La reina de la noche, de Maricel Cioce
Compartimos el capítulo 20 de la novela "La reina de la noche", de Maricel Cioce, que se puede conseguir en Librería Hernandez, Eterna Cadencia, La Libre y en la tienda de arte La bodega del pintor. También, disponible en la web de la editorial Promesa (IG: @promesaeditorial)
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A las mujeres desquiciadas de mi familia,
o sea, a todas.
20
Cuando cumplí los quince, María Paloma me regaló una boa de plumas rojas y me invitó a una reunión de política encabezada por una amiga suya. Aparentemente compartían elenco teatral en otro bar donde trabajaban varias artistas. Al rato de que llegamos al lugar, entró una mujer que causó revuelo entre todos los presentes, incluida María paloma. Yo tardé en poder verla de cerca. Me pareció reconocerla, por ahí la había visto en alguna película, pero no entendía por qué María Paloma estaba tan emocionada con que asistamos.
Esta mujer era la mismísima Evita, que toda- vía no se había casado.
La boa de plumas rojas y esa reunión fueron sumamente importantes en mi vida.
El mitin había sido en una especie de club, en una sala concurrida, pero nada del otro mundo. Evita estaba sentada en una tarima, tenía el pelo oscuro. Fue justo unos días después que se tiñó de
rubia porque había conseguido un papel en una película y la otra, la actriz principal, era morocha.
María Paloma se abrió paso en la primera fila y se sentó delante de ella. Yo caminé hasta el fon- do, me quedé al lado de una puerta que daba a un patio exterior y desde allí me dispuse a escuchar las conversaciones.
Con el correr de los meses me hice íntima de María Paloma y amiga de las otras coperas.
Yo hacía el inventario y ellas contaban anéc- dotas de la noche. Algunas eran de lo más diverti- das. Un día se me ocurrió proponerles una com- petencia para ver quién lograba entretener a los hombres la mayor cantidad de tiempo posible, y empecé a oficiar de árbitro. En general, ganaba María Paloma.
Una vez Olga Cherif me incitó a participar y todas se entusiasmaron. Ellas eran coperas y, a su vez, bailaban y cantaban en sus números especia- les. Había diferentes atuendos para cada uno de esos momentos. Pero a mí, una noche de pura chá- chara, directamente me vistieron para el baile, con ornamentos que me cubrían la espalda y la cabeza. Buena parte del cuerpo quedó desnudo. Al prin- cipio me sentí impúdica, pero tal era el clima de celebración que no le di mayor importancia.
Madama Ritana me vio y no se opuso. De he- cho, creo yo, le pareció interesante la idea de tener una nueva pieza de atracción.
Fue comiquísimo porque las sorprendí a to- das, menos a María Paloma, que me dijo con natu- ralidad:
—Esto es lo tuyo, nena.
Mi falta de belleza no impidió que los tipos murieran por tomar una copa a mi lado esa noche. Se armaban fantasías con mi fealdad atrevida.
Aunque no gané la competencia, me pareció divertido y me sentí el centro de atención. Y des- pués le dije a Madama Ritana:
—Ya no quiero trabajar en el inventario.
—Me di cuenta. Ojito con eso. Sos muy chi- ca y no sabés nada de este arte.
—Ya estoy crecida. Eva Duarte me dijo que soy una mujer.
Por supuesto era mentira pero quería impactar.
— En el control de bebidas — sentenció.
Insistí con que me dejara probar. Al final, negocié trabajar en el control de bebidas durante un mes más y le propuse ensayar a puertas cerra- das con la ayuda de María Paloma que me prestaría sus trajes.
Empezaron los ensayos por la tarde, la adqui- sición de algunos artilugios para convertirme en copera.
En un inicio, me pareció un trabajo de lo más sencillo. Tenía que conseguir que los hombres consumieran copas dándoles charla o bailando al- guna pieza. Una bicoca. Practicábamos con María Paloma: yo pedía whisky en la barra para mí y para el hombre en cuestión, que era ella. A las coperas les servían té helado, que me resultaba una delicia igualmente. Hasta que probé el coñac.