Juventud y militancia, por Claudio Ponce
La Argentina de la segunda mitad del S.XX acompañó la turbulencia política de América Latina en particular y del Tercer Mundo en general. El surgimiento del “Peronismo”, movimiento nacional y popular propio de nuestro país, fue un quiebre en nuestra historia respecto de la hegemonía de la clase dominante. Los hechos del 17 de octubre de 1945 fueron la bisagra que abrió la posibilidad de la irrupción de los trabajadores en la escena pública. Los diez años posteriores fueron de inclusión y reformas culturales que sorprendieron por su avanzado grado de modernización, pero el odio exacerbado de la “gente fina”, puso fin al proceso de incorporación de los sectores subalternos de la sociedad. El destino de nuestro pueblo cambió abruptamente.
Los años pos peronistas fueron tiempos de represión y resistencia. Esta situación fue moldeandotransformaciones culturales y políticas impensadas que coadyuvaron a la formación de una nueva generación transgresora y revolucionaria. Las fusiones de la izquierda y el peronismo, de los estudiantes y los obreros, y de la práctica religiosa con la práctica política, hicieron visible un fenómeno generacional que decidió luchar por todos los medios contra las dictaduras locales y el sistema imperialista mundial. Allí surgió un “colectivo juvenil” que signó una época. El “Compromiso”, la “Solidaridad” y la “Mística Militante” fueron atributos de la praxis política desde la Resistencia Peronista hasta los años del Terrorismo de Estado.
Muchos autores de diversas corrientes ideológicas e historiográficas coincidieron en observar la forma común de hacer política durante ese período. Liliana De Riz y Mónica Gordillo, para nombrar algunos académicos que trabajaron el tema, destacaron las particularidades de un sector juvenil que no estaba dispuesto a dejar pasar la historia sin demostrar su voluntarismo para transformarla.
Fue necesaria una violencia patológica para frenar el ímpetu de quienes estaban seguros de que la “revolución” ya rozaba los dedos de sus manos. La “banalidad del mal”, en términos de Hannah Arendt, la “industria del exterminio” y la metodología de la “desaparición forzada” fueron los instrumentos de una dictadura terrorista que estuvo dispuesta a matar a todos los que fueran considerados “peligrosos” o que pudieran entorpecer el restablecimiento del “orden y la seguridad” en beneficio de pocos.
El efecto nuclear del Terrorismo de Estado en la sociedad argentina fue devastador. La violencia institucionalizada sirvió como herramienta para internalizar el miedo, el individualismo y el “sálvese quien pueda”. El “Compromiso”, la “Solidaridad” y la “Mística Militante” fueron conceptos que también “desaparecieron” por la fuerza del diccionario y del vocabulario. Estas secuelas de la destrucción se hicieron sentir durante veinte años después de la dictadura en tiempos de una supuesta vida democrática. En realidad, el trabajo sucio de los dictadores había tenido ciertas derivaciones exitosas demostradas con el provocado fracaso de Raúl Alfonsín y con las medidas de la década neoliberal menemista. La sociedad, golpeada y fragmentada por el miedo y el egoísmo, hacía ver a la Nación como una nave sin destino. La política como sinónimo de corrupción, slogan preferido de la dictadura, se adecuaba al universo de una praxis ligada al fenómeno mediático donde ser rico y famoso garantizaba “inteligencia”. Herencia del Terrorismo Estatal que estalló con la crisis del 2001.
El horror y la oscuridad no vencieron en forma definitiva. Las flores taladas volvieron a crecer. La sabiduría popular y el sentimiento de pertenencia a una Nación, a un pueblo, sobrevivieron a la hecatombe.El fenómeno kirchnerista, más allá de las intenciones de quienes dieron nombre a este naciente movimiento, demostró que las raíces del peronismo seguían intactas. La recuperación de las ideologías en pos de mayor justicia e igualdad despertó nuevamente juventudes aletargadas. El colectivo juvenil encontró nuevos canales de participación que aumentaron su confianza y reforzaron su identidad con un proyecto nacional que retomaba, con variantes propias, las viejas luchas del pasado. Los que nacieron con la recuperación de las instituciones en 1983, hoy se están incorporando a la política como una continuidad de las aspiraciones de sus progenitores.
Las propuestas del kirchnerismo, el llamado a la transgresión y a la conciencia de que todo está por hacer y construir, movilizó nuevamente a las mayorías y entusiasmó a jóvenes que recuperaron ideología y compromiso. La “Cámpora” no es más que la expresión de un grupo de jóvenes que, luego de una “larga noche de pesadillas”, confían en el advenimiento de un nuevo amanecer, de un nuevo comienzo para edificar una sociedad más igualitaria. Algunos de ellos más profesionales, más preparados quizás para el ejercicio de la función pública sin complejos de culpa y sin temor a sentirse “oligarcas” por el ejercicio del poder. El prurito de muchos jóvenes de los años setenta de no tomar cargos por miedo a distanciarse de las bases fue un prejuicio absurdo. La posibilidad de entender el concepto de poder como un verbo que llama a la construcción, al hacer comunitario, contrariamente a concebir el poder como dominación y opresión, es la alternativa que se abre con las propuestas del movimiento K. La “gloriosa J.P. del ’73 no supo “hacerse cargo” de la gestión durante la primavera camporista. Los errores del pasado se pagaron muy caros, el poder que no se ejerció con la conciencia de hacer el bien, otro lo utilizó para hacer el mal.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner dio claras muestras de lo que significa una opción por la juventud. Se puedeobservar claramente que confía plenamente en ellos, en los jóvenes-adultos y en los jóvenes en formación, esa era la apuesta de Néstor y sigue siendo la de Cristina. La juventud peronista K dio evidencias notorias de la importancia de revalorizar el “Compromiso” político, falta profundizar la “Solidaridad” y recuperar la “Mística”. Este último concepto, derivado del ámbito religioso, no reniega de lo político, refiere a una militancia desinteresada y confiada en la posibilidad de alcanzar los objetivos estratégicos. Exige cierta voluntad y ascetismo que genere la humildad necesaria para reconocer las limitaciones de cada militante, solo con esta convicción se pueden concretar los ideales sostenidos. La envidia, los celos y el vedetismo conducen al triunfo de los enemigos. Quizás este tipo de problemas se pueden vislumbrar más en la ciudad de Buenos Aires, peleas de cartel que no responden a lo que demanda el Movimiento y la Patria. Dejar lugar a los compañeros más preparados en lo profesional, en lo político e incluso en lo moral y no berrear por la defensa de la pequeña quintita, es un signo de madurez política. La comunidad debe estar por encima de la individualidad, y la organización y la formación de los militantes por encima de la improvisación a la hora de elegir a quienes deban ejercer funciones públicas. El proceso de construcción identitaria con el Movimiento Nacional y Popular está en marcha, es fundamental no dejar de enseñar, de “formar cuadros”, de concientizar, y de hacer de la política la máxima expresión de libertad de los pueblos.