Scalabrini Ortiz ante la crisis espiritual de nuestro tiempo

  • Imagen
DEBATES

Scalabrini Ortiz ante la crisis espiritual de nuestro tiempo

14 Febrero 2025

El 8 de febrero se oficializó la decisión del gobierno de Javier Milei de volver a privatizar parte de los ferrocarriles argentinos. Concretamente, el Belgrano Cargas, cuya red ferroviaria atraviesa 17 provincias del noroeste y centro del país. A toda persona con conciencia nacional, esta noticia no puede más que producirle tristeza. ¡Y desazón ante la falta de respuestas de nuestro campo político! Por eso en el día de su natalicio recuperamos las enseñanzas de Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959). Pero no en sus facetas más conocidas, sino en aquella que nos interpela desde la utopía y la esperanza. 

“¡Creer! He allí toda la magia de la vida”. Con esa frase tan particular encabezó dos de sus libros: El hombre que está solo y espera (1931) y Tierra sin nada, tierra de profetas (1947). ¿Qué significa ese lema? ¿Por qué usó el mismo epígrafe en momentos tan diferentes del país y de su quehacer intelectual? ¿Tiene algo para decirnos frente a la actual crisis espiritual del movimiento nacional? Para responder a estas preguntas, a continuación nos adentramos en aspectos poco explorados de su obra: la dimensión mística, ética y profética. 

¿Una anomalía en su producción?

Scalabrini Ortiz es recordado fundamentalmente por sus grandes aportes a develar los engranajes del imperialismo. En particular, sus dos mayores líneas de investigación compiladas ambas como libros en 1940: Política Británica en el Río de la Plata e Historia de los Ferrocarriles Argentinos. Esos trabajos por sí solos le hubieran alcanzado para ingresar al podio de los mejores pensadores nacionales. Su lectura es un punto de paso obligado en la formación de la conciencia nacional. Además, realizó aportes significativos sobre infinidad de temas: la política monetaria y el Banco Central, la evolución histórica de los ingresos populares, la batalla por el petróleo, la neutralidad frente a la Guerra Mundial, la línea histórica del yrigoyenismo al peronismo, la puja entre transporte automotor y ferrocarril en torno a la Coordinación de Transporte, la Constitución del ‘49, el artículo 40 y las relaciones entre pueblo y soberanía, la política económica de la Libertadora, entre otros. Sobre estas y otras cuestiones, pueden verse Yrigoyen y Perón (1948), Aquí se aprende a defender a la patria (1957) y las compilaciones posmortem de artículos periodísticos hechas por Vicente Trípoli tituladas Cuatro verdades sobre nuestras crisis (1960) y Bases para la reconstrucción nacional (1965) (todos disponibles en reediciones actuales, en bibliotecas y en internet). 

Pero más allá de estos enormes aportes analíticos en materia económica, histórica y política, Scalabrini escribió otras obras que no encajan fácilmente en esa línea metódica de trabajo investigativo. En ellas aparece una apelación a la mística, el papel de la creencia, la búsqueda de una fe y la reflexión sobre la trascendencia. Nos referimos a La manga (1923), y, sobre todo, El hombre que está solo y espera (1931) y Tierra sin nada, tierra de profetas (1947). En el caso de los dos primeros, podría justificarse la anomalía de estos textos por ser obras juveniles. Pero la aparición tardía, tras lo mejor de su producción de investigación, del libro de 1947 deshace esa interpretación. Además, distribuidos en publicaciones a lo largo de los años reaparecen las mismas alusiones a la espiritualidad que desarrolla extensamente en esos trabajos tan particulares. Por lo que no hay “dos Scalabrini”, sino que son distintas facetas del mismo. Y fue esta dimensión mística, menos conocida, la que le dio las energías para desplegar los descomunales esfuerzos realizados en sus trabajos más visibles.   

