poder ofrecer, además, respuestas inmediatas a las cuestiones urgentes para las mayorías, como la inseguridad, la inflación y la pobreza. La utopía no puede hablar el lenguaje de los analistas, con filminas llenas de números y explicaciones sesudas. Sino que debe hablar la lengua del pueblo, interpelar los núcleos de buen sentido, al corazón de la gente. Luego la argumentación y la razón, imprescindibles sin dudas, acompañan y desarrollan la utopía en planes concretos, palpables. 

Establecer una historia mítica: el electoralismo y la política centrada en cargos, al convencerse que no eran posibles las transformaciones profundas, dejó de lado los fundamentos míticos del proyecto político. Los seres humanos nos alimentamos de ideas y valores, no solo de pan y agua. El Movimiento es la continuidad de una historia que es milenaria, trans-histórica, donde combaten el bien versus el mal, la vida versus el capital/la riqueza, la comunidad versus su desintegración (la soledad), los valores versus los antivalores, el Cristo y el Anticristo. En el giro secularizador de las últimas décadas, el Movimiento perdió esta dimensión (presentes en Perón y Evita, sin ir más lejos), quedando en manos de la nueva derecha neoliberal. Por caso, Milei articuló su discurso mesiánico entorno a una interpretación histórica de matriz judeocristiana, con un pasado dorado perdido, una caída, y una redención si logra barrer con los pecados, las culpas y los obstáculos (“la casta”, “el Estado”). También ha hecho reiteradas alusiones a hechos bíblicos (rebelión de los macabeos, la liberación de Moisés de Egipto, etc.) y a sucesos vinculados a la historia larga del capitalismo, el comunismo y el liberalismo. De nuestro lado, nos limitamos a ofrecer indicadores numéricos y propuestas tibias de gestión.

Recuperar el valor de la organización y la estrategia: en un Movimiento de liberación nacional, estos elementos son medio y fin. Son medio, porque permiten lograr aquellas metas de fondo que nos proponemos. Pero son fin, porque en el transcurso, en la acción cotidiana, construyen la comunidad que añoramos, basada en la solidaridad, el compromiso, la pasión por un ideal igualitario. El electoralismo como forma dominante de la política ha conducido a instrumentalizar el valor de la organización y a que predomine un tipo de cálculo táctico, sin estrategia. Esto último retroalimentó, a su vez, la imposibilidad de lograr grandes transformaciones, ya que estos requieren de una elaboración y planificación estratégica de mediano y largo plazo.

Retomar la formación política y la batalla por las conciencias: el economicismo dominante en el Movimiento implicó creer que alcanzaba con una buena gestión para que la sociedad acompañara el proyecto político. El abandono de la formación política y la batalla cultural fue casi total. A lo sumo, se ofrecieron instancias esporádicas, no sistemáticas, de formación, y algunos discursos televisados. Lo que implica, en los hechos, dejar la educación política y cultural en manos de las redes sociales, los medios de comunicación, el mercado y, con suerte, el autodidactismo. Esta pérdida de formación se hizo más acuciante con el paso del tiempo. Mientras la influencia de los setenta, y su impronta militante, seguía vigente, parte de ese legado se transmitía en charlas, en militancias cotidianas, en lecturas que pasaban de mano en mano. Esa generación está cumpliendo su ciclo vital, y muchos que fueron referentes, formadores, pensadores nacionales, ya no viven o están retirados en la práctica. De ahí que la formación sea hoy más importante que nunca. Es la obligación de mantener una tradición, una corriente de ideas y valores, en la sociedad argentina.

Identificar claramente al contrincante: entre tantas cosas que nos recuerda la derecha acerca de cómo hacer política, una es la importancia de identificar claramente al contrincante. Milei construyó la “casta”, como antes el PRO había postulado al “kirchnerismo” como causa de todos los males. El peronismo sabía esta verdad básica: alguna vez confrontó con la oligarquía, los vendepatrias, el imperialismo. Durante el kirchnerismo, en parte, se logró plantear un choque, con un contrincante más definido o más desdibujado según el momento (el “campo”, “Clarín”, los “fondos buitre”, el “círculo rojo”) e implicó, hacia el final, adoptar una “grieta” en la sociedad, en buena parte funcional a los poderes concentrados. Pese a todo, había una confrontación. Luego de eso, el peronismo desdentado que ha dominado los últimos años buscó ser conciliador, ubicarse por fuera del conflicto, mostrándose incapaz de definir claramente contra quienes combatía. Esto produjo una actitud claramente defensiva. Si de, pasar a la ofensiva se trata es preciso señalar por qué se lucha, pero también claramente contra qué y quiénes.

Favorecer el recambio generacional: quienes condujeron al Movimiento a su crisis actual, difícilmente puedan ser los protagonistas de su superación; su ciclo está cumplido. En vez de procurar ocupar los primeros planos, deben contribuir a la reflexión de lo sucedido, a la formación técnica, política y la batalla de ideas, y al surgimiento de una nueva generación de cuadros. Los “setentistas”, con sus aciertos y errores, cumplieron su etapa vital, y la generación formada en el alfonsinismo y menemismo transitó una etapa difícil para su formación subjetiva como militantes. Como hipótesis, creemos que la nueva generación, con más aptitudes para la confrontación, es la que se forjó en torno a la crisis del 2001. En esa camada, con algunos anticuerpos a la burocratización, en muchos casos con experiencia real de construcción en el territorio, que se embebió de los ímpetus de la Patria Grande en la primera década del siglo XXI, puede hallarse la clave para la renovación del Movimiento. 

Para cerrar, recordemos la urgencia del momento. La patria está en peligro y solo nosotros podemos salvarla. Pero únicamente si nos regeneramos y somos capaces de salir del círculo vicioso en que nos encontramos. Para ello es preciso recuperar la fe en algo, en alguien y en nosotros mismos… tal como dijera aquel joven cubano, de solo 27 años, tras lo que parecía una derrota definitiva para otros, pero que él, con la claridad estratégica y la firmeza en las ideas y valores que siempre tuvo, transformaría en victoria:

«Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre»

Fidel Castro (1953). La historia me absolverá.