¿De qué te reís? Si cambiás el nombre puede ser tu historia (Parte 3)

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    Masotta con ellas.

¿De qué te reís? Si cambiás el nombre puede ser tu historia (Parte 3)

30 Mayo 2025

¿Oscar Masotta, yo mismo?

Unos años atrás, fui yo mismo quien atravesó una difícil situación personal. Había perdido a un amigo enfermo de cáncer y tenía una relación sentimental con una mujer que padecía un grave trastorno de la personalidad con una fuerte inclinación hacia la manía depresiva.

Con dificultad, y no menos impotencia, había vuelto a pensar aquel periodo de internación psiquiátrica de mi madre y el rol fallido jugado por mi padre en ese contexto (un periodo parcialmente borrado en la memoria, y protegido por algún recuerdo encubridor, por cierto).

Me encontraba, sin disimularlo, en el peor momento de mi vida. En paralelo, mi madre había hecho una enfermedad orgánica que la llevó a estar al borde de la muerte en más de seis oportunidades. Situación que, salvo por algunas contadas excepciones familiares, padecí en soledad, lo cual no colaboraba a la hora de frenar la manifestación de cierta sintomatología de tendencia hipocondriaca en mi.

Mientras todo eso sucedía, me veía en espejo en aquel texto de Masotta de los años 60. Yo también regué de saliva – en algún momento -, interminablemente, el género de las sábanas. Me sentí atrapado en el agujero negro en que supo convertirse mi habitación. Vi secarse la virtud de los días, en un apagado estertor de deseo agotado. Lloré, en soledad y silencio, ante el dolor de pérdidas necesarias, pero inentendibles en ese entonces. Vomité ese dolor, intentando petrificar el tiempo, repitiendo conductas destructivas que no conducían más que a saciar la sed de insatisfacción, por esa tendencia, ya manifestada, a apagar la vida dentro de mí.

Me perdí en interminables reflexiones supersticiosas, intrusivas y agresivas contra mí mismo, que armaba como pequeñas cárceles perfectas de la lógica y me congelaban en el pavor (aquello que hoy se difunde bajo el concepto de “ataque de pánico” o "trastorno de la ansiedad", tan bien abordado por “La Náusea” de Jean Paul Sartre). El terror de lo siniestro, solo distendido por la agresiva calma ficticia de la planicie biranurada de las pastillas.

Me vi babeándome, soñoliento, en espirales químicos vergonzosos que me derrotaban bajo la creencia de que ese estado no me abandonaría jamás. Y experimenté la vergüenza, desagradable, de conocer a la perfección cada uno de los elementos de la repetición, observándome como incapaz de transformarlos, en la trampa de la renegación. Incapaz de reunir la fuerza necesaria para derrotar todo lo que de muerte había y hay en mí.

Sí, yo también busqué infectar mi vida anímica, con permanentes ataques innecesarios, con elecciones dañinas que extendían hasta el cansancio las insanas pasiones inútiles, tal vez por la culpa que me generaba la certeza de mi cura y la desesperación a la que me convocaba la posibilidad de que esa sentencia sea dolorosamente cierta.

Sin embargo, el duelo por la muerte de mi amigo, sólidamente construido, me permitió comenzar (sí, tan sólo comenzar) a salir de una trama individual que, en aquel entonces, solo perpetuaba un padecimiento que tenía un carácter uróboro (ese que remite a las mitologías antiguas de serpientes que se muerden la cola, el de la eterna repetición de lo mismo).

Fue ahí, en medio de mi cama en llamas, que compré un ejemplar de la novela de Emmanuel Carrére, Yoga.

Vale aclarar que mi cama en llamas no era más que esa escena infantil traumática (que permanece aún hoy en un estado parcial de amnesia): la de repetir en la conducta de aquel presente, actuando el papel del niño abandonado que buscaba salvar a su madre – reemplazada inconscientemente por una pareja en brote psicótico casi sistemático -, exigiéndole, al mismo tiempo, con métodos cuestionables, que no lo abandone, intentando, inútilmente, realizar lo que mi padre no había logrado: traer la calma y el resguardo en una situación crítica como esa – no resta aclarar que, por si fuera poco, era la segunda vez que me ubicaba en una posición similar, replicando de igual modo una misma representación - .

Así las cosas, el exceso de amor a los padres reprime a su reverso inmediato, el odio por las escenas primarias reprendidas y las asociaciones construidas alrededor de sus faltas/fallas o prohibiciones, odio que puede invertirse en una culpa inmediata por haber experimentado esa hostilidad intensa hacia ellos en el período infantil, lo que obliga, en una compleja transacción inconsciente, a pagar con la propia neurosis, la situación culpógena desarrollada. Explicada muy rápidamente, es esta (añadiéndole al planteo, desde luego, aquellos primeros ingresos infantiles a la sexualidad y las imaginerías posteriores que producen en nosotros dichas experiencias) una de las maneras en que puede hacerse una neurosis obsesiva.

