Teatro: “No hay que llorar”, la belleza de lo imperfecto

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    Teatro No hay que llorar
CARTELERA TEATRAL

Teatro: “No hay que llorar”, la belleza de lo imperfecto

24 Agosto 2025

Al terminar la función de No hay que llorar, dos señoras se acercaron y me preguntaron qué me había parecido la obra. Mi respuesta fue inmediata: “Muy tierna”. Ellas se miraron y replicaron: “¿¿Tierna?? ¡Es terrible! Nos sentimos identificadas”. Hacían alusión a que yo era más joven y a su propia experiencia de vida. Me quedé pensando en ese diálogo y me pregunté: ¿qué es la ternura y qué es lo terrible?

Esa pregunta se convirtió en el eje de toda la experiencia que propone la obra de Roberto “Tito” Cossa, porque No hay que llorar logra, como pocas piezas, combinar lo grotesco y lo doloroso con una ternura inesperada. La obra muestra que la familia —ese refugio idealizado en el imaginario social argentino— también puede ser el escenario donde se cocinan la codicia, los resentimientos y las frustraciones más íntimas. En el silencio tenso de un cumpleaños familiar, entre vasos servidos y la espera de un médico que nunca llega, se abre la grieta de lo cotidiano. Sin embargo, en medio de lo grotesco, Cossa consigue que la ternura sobreviva. Porque si algo nos recuerda esta obra es que, detrás de cada apellido y cada mesa compartida, todas las familias guardan algo de lo terrible.

La obra de Cossa pone en escena un mecanismo muy argentino: el de la familia como mito fundante, lugar de amor incondicional y lealtades eternas. Pero bajo esa superficie, No hay que llorar revela la otra cara: la herencia disputada, los celos, la desilusión de los proyectos truncos. Lo familiar, que debería ser refugio, se vuelve campo de batalla. Y es en esa contradicción donde aparece la magia de la pieza: porque, aun cuando la familia se devora a sí misma, sigue latiendo algo de ternura en los gestos mínimos —la nuera que quiere el mejor médico para su suegra, el hermano que llega de lejos y es recibido con alegría—, en la memoria compartida, en esa necesidad de pertenecer.

Cossa nos muestra que la familia es, al mismo tiempo, cuna y cárcel. Que allí se nos enseña a amar y también se nos hiere. Y que en ese entramado de afectos rotos y expectativas nunca cumplidas se condensa una verdad universal: ninguna familia es perfecta, pero todas necesitan contarse a sí mismas el relato de que lo son.

Ese delicado equilibrio entre lo feroz y lo tierno hunde sus raíces en el grotesco criollo, una de las tradiciones más potentes del teatro argentino. Como decía Armando Discépolo: “La vida es el grotesco. El grotesco es la vida misma.” Desde Discépolo en adelante, esta corriente teatral se propuso mostrar lo ridículo y lo trágico de la vida cotidiana, con personajes que rozan la caricatura pero que nunca dejan de ser profundamente humanos. Cossa hereda esa tradición y la resignifica: en No hay que llorar los gestos exagerados, las miserias expuestas, las ambiciones desmedidas, lejos de alejarnos, nos acercan. Porque en ese espejo deformado reconocemos nuestras propias torpezas y deseos.

No es casual que esta obra forme parte de la constelación de textos que acompañaron la gesta de Teatro Abierto en los años de dictadura. Aquella experiencia colectiva de dramaturgos, directores y actores buscaba resistir a la censura y a la violencia del terror de Estado con la herramienta más frágil y a la vez más contundente: la palabra en escena. No hay que llorar, estrenada en 1979, anticipaba ese clima de resistencia cultural, con un teatro que hablaba de lo íntimo para iluminar lo social. En una época donde la familia también funcionaba como metáfora de la patria fracturada, la obra de Cossa se vuelve doblemente política: al mostrar lo doméstico, revela lo colectivo.

La ternura en "No hay que llorar" no se expresa como una escena pulcra o sentimental, sino como la cohabitación tensa de afectos imperfectos.

Una familia se reúne por el cumpleaños número 80 de su madre, pero lo que parecía un festejo se transforma en la aparición de viejos resentimientos, tensiones económicas y frustraciones familiares que salen a la luz.

En No hay que llorar, Roberto “Tito” Cossa nos sumerge en esta familia invitándonos a reír y, a su vez, a reflexionar, ya que escarba en profundidad el alma humana y muestra las miserias y necesidades que nos llevan a la autodestrucción.

En una sociedad que ama lo pulido, lo inmediato y lo consumible, es difícil encontrar belleza en lo imperfecto, en lo dividido. Como dice Byung-Chul Han: “La salvación de lo bello es la salvación de lo vinculante.” Esa frase ilumina el gesto radical de Cossa: mostrar una familia rota, disfuncional, y aún así —o justo por eso— profundamente vinculante. La belleza de lo familiar no reside en su idealización, sino en la capacidad de seguir sosteniéndose, pese a las heridas. La belleza es esa relación que, aunque fragmentada, persiste.

Y al decir que “La belleza es el acontecimiento de una relación”, Han nos recuerda que lo bello no es un objeto aislado. La ternura en No hay que llorar no se expresa como una escena pulcra o sentimental, sino como la cohabitación tensa de afectos imperfectos. La belleza del drama familiar emerge justamente desde los roces, los silencios, los resentimientos que, paradójicamente, indican un vínculo que no termina de romperse. Muestran que los lazos persisten pese a eso.

En la obra, mientras los hijos festejan, la madre se muere: la idea fácil sería culparlos, sin embargo es el motivo que los une perpetuando el vínculo filial. Antiguamente, las madres guardaban celosamente sus pertenencias, aun cuando los hijos las necesitaban, quizá porque esos objetos eran lo único que les confería valor o les hacía sentirse reconocidas. Y luego, tras la muerte, los hijos recuerdan con una mezcla de nostalgia y culpabilidad: "Mirá la vieja lo que tenía guardado". Ese último recuerdo, más que un juicio moral, es un vestigio de cariño y admiración: la ternura se filtra en la memoria, incluso entre silencios y egoísmos.

Al salir de la sala, uno se lleva más que una historia familiar; se lleva la evidencia de que la ternura y lo terrible conviven en cada hogar, en cada vínculo. Cossa no ofrece respuestas fáciles ni moralejas contundentes, sino un espejo donde reconocernos: en nuestras mezquindades, en nuestros gestos mínimos de amor. Y tal vez esa sea la mayor enseñanza de No hay que llorar: que la belleza del vínculo humano reside en la persistencia de la relación, aun con sus quiebres y contradicciones.

En su libro Matar a la madre. El duelo más doloroso que vive una hija, Luciano Lutereau recuerda una frase de Tolstói en Anna Karénina: Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera. La obra de Cossa se inscribe en esa verdad universal, mostrando que lo terrible y lo tierno conviven en cada historia familiar. Porque, en definitiva, como señala Lutereau, “no hay familia que escape a la tragedia”.

Ficha técnico artística

AutoríaRoberto Tito Cossa

ActúanMaria Cruz CarotMatias FilgueiraNicolás MizrahiMarian MorelliSilvia VillazurMavy Yunes

VestuarioAlicia Guma

EscenografíaAriel Garcia

Diseño gráficoEzequiel Caziano

Asistencia De ProducciónLuciana Fernández

Asistencia de direcciónRichard Courbrant

Producción generalAltas Gafas Producciones

DirecciónLizardo Laphitz

NÜN TEATRO BAR: Juan Ramírez de Velasco 419, CABA, Buenos Aires.