En busca del sentido

En su juventud, Scalabrini pasaba su tiempo entre la bohemia porteña y su afición por los deportes, en particular, el boxeo (en el que llegó a ser campeón nacional amateur). Hijo de un reconocido naturalista y educador italiano, Raúl había crecido en contacto con la ciencia, la técnica y la naturaleza. Quizá por eso quiso ser ingeniero en 1916, aunque la frialdad de las aulas universitarias le hicieron cambiar a una carrera por entonces más breve con el afán de terminar pronto: agrimensor (de lo cual se recibió en 1919). También era hijo de una mujer de familia tradicional entrerriana vinculada a la cultura, a la cual pertenecían el poeta Evaristo Carriego y el escritor Manuel Gálvez. Estos dos referentes fueron quienes lo introdujeron tempranamente en lo más renombrado del ambiente artístico. Mientras tanto el joven Scalabrini leía cuanta literatura caía en sus manos. En especial, se fascinó con los rusos: Dostoievski, Tolstoi, Gorki y Gogol. Admiraba en ellos la devoción por su pueblo.

En torno a esas influencias e inquietudes variopintas, publicó a los 25 años su primer libro de ficción: La manga. Contiene una serie de cuentos que fueron bien recibidos por la crítica y lo anunciaban como una promesa literaria. Pero aquí nos interesa recuperar algunas pinceladas que leídas a la luz de la historia posterior del autor preanuncian su devenir. Sin prestar atención a esas señales no puede entenderse como este joven bohemio, deportista, con inclinación al arte e indiferente a la política se vuelve en la década siguiente en el pensador nacional por antonomasia. Veremos que en sus ficciones laten en potencia las simientes que florecerán más adelante. Pero esa latencia no es analítica, del orden de las cuestiones explícitamente abordadas en sus cuentos, sino de nivel existencial. 

La soledad, la obsesión, el caos, el morbo, la infelicidad y la crueldad son algunos de los tópicos de sus cuentos. Hay un evidente trasfondo de angustia que lo acerca al sentir de la Europa de entreguerras y a escritores locales como Horacio Quiroga (“Cuentos de amor de locura y de muerte”, 1917) o Ricardo Güiraldes (“Cuentos de muerte y sangre”, 1915). Un clima decadentista dominaba la cultura. Hasta aquí el joven escritor no hace más que reproducir el eco de los desasosiegos burgueses ante el fin de la Belle Époque. La diferencia surge en relación al qué hacer frente a esa crisis. En sus cuentos plantea con claridad la necesidad de una creencia que le dé sentido a la existencia y oriente su acción. Afirma en boca de uno de sus personajes que “no hay felicidad mayor que encontrar su vocación” (p. 84). ¿Es la ciencia, el arte, el deporte, acaso la riqueza o el poder, ese sentido que anhela? Lejos de ello, los indicios de su respuesta asoman en frases como “me confundo con la muchedumbre y mi personalidad se esfuma” (p. 63) o “sin luchas, la existencia no presenta atractivos” (p. 41). 

Son todavía voces tímidas dentro de una polifonía que habita al joven Scalabrini. Ya se expresan con claridad, aunque aún no dominan su personalidad multifacética. Sin embargo, en torno a la primera cita vemos aparecer su pasión por las multitudes y su anhelo de olvido de lo individual: lejos de pretender un estatus diferenciado busca ser “uno cualquiera” (como repetirá en múltiples trabajos). En otros términos, la trascendencia del yo en el nosotros y, por ende, del interés privado en el bien común. Este sentir profundo se volverá predominante en él y hará de Scalabrini un hombre cuya ética implicaba una jerarquía clara donde lo común, la patria, estaban por encima del beneficio personal o de su sector.

En relación con la segunda cita, emerge un tema recurrente en sus escritos: la mística del combate por una causa justa. La suya no es una búsqueda pasiva de fusión con el todo, sino una posición activa que implica batallar a lo que se oponga a la realización de esa muchedumbre de la cual se siente parte orgánicamente. Asoma algo nietzscheano cuando aborrece al promedio humano “reducido, pequeño, miserable”, “el carnero tipo del rebaño”, que no lucha “por una idea grande”, que no tiene “una fe definida; un ideal preciso y poderoso”. Pero es que la creencia que lo saca de la angustia existencial se expresa en la lucha por una “esperanza de algo irrealizable”, la “ilusión de un imposible”. Es la utopía que tensiona la sangre, levanta del marasmo al débil, da firmeza al dubitativo, eleva de la mediocridad al país y da un sentido trascendente a la vida. 

