Lápices
Por Daniel Mundo
Comprendería perfectamente que alguien que ve estos restos de lápices alineados como están en la foto pensara que el que hizo esta obra de arte tiene que ser un obsesivo. Tiene algo un poco freaky. Imaginaría cuánto tiempo y dedicación le prestó el maníaco éste para lograr semejante material (salvo que ponga a las hijas a sacar punta durante todo el día cual régimen chino de producción, por qué no). Bueno, ninguna de estas suposiciones es cierta.
Un día, como sin darme cuenta, vaciando y limpiando las latas en las que guardo los lápices y los marcadores, me encontré como sorprendido por una montaña de lapicitos que no recordaba haber visto nunca. Estaban como acurrucados en los fondos de los frascos. ¿Cuándo y cómo llegué a sacarles punta hasta ese grado de efimeridad? No lo recordaba y no lo recuerdo todavía, como si no lo hubiera hecho yo.
Tampoco recuerdo haberlos guardado, como cuando uno pone adentro de un sobre esas cosas que por ahora no quiere tirar. No hubo intención, por lo menos no hubo intención consciente —el inconsciente se volvió una bolsa tan extensa que entra cualquier cosa en él. ¿Qué creo ahora que sucedió? Lo voy a decir: creo que los lápices se fueron juntando entre ellos y armaron una comunidad para sobrevivir. Y sobrevivieron.
Creo otras cosas, además. Sería como si las cosas, a veces, también decidieran dónde quedarse. Si tuvieran autoconsciencia se dirían: ah, acá no estamos tan mal; es verdad que nos sobrexplotan, que nos sacan punta hasta que estamos a punto de desaparecer, pero no nos maltratan, nos cuidan y nos usan, que es para lo que nosotras fuimos fabricadas. Y se quedan. O por lo menos estos lápices se quedaron.
Me salió un párrafo contrarrevolucionario. O tal vez sea ultrarrevolucionario, andá a saber.
No debemos olvidar que nuestra sociedad está en guerra con los lápices. No porque sea una sociedad que no quiera borrar rápido lo que hace, cosa que los lápices nos facilitan tanto, sino porque condenan el uso de los lápices al reino de la infancia, como si sólo ellos, los niños, tuvieran derecho a equivocarse, a borrar y a escribir arriba.
En una reunión de padres de la escuela de mi hija un papá sensato preguntó para qué servía aprender a escribir en cursiva. Segundo grado. La maestra improvisó un chiste: para que cuando sea grande pueda anotar la lista de cosas que hay que comprar en el supermercado. El chiste es inactual. Ningún adulto autónomo con un smarthaphone en el bolsillo va a recurrir a la cursiva ni al lápiz. Los lápices tienen sus días contados. Esto no significa que dejen de producirse, al contrario: su producción se multiplicará. Simplemente dejarán de usarse. Para escribir sobre papel se necesita una gran represión cultural. Ya nadie lo hace.
El otro día, hablando con una amiga, me di cuenta por qué estos lápices llegaron al estado de reducción al que llegaron. No soy dibujante. No escribo mis tratados filosóficos con lápiz (al contrario, uso una tinta imborrable para eso). Entonces, ¿cómo fue? Esos lápices llegaron a ese estado por mi manía universitaria de subrayar los libros (alcancé un grado tal de alienación que hasta subrayaba las notas periodísticas que leía). En subrayar las oraciones que me gustan, en plasmar los pensamientos que hay que remarcar para facilitarme la relectura, en indicar las palabras clave que concentran las ideas del capítulo, etc., ayudas memoria, talismanes, caminitos de carbón para volver a casa, en eso se les fue la vida a estos lápices.
Bueno, desde hace dos años, un día como hoy, abandoné el lápiz. No me acuerdo bien pero creo que un día soleado decidí no subrayar más con lápiz. Exorcicé al lápiz de mi vida. Seguramente en un primer momento me habré dicho: hoy decido no subrayar ya más nada, renuncio a la esclavitud del subrayado. Seguramente fue así, pero sabiendo de entrada que tal cosa no iba a poder ser cumplida. Ahora subrayo con cualquier cosa. Si subrayaba o escribía comentarios en los márgenes con lápiz seguramente era porque creía que cuando volviera a leer ese libro iba a poder borrar lo que había subrayado si esa oración ya no me parecía tan importante, o si lo que yo había escrito me resultara idiota. ¡Dios! Ahora sé que no volveré a releer nada.
Así pasa con todo. De otro modo no entiendo por qué volvemos a ver una y otra vez siempre las mismas pelis, a escuchar los mismos temas de los Decadentes, a repetir los mismos errores a lo largo y ancho de toda la vida. Como sea, no es poco darte cuenta que los lápices también pueden ponerte muy contento. Merecían que se los confesara.