Devenir subversivo
“El hombre argentino es una tarea”, anunció Carlos Astrada a mediados del siglo pasado, cuando el peronismo asumía el desafío de refundar la política, la economía, la sociedad y hasta las dimensiones más profundas de la subjetividad. Frente al conservadurismo liberal, que pretendía que en estas tierras floreciera una nueva Europa, la configuración de un hombre genuinamente argentino fue, tal vez, una de las tareas más importantes que supo encarar el peronismo. Y es, entonces, en esos términos, en los que debería medirse el éxito o el fracaso de su proyecto.
No resulta casual que Astrada encontrara en el gaucho el arquetipo que encarnaba el origen mítico del hombre argentino. Nutrida su sangre de la experiencia telúrica de la pampa, portador de saberes fundados en sus vivencias y dotado de un lenguaje y un arte propios que le permitían expresar su singularidad, esta figura emergía, en el rastrillaje del pasado, como portadora de revelaciones necesarias para abrir el futuro. Pero aquello que colocó al gaucho en la encrucijada de la historia, y que motivó al naciente movimiento a apelar a él como motor de su porvenir, fue que justamente, por sus propias características, resultaba inaprensible para el poder conservador liberal que se había consolidado en el siglo XIX. La supuesta ley universal sobre la que éste se fundó encontró en el gaucho su límite y contradicción: desligado de los resortes judiciales, se volvía siempre proclive a los abusos de las fuerzas represivas, siendo víctima de la ley que debía protegerlo.
Fundar un orden nuevo, que superara las contradicciones del conservadurismo liberal, exigía redefinir la carga negativa que pesaba sobre el sujeto de su excepción. Por eso, Astrada recurrió a las letras, ámbito en el que, por primera vez, se redimió a esa figura asediada por la locomotora del progreso. La positividad del gaucho, desplegada, entre otros, por José Hernández, fundaba las bases para una nueva forma de la política que se pretendía integradora.
Casi setenta años después de la publicación de “El mito gaucho”, corresponde preguntarse qué ha sido de aquella tarea. Pero no para corroborar si ha logrado o no consumarse, porque se trata de una actividad constante, sino para revisar en qué medida fue continuada, cuáles fueron las metamorfosis que atravesó y dónde se encuentran los límites y contradicciones a los que hoy se enfrenta.
El proyecto de una Argentina como tierra de extranjeros primermundistas se ha afianzado, mirando ahora hacia el vecino del norte. La pampa, como territorio infinito y despoblado, apertura hacia la perdición u oportunidad que desveló a nuestros antepasados, ha sido definitivamente clausurada, como tierra de explotación agropecuaria que funda la desigualdad, germen de proyectos contaminantes que validan los principios extranjerizantes que horadan nuestra identidad. El gaucho, tal como lo delineó la pluma hernandiana en la figura del Martín Fierro, ha sido colonizado o eliminado. Su última resurrección fue emprendida por el cine de Leonardo Favio a principios de los años ´70, cuando, desenterrando el cuerpo de Juan Moreira, intentó evidenciar la hendidura política que atraviesa la historia de ese gaucho, y proclamar, al mismo tiempo, la necesidad de una figura unificadora que la cerrara.
El conservadurismo liberal del siglo XIX ha mutado a un neoliberalismo desterritorializado. Consumado su poder sobre la tierra bajo la forma de la explotación brutal del suelo, ha conquistado el flujo del comercio con emporios industriales y controlado los modos de expresión bajo los monopolios comunicacionales. Sus sutiles estrategias de marketing le permiten presentar como deseables las medidas que benefician a las clases más pudientes en alianza con la banca extranjera.
Pero, ¿sobre qué sujeto de excepción fueron montadas esas estrategias? ¿Cómo fueron percibidos, frente al incipiente neoliberalismo, sus aspectos más salvajes? ¿Quiénes hicieron crujir sus engranajes, tan sólo desplegando su propio modo de ser? ¿Bajo qué nuevos ropajes se presenta la figura mítica del gaucho argentino?
Así como el liberalismo se constituyó excluyendo y aniquilando a aquello que llamó despectivamente el gaucho, el neoliberalismo hizo lo propio con lo que denominó el subversivo. Con ese nombre, el poder definió a una heterogénea composición humana, que incluía, entre otros, a militantes políticos, delegados gremiales, artistas comprometidos, alfabetizadores, intelectuales de izquierda y periodistas críticos. Es cierto que la palabra arrastra un carácter peyorativo, ligada frecuentemente a la actividad terrorista. Pero la generalidad que incluye permite rastrear, en los rasgos comunes de esa masa, los caracteres a los que el propio poder le reconocía su potencialidad de resistencia o, lo que es lo mismo, de subversión. Aquello que compartían todos los que eran definidos como subversivos, y por ello condenados a una desaparición forzosa, era su compromiso de bregar por condiciones sociales de mayor igualdad, siempre a partir de la conformación de vínculos amplios, que fundaran comunidades nuevas, estableciendo contactos entre diversos sujetos, conceptos o percepciones, que dieran cuenta de posibilidades creativas, superadoras y críticas.
Retomar ese concepto en su heterogeneidad, como aquel que permite articular las diversas estrategias contra las que se intentó imponer el neoliberalismo en la Argentina, resulta crucial en el momento en el que sus principios comienzan nuevamente a regir. Si la década pasada fue la de la redención a los desaparecidos, la que viene es la de su resurrección, recuperando su carácter subversivo. Esa figura, que intentaron desaparecer los genocidas, constituye el mito fundante del hombre argentino del siglo XXI. En estos tiempos que corren, devenir subversivo es la tarea.
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos para un instante de peligro. Selección y producción de textos Negra Mala Testa y La bola sin Manija. Para la APU. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)