Para finalizar, en el cierre del libro de 1923, Scalabrini presenta un diálogo entre sus distintos alter ego, donde se aborda de lleno las cuestión de la crisis espiritual de su época. Afirma que “la humanidad occidental, aferrada al mundo físico, pierde la fe depositada en las leyendas asiáticas [en referencia a las religiones] y busca anhelosa una nueva fe” (p. 116). Luego de disquisiciones sobre cuál será “el nuevo Dios” se vislumbra la tesis mística de Scalabrini que da título a su publicación. Mientras la humanidad se pierde en el caos aparente del conflicto entre intereses, pasiones, fatigas y deseos individuales hay una dirección en que se mueve como “una manga de langostas”. Incluso llega a plantearse en un nivel cosmológico hay un sentido trascendente, una teleología, que guía “la manga de la vida universal” (p. 122-123). Ante la pregunta de cuál es el fin determinado adonde apunta ese movimiento, Duval, uno de sus personajes, responde: “La seguridad de que en todas las cosas y en todos los seres hay algo de sí propios [en el sentido de reconocerse imbricadas como parte de un todo] les hará tolerantes, modificará sus costumbres, desarrollará la igualdad, y la cooperación y la armonía serán más frecuentes en la tierra” (p. 122). La mística de Scalabrini toma así una forma definida: la fusión del yo en un todo trascendente al que hay que ayudar a desplegarse mediante la lucha para lograr la utopía de un mundo mejor.

La necesidad de creer

A inicios de los años treinta, casi una década después, nuestro escritor publicó un libro fundamental para la historia del ensayo argentino: El hombre que está solo y espera (1931). Evitando el  acercamiento indirecto de la ficción, avanza ahora explícitamente sobre los tópicos esbozados en su libro de cuentos. De hecho, como epígrafe aparece el lema “¡Creer! He allí toda la magia de la vida”. Nos indica, por lo tanto, que su tema central es la fe. Pero ¿en qué? ¿Cuál es el objeto de esta creencia? Pues bien, entre lo universal cosmológico y lo concreto de las muchedumbres construye una entidad intermedia: el espíritu de la tierra. Ya no se trata de develar el sentido de “la manga de la vida universal” o de la humanidad de conjunto, sino algo más localizado, anclado en un territorio. 

¿De qué se trata este espíritu de la tierra? Al inicio del libro lo define como una alegoría de la patria, un “hombre gigante que sabe adonde va y que quiere”, al cual “solamente la muchedumbre innúmera se le parece un poco”, “inaccesible para nuestra inteligencia” y al que “no nos une (...) más cuerda vital que el sentimiento” (p. 13). Es notable que este concepto que esboza no es un reflejo de lo que somos como sociedad, sino que contiene un excedente utópico, un deber ser como orientación. Casi al finalizar el libro, Scalabrini afirma que “la historia argentina está llena de arquetipos maravillosos, en que el espíritu de la tierra se encarna sucesivamente” (p. 131). Hay uno, nos dice, que fue el más grande: José de San Martín, que “dio una orden que debemos acatar por siempre: SERÁS LO QUE DEBAS SER Y SI NO NO SERÁS NADA” (mayúsculas en el original). Se ve con absoluta claridad que el espíritu de la tierra no es únicamente lo que somos, sino una tensión hacia la realización de lo ideal identificado, como vimos antes, con el bien común. 

