Soy del 63, por Fernando G. Alzuarena
La canción de Fito Páez me sirve excusa para ir dando forma al pedido de los compañeros, respecto de alguna reflexión sobre lo sucedido en la semana santa de 1987.
Nuestra generación tuvo la particularidad de vivir acontecimientos históricos, formidables. Algunos muy buenos y otros desastrosos. Crecimos con la dictadura en nuestras espaldas, pelo corto y órdenes claras.
La guerra de Malvinas fue el primer hecho que nos puso en la vida política e institucional. Épocas de servicio militar obligatorio, un destino ineludible, excepto el azar del sorteo o algún defecto físico que nos pudiera salvar del voraz Ejército Argentino, que por aquellos años seguía torturando y desapareciendo militantes y trabajadores. La guerra tomó de lleno a la clase 62 y parte de la 63. Y Argentina vivió, por algunos meses, una especie de fiebre futbolera. Algo que tal vez heredamos de los italianos. Siempre me pregunto que habrán sentido las madres y padres de aquellos colimbas. De nuevo una generación estaba por ser diezmada.
Todo era muy rápido y danzaba a ritmos televisivos, sin la más mínima conciencia de la situación. Mi padre, que ya tenía más de sesenta años, me dijo dos cosas premonitorias: los ingleses son la tercera potencia mundial, jamás van a permitir que ganemos la guerra. La segunda tenía que ver con atender la imprevisión que suele caracterizarnos. Todo se cumplió a rajatabla.
Los sucesos se dieron muy rápido, al menos para los que estábamos aquí. Nuestros heroicos soldados vivieron en condiciones de imprevisión absurdas, con armas viejas y un equipamiento que jamás se compró para una guerra convencional. Las armas de nuestro ejército eran acordes y suficientes para masacrar civiles indefensos. Y el entrenamiento de nuestros oficiales provenía de la famosa Escuela de las Américas, dependiente del Pentágono. Solo tenían en sus manuales, modelos de tortura y asesinato de civiles.
La guerra terminó fue un verdadero desastre. El benemérito ejército nacional trajo las tropas a escondidas y sin rendirles el mínimo y merecido homenaje público. La junta militar entró en una descomposición rápida con la salida del famoso general beodo, Leopoldo Fortunato Galtieri. En poco tiempo se organizó la retirada, empujada también por los primeros reclamos obreros, encabezados con el histórico dirigente gremial Saúl Ubaldini. Dieron paso a la vida pre-electoral y antes de irse sancionaron una auto-anmistía.
El radicalismo surgió con un líder carismático y potable para ese momento histórico, cómo era Raúl Alfonsín. En la otra esquina, el peronismo no salía de su profunda crisis interna. Quedaba poco en pie después de las ruinas del Isabelismo y lopezreguismo. Pusieron un candidato que no sumaba simpatías cómo Italo Argentino Luder, pero la peleaban, hasta el fatídico acto en el que Herminio Iglesias -un oscuro personaje sindical- quemó un ataúd con el escudo de la UCR en el cierre de la campaña presidencial.
Los argentinos estaban casados de tanta muerte. Ganó Alfonsín. Fue fantástico volver a la democracia. Es difícil de explicarlo, pero ciertas cosas solo se entienden, recién cuando las perdemos.
Tal vez lo más impactante de la época fue la orden presidencial de investigar, con una comisión de ilustres, los hechos aberrantes de la dictadura. A la cabeza, el prestigioso escritor Ernesto Sábato. Por otro lado, la decisión histórica -y sin precedentes- de juzgar a las juntas militares. Los juicios, la conclusión de los notables y el libro NUNCA MÁS, nos hicieron sentir que la democracia estaba de pie. La condena a las juntas militares fue un hecho trascendente.
Éramos jóvenes, militábamos y soñábamos de nuevo con cambiar el mundo. Mirábamos a la revolución nicaragüense y sentíamos que todo podía ser mejor. Sabíamos que el aparato represor andaba por allí, nos rondaba, nos espiaba, pero avanzamos con nuestros sueños. La música fluía con los Redondos y todo tipo de bandas nuevas. Escuchábamos a Silvio Rodríguez, Quilapayún, Víctor Heredia y León Gieco. La economía andaba a los tumbos, como siempre, pero estábamos en libertad.