Me interesé por el texto porque había leído una reseña donde una periodista indicaba que el libro revelaba la estadía de Carrére en un hospital psiquiátrico y la asunción por parte del autor del padecimiento de un trastorno de la personalidad que lo condenó a sufrir la inhumana terapia de los electroshocks, en el año 2016.

A la novela, creo que por aquellas razones que hacen a mi propia historia personal, no pude concluirla (¡Quien me puede hablar a mí de resistencias!). Quedará, tal vez, para más adelante. Sin embargo, en la página 31, encontré algo que me resultó útil para poder pensar a las llamas, las camas ardiendo, a esas extrañas influencias que nos gobiernan (lo sepamos o no) y aquel más allá del principio del placer.

Carrére, en medio de su internación y repleto de sesiones de “terapia” de picana eléctrica, nos dice:

“La salud psíquica, según Freud, consiste en ser capaz de amar y trabajar, y desde hacía casi diez años yo era, para mi gran sorpresa, capaz de hacerlo”.

Hasta ahí, lo que tenemos es la noción de “salud” más popularizada de Freud. Sin embargo, lo que más me interesó recién iba a estar en la página siguiente. El punto que toca es el de la ética frente a la contradicción. La posibilidad de fundar, a través de la lectura analítica, un “nuevo acto psíquico”.

Lo explica de este modo:

“Freud tiene una segunda definición de la salud psíquica, tan importante como la primera: es cuando ya estás a salvo del infortunio neurótico, solamente expuesto a la desdicha ordinaria. El infortunio neurótico es el que se fabrica uno mismo, en una forma horriblemente repetitiva; el ordinario es el que te reserva la vida de formas tan diversas como imprevisibles. Contraes un cáncer, o peor aún, lo contrae uno de tus hijos, pierdes tu trabajo y caes en la miseria: una desgracia ordinaria. Por lo que a mí respecta, la vida no me ha deparado muchas de estas desdichas: ningún gran duelo hasta ahora, ni problemas de salud o dinero, hijos que se abren camino, y tengo el raro privilegio de que me gusta mi oficio. En cambio, no temo a nadie por lo que respecta al infortunio neurótico. Sin jactarme, tengo un talento excepcional para convertir en un infierno una vida que lo posee todo para ser dichosa, y no permitiré que nadie hable a la ligera de este infierno: es real. Terriblemente real. Sin embargo, contra todo pronóstico, parece que me he librado. Parece que en enero de 2015 puedo decirme que he resuelto el mal paso.”

En lo que respecta a mí, por suerte, gracias a una bella muerte, pude comenzar (de nuevo, quiero destacar que se trata de un comienzo) a ponerle un fin a esa relación con mi habilidad para arruinarlo todo. Y, por ende, a una depresión cargada de poderosa energía mortífera que a partir de ese instante comenzó a cesar. Como me supo enseñar un amigo, más que un clic, fue un devenir; un devenir otro. Y así pude inaugurar una etapa novedosa de análisis iluminada por aquello que el filósofo Martin Heidegger denomina existencia auténtica. Existir y no meramente funcionar.

Comenzaba a abrir el segundo tiempo lógico del análisis (aquel que sigue al instante de mirar), el momento de comprender. La gran pregunta de la neurosis obsesiva, dice Freud en el estudio del Hombre de las Ratas, es una pregunta por el Amor.

En este marco, yo no podía escapar a los grandes condicionantes sartreanos que se posan, como mirada atenta en la lectura psicoanalítica: un hombre es libre y no tiene excusas. La formación de síntomas neuróticos requiere, también, la posibilidad de fundar actos novedosos, que impliquen una conducta ética diferente. En definitiva, uno es lo que hace con lo que la historia, el lenguaje, la estructura económica, la novela familiar, y toda la compleja trama de sobre-determinaciones, hicieron de uno.

En suma: somos en situación, pero estamos posibilitados de hacer siempre algo distinto (por supuesto que, siempre y cuando hablemos de posiciones subjetivas que no impliquen condiciones limitantes estructurales irreversibles).

Pude decirme, así, que nadie es de una vez y para siempre, ya que, Sartre me lo dijo antes, la existencia precede a la esencia.

La pregunta que se me reveló fue, entonces: ¿sirve al analizante, atrapado en una posición que no puede evitar replicar, identificar correctamente la nosografía y etiología de su padecimiento?

La respuesta fue sí, sirve en los términos en que posibilita el momento de comprender, para atravesar esa roca que, ayudará a, por fin, concluir con la enfermedad.

Si me encontraba en una lucha de fuerzas interiores, lo que había de preguntarme era:

¿Cómo reunir la energía suficiente para cortar la contradicción en la que nos sumerge la renegación ante la repetición mortífera? Comenzaban a aparecer dos significantes, a modo de una temprana respuesta: Tiempo y Amor.

Todo esto era lo que me ocurría, hasta el momento en que tuve un grave accidente automovilístico, en el que casi pierdo la vida. Pero esa, es otra historia.

 

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