Río, un cuento de Martín Massad
Por Martín Massad
Se despertó transpirado, con el sombrero de paja apoyado sobre la cara. Los diminutos agujeros filtraban la luz del sol desde lo más alto y los pequeños rayitos se le clavaban como alfileres. No sabía si había sido el zumbido de esa mosca verde que ahora se posaba sobre su mentón o el ladrido lejano de ese perro que no alcanzaba a ver, lo que lo había sacado de un profundo sueño. Tenía la boca reseca y el torso desnudo se le había puesto morado por el tiempo que llevaba ahí tirado, a orillas del Paraná. Corrió el sombrero y lo apoyó a un costado, se refregó los ojos mientras las gotas de transpiración le caían por la frente. Miró a su alrededor y no vio nada más que a un caballo atado al rayo del sol y pensó en lo desafortunado que era ese animal en ese momento, igual de desafortunado era él que ni siquiera tenía un poco de vino para tomar un trago y poder entrar otra vez en el sueño.
El último trago había sido de ginebra cuando amanecía en el bar de Roberto donde había pasado casi todas las noches desde que ella no estaba. Allí se encontraba con los demás borrachos de Victoria, ninguno era su amigo pero sí compartían penas y algún sueño, por lo general todos lejos de ese páramo perdido al oeste de la provincia de Entre Ríos. El pueblo a donde había llegado a los catorce años con su tía Coca, que ahora ya no estaba allí, ni se sabía donde había ido a parar. Se levantó como pudo. El peso de su cabeza era más que el de su esmirriado cuerpo lento y pleno de huesos que le salían pegados a la piel reseca y escamada. Necesita refrescarse. En lo posible poner su cabeza en orden y llegar antes del medio día a la casa de Eugenio, con quien había quedado en ir a pescar para luego vender los pescados en la feria del pueblo a la mañana siguiente. Llegó a la orilla del río inmóvil, más parecido a un charco que solo perdía su pasividad con las burbujas de algún pez que llegaba casi hasta la superficie. Mojó sus pies, después se inclinó, llenó el cuenco de sus manos con agua y se lavó la cara. Quedó quieto con la yema de sus dedos haciendo presión sobre los ojos para tratar de disuadir el recuerdo de ella, que se le hizo presente con el agua fresca. Se sintió infeliz por unos minutos y se reprochó, otra vez, por no tener un poco de vino para poder olvidarla.
Coca, su tía, hermana de su madre, era diez años mayor que Gervasio y había cuidado de él desde que era un chico. La madre de Gervasio los había abandonado cuando él tenía cinco y ella quince. Con el tiempo Coca supo que Isabel se había ido de Nogoyá a trabajar a un prostíbulo en Rosario, entonces se hizo cargo de la crianza de su sobrino. Coca era algo inexperta en el cuidado de un niño pero supo resolver la situación como si fuera una buena madre. Desde entonces tía y sobrino se habían mantenido unidos hasta que Coca desapareció de Victoria, sin previo aviso. Durante los años que habían pasado juntos, primero en Nogoyá y luego en Victoria, la relación se había intensificado al ritmo de los largos y desolados inviernos, y de los intensos veranos con el sol presente durante la mayor parte de los días. Gervasio había encontrado en Coca el sostén para su desdichada vida y lo único que esperaba, mientras estaba solo durante el día, era que su tía llegara. Habían subsistido de todas las formas posibles. Coca trabajaba en casas de familia y se iba como peona al campo durante las cosechas. A lo largo de esos períodos, la ausencia de su tía hacía de Gervasio una persona introvertida encerrada en el rancho de paredes blancas. Solo salía por la necesidad imperiosa de llevar algo de comida a su estómago de vez en cuando. Cada regreso de Coca al rancho de las afueras de Victoria era vivido como una vuelta a los orígenes de la relación. Gervasio dejaba de sentirse solo y volvía a vivir. Salía del letargo de las tardes y las noches interminables que había aprendido a llevar a base de vino blanco y conocía las mañanas sentado en el patio delantero del rancho de paredes blancas que durante el invierno se llenaba de pequeñas florcitas lilas y en verano se cubría con las copas bien verdes de los jacarandas y lo sauces. Había empezado a ver en su tía a una mujer. Se sentía atraído por sus grandes tetas y su piel morena lo hacía imaginársela desnuda en cualquier momento del día pero sobre todo en las noches cuando el paso del alcohol por su cuerpo liberaba los placeres que imaginaba podría ofrecerla a ella. En uno de los reencuentros Gervasio encontró la ocasión. La había esperado durante todo el día. Se imaginaba su cuerpo robusto desnudo y le desesperaban las horas para volver a verla. Fue a esperarla hasta la ruta y cuando la vio bajar del colectivo sintió la erección que confirmaba la calentura que despertaba en él esa mujer que lo había cuidado de chico. Después de comer el surubí a la parrilla y de beber algunas botellas de vino bien frío, Gervasio se acercó a Coca que recostada en una reposera miraba el cielo, despejada de toda preocupación. Le acarició el pelo y sin mediar palabras le beso los labios aún húmedos de vino blanco y grasosos de pescado. Ella abrió su enorme boca y le devoró la suya mientras se lo ponía encima para que él pudiera sentir la dureza de sus pezones. La claridad que repartía el cielo despejado les dejaba verse los cuerpos desnudos para poder continuar aumentando el roce perceptible. Se tocaron, se gozaron hasta quedar extenuados en el patio trasero del rancho de paredes blancas. Coca volvió a irse y a volver muchas otras veces y en cada retorno la pasión reaparecía como los inviernos desolados y los veranos interminables y extenuantes cerca de Río Paraná. La soledad compartida dejaba lugar al martirio insoportable que sufría Gervasio ante partida de ella. El encierro era su único escape hacia adelante esperando una nueva vuelta de Coca que nunca sucedió. Los días de Gervasio se fueron agotando sin novedades de su tía. Al principio pensó que tal vez la crecida del río le hubiera impedido a Coca cruzarlo para llegar a Victoria pero una vez que las aguas habían bajado la esperanza del retorno se fue deshaciendo sorbo a sorbo de grapa en el bar de Roberto.
Sentados en el medio de la canoa Gervasio y Eugenio reman a la par para hallar el cauce más profundo donde las aguas se tornan de un marrón intenso y los sábalos, patís y surubíes encuentran su lugar de apareamiento y descanso. Con el reflejo, el agua brota en Gervasio la angustia y la pronta necesidad de combatirla. No sabe aún si el río será capaz de borrar sus huellas de soledad y desanimo pero le tiene confianza. Le prometió a Eugenio pescar todo lo más que pudiera para venderlo al día siguiente en la feria y se prometió olvidar a Coca para siempre. Tal vez el río pueda cumplir con él.