Entre aquel inicio y este final de libro, Scalabrini busca acercarse a ese espíritu tal cual se expresa en las multitudes, para lo cual construye un arquetipo que funciona como su encarnación: el hombre de Corrientes y Esmeralda. No se refiere a una persona concreta, sino un patrón ejemplar, donde cada individuo de la muchedumbre puede reconocerse. Una vez postulado ese tipo ideal de ser nacional, procede a lo largo de los capítulos a la descripción de su “arquitectura anímica”. Para ello señala que es preciso despojarse de convencionalismos europeos que nos alejan de su comprensión. Pero no se trata sólo de cuestionar la interpretación de lo que somos, sino también de lo que presuntamente debemos ser, de aquellos a lo que debemos aspirar. 

Por lo que el pensamiento europeo es cuestionado en su capacidad de conocernos. Ya en La manga decía que “se aprende más en la calle que en la universidad” (p. 71). Ahora, en El hombre que está solo… afirma que “el mundo es una selva de mentiras” donde “todo es ficticio” (p. 111). Son muchos los fragmentos donde explicita sus críticas hacia el aparato cultural heredado. Pero queremos destacar su cuestionamiento a la civilización europea como modelo, cuyas ideas de progreso y proyecto civilizatorio aparecen a sus ojos como decadentes, avejentados, muertos. En una crítica en que resuenan José Enrique Rodó y otros autores previos, Scalabrini cuestiona el enfoque exclusivamente materialista que conduce a “hacer de un hombre un mecanismo de relojería” (p. 129). 

Frente a este enfoque postula la necesidad de “emprender la reconquista de lo elemental, purgarse de sabidurías” (p. 122) y mirar con “cándidos ojos de niños” al mundo y sus misterios (p. 120). Es allí donde nuestra “tierra sin nada”, preñada de posibilidades, emerge como ámbito posible de regeneración humana. ¡Qué notable trastocamiento de la carencia en virtud! Para Scalabrini, lo que puede parecer debilidad (la falta de tradiciones e instituciones centenarias), es fortaleza en tanto potencialidad para la creación original. Por eso llama a la acción a “maestros, no fonógrafos repetidores de dogmas, de mitos, de teorías” (p. 121) y sentencia que “estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas, sino de crear las propias. Horas de grandes yerros y de grandes aciertos, en que hay que jugarse por entero a cada momento. Son horas de biblias y no de orfebrerías” (p. 77). 

Como Simón Rodríguez un siglo antes, Scalabrini nos indica que o inventamos o erramos. Reclama originalidad no sólo del pensar, sino también del sentir; no solo del ser, sino también del deber ser. Hay una primacía, de hecho, del ideal en el que cree cuando afirma “siento, luego existo” (p. 69). En páginas que recuerdan las encíclicas de Francisco, elogia la simplicidad (p. 117), crítica la deshumanización (p. 105), el consumismo y los “sustitutos de la vida” promovidos por la cultura del entretenimiento (p. 127). Incluso hay una crítica al humanismo estrecho en que “el hombre es el horizonte al que el hombre se aferra para no ver el otro” (p. 91). Aflora una vez más su sentido de trascendencia. Es eso lo que espera el hombre que está solo: como un arco tensado sin un objetivo claro, “es un creyente que busca una creencia” (p. 110). 

La trascendencia de su fe

Scalabrini publicó El hombre que está solo y espera a inicios de la Década Infame, tras el golpe a Yrigoyen, cuando se rompía la burbuja de bienestar económico por la crisis del ‘30 y los viejos mitos de la Argentina agroexportadora ya no daban cuenta de la nueva situación social. La ola de escepticismo popular expresada en tangos como Cambalache envolvió al escritor y lo arrojó al barro de la historia. Se produjo entonces un giro decisivo en sus esfuerzos intelectuales, que le llevó a afirmar en el prólogo de Política Británica en el Río de la Plata (1940): 

“El alma de los pueblos brota de entre sus materialidades, así como el espíritu del hombre se enciende entre las inmundicias de sus vísceras. No hay posibilidad de un espíritu humano incorpóreo. Tampoco hay posibilidad de un espíritu nacional en una colectividad de hombres cuyos lazos económicos no están trenzados en un destino común. Todo hombre humano es el punto final de un fragmento de historia que termina en él, pero es al mismo tiempo una molécula inseparable del organismo económico de que forma parte. Y así enfocada, la economía se confunde con la realidad misma.”