Así transitamos esos primeros años. Conocimos y nos formaron aquellos que habían estado exiliados y presos. Aprendimos de historia nacional e internacional, de economía y a ver y analizar al mundo. Sufrimos al enterarnos de la noche de los lápices, de Ezeiza, los crímenes de la última dictadura y, también, de la campaña del desierto.
Las denuncias y la perseverancia de madres y abuelas de plaza de mayo, familiares y ex presos políticos, comenzó a acorralar al resto de los genocidas. No era posible dejar así las cosas, los abusos eran aberrantes. Poco a poco las causas avanzaban y empezaban a citar a esbirros en todo el país.
Y le llegó una citación a un torturador del infierno, el entonces capitán Barreiro, conocido como el “Nabo Barreiro”. Vivía en el Tercer Cuerpo de ejército en Córdoba. No se presentó, se fugó y apareció en el regimiento de Campo de Mayo, provincia de Buenos Aires. La sublevación estaba en marcha.
Nos desayunamos con la noticia y aparecieron las imágenes de soldados ornamentados para combate en las puertas de Campo de Mayo. Ahí estaban, haciendo lo que sabían hacer, camuflados para la selva en plena ciudad. Andaban con los fusiles FAL cruzados en el pecho para atender a los noteros de televisión. Poco a poco trascendió que el Coronel Aldo Rico comandaba la partida, con la anuencia del general Seineldin, personaje idolatrado en el ejército y con dudosas hazañas bélicas.
En ese preciso momento, nos dimos cuenta que nuestro mundo, nuestra forma de vida, nuevamente pendía de un hilo. Ni que hablar de lo que habrán sentido los viejos militantes de generaciones anteriores o las madres.
Pusimos lo nuestro. Fuimos a las plazas y los cuarteles sin nada. Sólo las ínfulas de ser jóvenes y la valentía que acompaña. Se dieron trifulcas, con heridos y, si mal no recuerdo, algún muerto. El presidente envió fuerzas militares leales a reprimir la sublevación, pero eso era un imposible, todos por acción u omisión serán cómplices de la dictadura. Fueron horas eléctricas, casi sin dormir, haciendo banderas y pancartas. Y como siempre, nos fuimos todos a plaza de mayo. Las horas se hacían eternas.
El domingo al mediodía nos avisan que Alfonsín iba a Campo de Mayo. Pienso que fue muy valiente. Liquidarlo hubiera sido un trámite. Vimos partir el helicóptero y nos quedamos allí, esperando. Estaba frío. Unas horas después el helicóptero retorna. Y al rato, salió el presidente, junto a los líderes de muchos partidos políticos. Y ahí dijo aquella frase fatídica: Felices Pascuas! Después nos contó que algunos de esos tipos habían sido héroes de Malvinas. Bla, bla, bla... Nos fuimos lentamente, con un sabor agridulce.
Después, y en virtud del apriete, se dictó en el Congreso la Ley de Obediencia Debida. Ya estaba la de Punto Final. Estas leyes impedían el juzgamiento de los subordinados, aun cuando hubieran incurrido en crímenes aberrantes. Vimos por primera vez, que la impunidad era consagrada por ley.
De esta manera, se podía tener un asesino al lado, disfrutando de la vida pública sin problemas. Y más aún ¿quién nos garantizaba que otra dictadura no se estuviera gestando?
Igual seguimos. Siempre hay que seguir, aunque en el horizonte se vean nubes. Es algo que aprendí de las Madres de Plaza de Mayo.
El gobierno de Alfonsín entró en una pendiente sin regreso. La autoridad se pierde una sola vez, no hay vuelta atrás. Igual, Alfonsín fue un gran líder y, observando con en el tiempo, descomprimió la situación, tomó aire y seguimos. Tiene mi admiración.