Sin dudas, un enfoque materialista que rememora al viejo Marx y a la corporeidad semita (presente, como nos enseñó Enrique Dussel, también en el filósofo alemán). En estos años Scalabrini produce, como dijimos, sus investigaciones más renombradas. Pero he aquí su singularidad: logró articular la indagación material más dura con su veta espiritual, lírica y mística. En 1947, tras quince años de sesudos estudios analíticos, publica Tierra sin nada, tierra de profetas, un libro de poemas y reflexiones donde vuelve sobre sus viejas inquietudes. Ya las multitudes salieron de la situación de espera al desarrollarse la fe en Perón. Scalabrini narra ese encuentro entre las masas y su líder en su inolvidable texto sobre el 17 de octubre de 1945 (reproducido en el libro bajo el sugestivo título de “Emoción para ayudar a comprender”). Ya habían pasado los años en que los patriotas eran mirados con indiferencia u hostilidad en los “sótanos de la antigua Forja, como cristianos en las catacumbas” (Yrigoyen y Perón, p. 17). El tiempo de espera, de trabajo subterráneo y, sobre todo, de sostener solitarios en alto una esperanza habían terminado. ¿Por qué entonces Scalabrini publicó en 1947 esa obra? ¿Por qué, llamativamente, colocó como epígrafe aquella misma frase de 1931 que rezaba: “¡creer! He allí toda la magia de la vida”? 

Scalabrini en las primeras tres secciones del libro nos cuenta que luego de haberse abocado muchos años a “destrozar falsas perspectivas que (...) extravían” al pueblo argentino, necesitaba volver sobre los fines últimos de la acción. Es interesante como en el momento del triunfo de sus ideas, con el ascenso del peronismo al gobierno, necesitó volver sobre el sentido de propósito, el para qué detrás de tantos esfuerzos y conflictos. Es como si dijera: “¡no nos olvidemos por lo que luchamos!”. En ese marco, reconstruye su itinerario vital e intelectual, señalando que en su juventud fue “parte de una generación que se relajaba en el descreimiento”. Sin embargo, reconoce que “buscaba una creencia, fundirme en algo más grande que yo mismo”, porque “sin una creencia el hombre vale menos que un hombre” (p. 14). En la búsqueda de esa fe recorrió los caminos de la ciencia, la técnica, el deporte, Europa y su sabiduría, y todo ello se le reveló inconducente. Hasta encontrar “mi fe en los hombres de mi tierra”. 

Nuevamente, las multitudes: la creencia en las posibilidades de su pueblo se constituyó como una visión propia e integral del mundo, de lo cual brotó en él “una fe alegre” emanada desde adentro (p. 18). Este encuentro con la trascendencia en lo nacional y popular es definido en sus términos como un hallazgo de lo espiritual. Esa “perla de la realidad” (p. 20) no está compuesta por palabras o ideas, sino que es “otra energía” que requiere del “sentidor más que del pensador”. Luego de esta reconstrucción del “nacimiento y transfiguración” de su fe, se siguen decenas de poemas que van desde lo cósmico hacia lo telúrico, lo urbano (“la tierra cocida”) y lo humano (“la misticidad creadora”).

Hacia el final del libro, en las “Palabras para los que son padres”, señala algo crucial que sintetiza en buena medida la compleja espiritualidad de Scalabrini: “Hijo y padre, simultáneamente, solo se puede ser en la comprensión del espíritu de la tierra, que es la mayor cercanía a Dios” (p. 115). La labor de develar ese arquetipo esencial que es el espíritu de la tierra es paterna, creadora y divina, pero al mismo tiempo lo recrea a uno mismo como hijo y criatura. Es un pasaje teológico de una enorme profundidad de indudables reminiscencias trinitarias. Con posterioridad, luego de alcanzar esas alturas metafísicas, cierra definiéndose como “uno cualquiera perdido en la busca de Dios” (p. 121) y reforzando lo que es una constante en su pensamiento: “sentía que era mejor cuando me olvidaba de mí mismo” (p. 123). 

Devolver la mística al movimiento nacional

Como un círculo vuelve así sobre sus inquietudes existenciales de juventud. Pero no es un círculo que se cierra, sino más bien asume una forma de espiral en movimiento. Ya que si bien encontró esa fe en el pueblo y la utopía que lo orientaron en su vida y su lucha, al mismo tiempo revela en su retorno tardío a la indagación por los fines últimos un estado de apertura a nuevas preguntas trascendentales. El corazón ardiente de Scalabrini no se ahogaba en números y datos fríos, ni siquiera en las concreciones soñadas que realizaba el nuevo gobierno. Es como si necesitara volver a tensar su espíritu para mantenerse en estado de alerta y de no claudicación.  

Estamos hoy en una era de escepticismo. La traducción de eso es el triunfo libertario, no sólo como victoria electoral, sino como síntoma de una sociedad sin un ideal trascendente. El afán de riqueza que nos proponen como única meta es un triste placebo para la complejidad de la existencia humana. Pero también el posibilismo, el internismo y el estrechamiento ideológico que domina el campo popular son expresión de la misma crisis de valores. Juan Grabois acierta en su último libro, Argentina Humana, cuando señala que se ha perdido el “sentido de propósito” de la militancia. ¿Cómo conciliar el tibio pragmatismo de los últimos años con aquel Scalabrini que en Palabras de esperanza para la nueva generación afirmaba “éramos y somos místicos de la realidad” (Yrigoyen y Perón, p. 128)? ¿Cuál es la trascendencia de nuestros proyectos políticos hoy? ¿Qué ideal guía nuestros pasos? 

En la respuesta por construir al momento libertario que vivimos requerimos no solo de recetas de carácter técnico, económico o político (que las necesitamos, ¡sin dudas!), sino también —y quizá ante todo— de una propuesta de humanidad y de país: de una utopía por la que luchar. En 1938 Scalabrini señalaba que era misión de su generación “reconquistar una patria que hemos perdido” (Cuatro verdades…, 2009, p. 27). Fueron años difíciles, de gran desorientación y sin perspectivas. No muy diferentes de los que transitamos en la actualidad. Decía Scalabrini en plena Década Infame:

“Desalojemos de nuestra inteligencia la idea de facilidad. No es tarea fácil la que hemos acometido. Pero no es tarea ingrata. Luchar por un alto fin es el goce mayor que se ofrece a la perspectiva del hombre. Luchar es, en cierta manera, sinónimo de vivir. Se lucha con la gleba para extraer un puñado de trigo. Se lucha con el mar para transportar de un extremo al otro del planeta mercaderías y ansiedades. Se lucha con la pluma. Se lucha con la espada y el fusil. El que no lucha se estanca, como el agua. El que se estanca se pudre. Estamos aquí, bajo el nivel de la tierra, como una semilla. Enfrentamos con decisión y aún con alegría a las más destructivas potencias que se conjugan en el dominio del mundo, tal como la semilla, que será bosque más tarde (...) (Cuatro verdades…, p. 27-28).

¿No será acaso hora de convencernos de ir por más, de sacrificar la comodidad, dejar a un lado el hedonismo, contagiarnos de heroísmo y soñar nuevamente con que otro mundo es posible? Enfrentemos con optimismo la hora que nos toca y que la esperanza sirva de motor para un nuevo tiempo histórico. 

La numeración de páginas corresponde a las siguientes ediciones:

  • La manga. 2009. Lancelot. 128 p. 
  • El hombre que está solo y espera. 2019. Punto de Encuentro. 144 p. 
  • Tierra sin nada, tierra de profetas. 2009. Lancelot. 128 p.
  • Yrigoyen y Perón. 2020. Punto de Encuentro. 136 p. 
  • Cuatro verdades sobre nuestras crisis. 2009. Lancelot. 102 p. 

 

🔍 Si te interesan estos temas: https://linktr.ee/santiago.liaudat