Las malas lecturas de los hechos llevaron a algunos compañeros a extraviar el rumbo. El ataque al cuartel de la Tablada fue una consecuencia tardía de los hechos de Semana Santa. Y por derecha, la sublevación del regimiento de Patricios, fue la otra. Ya no había lugar para esas cosas en el plan del neoliberalismo que se venía con Menem. Había que disciplinar a todas las patrullas perdidas; las revolucionarias y las fascistas. Y lo lograron. Vinieron diez años de entrega del patrimonio nacional. Y avalados con el voto popular.
El levantamiento de Aldo Rico y sus cómplices significó, entre otras cosas, un profundo retroceso institucional. Puso de rodillas al poder político del momento, haciendo que rápidamente se legisle para dejar impunes delitos gravísimos y considerados de lesa humanidad. Fue una camino difícil poder demostrar que los crímenes de la dictadura no fueron un exceso, sino que se trató de un plan sistemático y premeditado para imponer un modelo económico y social llamado neoliberalismo. Eso quedó totalmente al desnudo en el juicio a las juntas militares.
En esos tiempos también se discutieron conceptos jurídicos trascendentes, como el de “obediencia debida”. Y se concluyó que nadie está obligado a ejecutar órdenes moralmente criminales. Por lo tanto, no les cabía solo la responsabilidad a los jefes, sino también a todos los que habían cometido actos fuera de la ley. Secuestros, tortura, apropiación de bebés y luego asesinato de sus madres, todo agravado por usar la fuerza del estado y en total compresión de los actos que cometían.
Desde el punto de vista jurídico, hasta el levantamiento de Aldo Rico, se avanzaba lentamente hacia el total esclarecimiento de los hechos y el castigo necesario para los asesinos. Luego de la famosa frase “Felices Pascuas, la casa está en orden”, ocurrió todo lo contrario. El pacto con Rico fue legislar para terminar con los juicios y acusaciones en tribunales.
La Ley de Obediencia Debida se hizo para desligar a los mandos inferiores de las severas penas que les cabían. Ya existía la de Punto Final para poner límites a las presentaciones judiciales. El quiebre institucional fue tremendo. Después de años de retroceso militar, se habían hecho firmes y avanzaban sobre la democracia. Igualmente hay que destacar, que dentro del ejército se dio una crisis profunda. La cadena de mando, esencial en toda fuerza militar, estaba rota y cuestionada.
Ya nada volvería a ser igual, la democracia estaba herida. Uno de los pilares, la justicia, estaba de rodillas, era pisoteada por los peores asesinos de la historia contemporánea. Nada se asemejaba a la barbarie de ejecutar a 30.000 personas con frialdad y premeditación.
El poder político también estaba en cuestión. No supieron, no pudieron o no quisieron jugarse a fondo. A todo o nada. Como corresponde en estos casos, donde lo esencial está en juego. Desde allí, todos fuimos conscientes que en el colegio de nuestros hijos o en miles de escenas cotidianas, podríamos estar estrechando la mano de un torturador. Andaban libres y, como se solía decir por ahí, eran mano de obra desocupada. De esas cosas no se vuelve.
El clima político y social cambió. Ya la democracia empezaba a salirse de ese eslogan de Alfonsín que lo hizo famoso “con la democracia se cura, se come y se educa”. Las corporaciones, al ver un gobierno débil, comenzaron a horadar la economía. El gobierno había intentado un plan económico de emergencia llamado Plan Austral. Todos intentos de estabilizar un país que ya estaba siendo avasallado por las grandes corporaciones económicas.
Dos años después del levantamiento de Semana Santa, lograban terminar con el intento de fundar un tiempo de Justicia Plena y crecimiento económico y distributivo. En este caso, representado en un radicalismo, que en la figura de Raúl Alfonsín, encarnaba lo mejor del legado Yrigoyenista, en detrimento del ala más conservadora del partido.
En definitiva, el levantamiento militar de Aldo Rico, fue un freno a las mejores aspiraciones de pleno poder de las instituciones democráticas. Un límite impuesto a fuerza de pistola, como en una película de gangsters.
Pero la sociedad, mayoritariamente, también envió un mensaje a los que soñaban con nuevos golpes. NO PASARAN. Y hasta ahora, los golpes son cosas del pasado…
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs).