Disparen contra los más pobres… y organizados
Volver a los planes
Las organizaciones sindicales que nuclean a los trabajadores más desprotegidos vienen resistiendo los incesantes ataques del gobierno de Javier Milei. Los frentes de batalla son varios y todos resultan cruciales por igual. Uno de ellos se vincula a los cambios unilaterales realizados por el ejecutivo en los programas sociolaborales. Por este motivo, en los últimos tiempos la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) encabezó diversas jornadas de protesta con alto despliegue territorial. La urgencia y masividad de los reclamos evidenciaron el malestar de los trabajadores organizados en cooperativas populares ante la liquidación del Potenciar Trabajo (y sus figuras ampliatorias: Plan Nexo, Potenciar Inclusión Joven, Potenciar Acompañamiento), que por Decreto 198/2024 quedó reconfigurado en dos programas complementarios: Volver al Trabajo y Acompañamiento Social.
La puesta en marcha de la medida implicó el congelamiento del monto a percibir en la irrisoria cifra de 78 mil pesos, más de 50 mil bajas compulsivas de beneficiarios y el cierre de 300 Unidades de Gestión encargadas de coordinar prestaciones y proyectos productivos, comunitarios y educativos. Sin embargo, el árbol no debe taparnos el bosque. Los efectos enumerados resultan catastróficos para el entramado comunitario de los destinatarios del ex Potenciar, pero son la punta del iceberg. Detrás de ellos se oculta la reestructuración profundamente distorsiva de un programa que, a pesar de sus limitaciones, era abiertamente reivindicado por el amplio espectro de las organizaciones de la economía popular. Esta es, sin dudas, la cuestión de fondo. Por medio de la Resolución 84/2024, el Ministerio de Capital Humano borró de un plumazo la dimensión laboral y salarial que distinguió al Potenciar, para convertirlo en un retrógrado plan de asistencia y capacitación individual.
De este modo, incurre en la violación flagrante de una normativa que, con amplio consenso del espectro político, consagró los derechos de los trabajadores populares (Ley 27345/16, decreto reglamentario 159/2017). Y deja en claro así sus verdaderas intenciones. Más que al trabajo, el gobierno quiere volver a los planes. Es un drástico cambio de rumbo, que no parece tan brusco si se atiende a las modificaciones avanzadas en la última etapa del gobierno anterior. En los hechos, la reformulación dispuesta por Milei/Pettovello lleva al extremo el giro de timón que venía impulsando la administración saliente (con la asunción de Tolosa Paz al frente de la cartera de Desarrollo Social). Se trata del retorno a la vieja y remanida bandera de la “empleabilidad”, siempre atada a la falsa prédica de convertir “los planes sociales en trabajo genuino” y acabar con los “intermediarios de la pobreza”.
El cambio forma parte de la estrategia general de “empobrecer” y desarticular a los sindicatos, confesada a viva voz por el flamante funcionario que hasta hace poco funcionaba en las sombras. Cumple el objetivo de sacar de la cancha a uno de los principales enemigos del gobierno: el movimiento de la economía popular. Desde el inicio de su gestión, la ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, se puso al frente de una ofensiva sin precedentes contra los más pobres y organizados. A estas alturas, queda claro que viene jugando fuerte. En los bordes de la criminalidad legal y de lleno en la inmoralidad. Los ataques pueden ser más o menos eficaces, pero carecen de inocencia y aleatoriedad. Apuntan contra las organizaciones sociales que en la última década supieron confluir en una agenda gremial común, para obtener históricas conquistas en favor de sus representados: los trabajadores estructuralmente excluidos del empleo asalariado registrado. La selectividad de la embestida junto a frondosas articulaciones del gobierno con fundaciones o iglesias evangélicas sin un gran despliegue territorial, indican que el problema no son los “intermediarios” sino su orientación ideológica.
Patas para arriba
Sin contar a los miles que sufrieron la baja, desde abril un millón doscientos mil titulares del ex Potenciar fueron transferidos, de forma automática e inconsulta, a alguno de sus desprendimientos. La distribución obedeció a un tosco criterio de pertenencia etaria, que se vincula a la orientación específica y órbita ministerial. Así, dentro de Volver al Trabajo quedaron incluidos los beneficiarios de entre 18 y 49 años, la porción mayoritaria y “empleable” del padrón (el 80%), cuyas oportunidades de inserción laboral se quiere mejorar a través de difusas capacitaciones que quedaron a cargo de la Secretaría de Trabajo, Empleo y Seguridad Social. Mientras que el Programa de Acompañamiento Social (PAS) reúne a mayores de 50 años y madres de hijos numerosos, la restante minoría “inempleable”, bajo la tutela de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia, encargada de asistirlos dado su “mayor grado de exclusión y vulnerabilidad social”.
Más allá de las dificultades operativas debidas a las renuncias masivas de funcionarios que ostenta la cartera, el principal problema del “nuevo Potenciar” es que niega la realidad de sus beneficiarios. No es una cuestión de implementación, que pueda resolverse con ejecutores más eficientes o menos corruptos (si los hubiera). Es un problema de diseño. Ambos programas se ajustan al máster plan de hundir en la miseria y disciplinar socialmente a la clase trabajadora, buscan dañar el corazón de la organización popular. Para eso necesitan imponer la falsa premisa de que no hay trabajadores en el universo del ex Potenciar. Se los retrata como desocupados voluntarios, personas incapaces por sí mismas de insertarse en el mercado de trabajo, en suma, subsidiados crónicos en recuperación. No hace falta pericia para ver allí una representación denigrante y caricaturesca, que invierte los términos de la compleja ecuación laboral contemporánea. Mediante una violenta operación simbólica, millones de excluidos se vuelven culpables (por acción u omisión) de no tener lugar en el mercado laboral. Las víctimas del capitalismo argentino pasan a ser victimarios, los causantes de todos males de nuestra sociedad, la pesada carga que obstaculiza el progreso del país y le impide salir adelante.
Desde esa perspectiva, los de abajo solo pueden ser objeto de limosna; con suerte se los puede entrenar para salir de la holgazanería, inculcarles la civilizada “cultura del trabajo”, la cacareada vocación emprendedora. Como si no fueran dignas, creativas y socialmente útiles las iniciativas laborales que supo plasmar el pueblo trabajador en la economía popular, al verse expulsado de la relación salarial. Como si, además, la falta de “empleo decente”, formal, fuera una simple cuestión de mérito y pudiera explicarse por la baja calificación promedio, en lugar de constituir un problema endémico en el capitalismo dependiente (hoy nuevamente agudizado por políticas de ajuste ortodoxo, que solo sirven para profundizar inerciales y sistémicas brechas de desigualdad). ¿No se enteran, quizás, las autoridades de Capital (in)Humano? ¿No lo saben sus funcionarios, por más ilegítima que a estas alturas sea su autoridad? ¿Son capaces de ignorar, acaso, que no puede taparse el sol con las manos o ir a contramano de la historia?
El mundo entero aprendió, hace tiempo, que la economía popular es trabajo. Por estas pampas, incluso, fueron los propios trabajadores excluidos del circuito asalariado los artífices de esta invaluable pedagogía social. Su proceso de sindicalización enseñó a pensar, con mayor claridad, el fenómeno de la exclusión en el mundo globalizado. El tiempo y las luchas hicieron que la disputa fuera decantando en la gradual institucionalización de las tareas que engrosan la ancha geografía del trabajo sin patrón (visible). El Potenciar fue una clara expresión de ello.
Sin embargo, el gobierno no acusa recibo. Prefiere jugar al desentendido, ampararse en severas fallas de diagnóstico y comprensión que son hijas del individualismo cínico y ramplón que profesa. Piensa al sector con las gastadas anteojeras otrora impulsadas por el Banco Mundial (empleables vs inempleables), anula la dimensión laboral conquistada por las organizaciones (desde el Salario Social Complementario) y vuelve a la lógica de los planes. En el fondo, se ilusiona con borrar del mapa los trascendentales avances del movimiento de la economía popular.
Nada nuevo bajo el sol
A los más humildes (y organizados), el experimento seudolibertario en curso les reserva el lugar del asistencialismo rancio, amueblado con irrealizables promesas de retorno masivo al mercado laboral y barnizado por la (no menos rancia) retórica de enseñar a pescar en lugar de repartir el pescado. Al igual que el programa entero de gobierno, que ni siquiera atina a gestionar el desastre del ajuste regresivo que propone, la política social de Milei se revela inadecuada y desfasada. Más si atendemos a las recomendaciones generales que organismos internacionales como la OIT vienen haciendo a los gobiernos de turno, a la hora de diseñar la política pública dirigida al sector. Al margen de las discrepancias de fondo entre las reivindicaciones gremiales del movimiento local de la economía popular y la visión más de corte oenegeísta de estos organismos (el sesgo empresarial en su definición de Economía Social y Solidaria), las organizaciones nucleadas en la UTEP y los órganos del ecosistema institucional de la ONU comparten al menos una valoración similar en relación a la importancia del cooperativismo y la necesidad de reconocer “la primacía de las personas y el fin social sobre el capital”. Un legado que, huelga aclarar, el ministerio de Pettovello busca a toda costa sepultar.
Ajenos a los dramáticos efectos sociales generados, puertas adentro de Capital Humano computan la reforma del Potenciar como un poroto a favor. Ponderan -¡ay!- las ventajas del nuevo diseño, y destacan tres: 1) disuelve las Unidades de Gestión y con ello elimina el rol de articulación territorial de las organizaciones sociales; 2) establece la incorporación automática de los beneficiarios, y el carácter provisorio del beneficio por dos años; 3) condiciona el pago a la “buena conducta” del titular, mediante causales de egreso que, entre otras cosas, criminalizan la protesta). En resumen, el gobierno se jacta de estar terminando así con el curro de los “gerentes de la pobreza”, expresión mítica de uso corriente, en la jerga de las elites, para referirse a las organizaciones sociales y sus dirigentes. Aduce que, como administradores del Potenciar, dejaron mucho que desear. En concreto, les imputa falta de transparencia e ineficacia en el ejercicio de la tarea. Sus funcionarios repiten a coro, en todas las tribunas, que los movimientos se dedicaron a “hacer caja” y fueron incapaces de integrar a los beneficiarios en el mercado de trabajo formal. Pero el poder de amplificar el mensaje condenatorio no les da la razón y desentona con los hechos.
En respaldo de la primera acusación, no logran ofrecer pruebas. Hasta ahora, exhibieron números de transferencias monetarias giradas por el ejecutivo anterior o se prestaron al patético show mediático de los “comedores fantasma” y el revoleo de denuncias contra un manojo de cooperativas. Más allá de la hojarasca, las evidencias de malversación no aparecen. Es que el grueso de los fondos se destinó al pago del complemento salarial, como retribución del trabajo productivo, comunitario o formativo efectivamente realizado en las unidades multirrama. Lo cual se conecta con la segunda acusación. Es cierto que, en los cuatro años que duró el Potenciar, fueron relativamente escasas las transiciones hacia el llamado empleo genuino (pocos beneficiarios salieron del programa, por haber conseguido trabajo en el circuito formal). Pero esto mal puede ser achacado a las organizaciones, y tampoco sirve para demostrar que haya sido “un plan ineficaz”, como asegura Pettovello. Para empezar, todos los anteriores programas exhiben magras cifras al respecto. Algo que, como vimos, se vincula a las dificultades estructurales con las que inevitablemente choca la política pública cuando busca fomentar la generación de puestos de trabajo formal en el capitalismo argentino.
No obstante, hay algo más relevante aún, para poder apreciar cuán descabellada es la acusación. El objetivo más virtuoso del Potenciar no pasaba por propiciar el empalme con el empleo registrado, sino por reconocer, jerarquizar y formalizar las actividades laborales que ya realizaban sus beneficiarios. En su mejor versión, fue una política que buscó garantizar derechos no reconocidos de los trabajadores populares, potenciar la organización y desarrollo cooperativo del trabajo que ellos mismos se inventaron a fuerza de exclusión. Este era el núcleo progresivo del Potenciar, lo que le valió, resultados mediante, el acompañamiento y también las críticas de las organizaciones del sector (cuyo rol fue clave en la emergencia e instrumentación del programa). Por lo que carece de sentido plantear, como lo hacen Pettovello y compañía, que el Potenciar fracasó como puente al empleo formal y que una muestra de ello es haber mantenido estable (no haber reducido) la cantidad de beneficiarios. Más bien, el congelamiento por decreto de las altas, oportunamente generó rispideces con (y entre) las organizaciones. Muchas vieron allí un gesto conciliador del gobierno anterior con el discurso “antiplanero” de los poderes hegemónicos, y una falta de osadía para ampliar el alcance y las metas virtuosas del programa.
Pese a todo, es cierto que el Potenciar adolecía de una incómoda ambigüedad conceptual. Un defecto de origen, podemos decir, que arrastró durante casi dos décadas la política social de la posconvertibilidad, desde el Plan Manos a la Obra en adelante. El hecho es que los programas orientados a la promoción del trabajo cooperativo y autogestionado, nunca abandonaron el eje de la empleabilidad. No solamente podemos encontrarlo en la impronta regresiva del Hacemos Futuro macrista, que agitó la bandera de la capacitación individual como trampolín al empleo privado (de manera similar al actual Volver al trabajo y al tramo pospandémico del Potenciar), sino también en la política social progresista, siempre aferrada a una comprensión miope de la relación laboral en la que el trabajo queda reducido a la clásica definición de empleo registrado asalariado (en sus márgenes, cuentapropismo independiente). Es por ello que estos programas, incluyendo el Potenciar, fueron incapaces de trascender los límites de la tradicional lógica asistencialista. Al tener las miras puestas en el empalme con el “trabajo genuino”, por defecto la tarea no podía ser otra que la de asistir a los caídos, hasta alcanzar ese mañana que nunca llega, hasta que logren ser absorbidos por el mercado laboral formal y así se revierta una situación de exclusión que, erróneamente, se considera anómala o temporal.
Espejito, espejito…
En el discurso oficial, todo apunta hacia el remanido déficit cero. La política social no podía ser la excepción. Los daños de la jibarización institucional se justifican en aras de la eficiencia del gasto público, la liberalización de la pujante iniciativa privada, la creación de “empleo genuino”. Son los lugares comunes del repertorio liberal desarrollista. En los hechos, lo que importa es debilitar el poder organizativo de los más humildes, que osaron sindicalizarse. Urge convertirlos en fuerza de trabajo precarizable, al servicio de mayores rindes corporativos. Hacerles entender, de una vez por todas, quién manda. No es casual este ensañamiento.
En las últimas décadas, después de que el experimento neoliberal volara por los aires y dejara un país para pocos, el sector popular hizo de la necesidad virtud. Mostró que las estrategias de supervivencia individual pueden convertirse en un proyecto colectivo solidario, que es posible organizar el proceso productivo de otra forma, con el ser humano y sus derechos en el centro. Con sus inevitables claroscuros, las experiencias protagonizadas por los trabajadores excluidos del mercado laboral ofrecen un horizonte social emancipatorio y esperanzador. Bien leídas son un potente antídoto contra el individualismo y la fragmentación en el campo popular. El gobierno es consciente de las peligrosas enseñanzas que anidan en las luchas de los de abajo. Su misión es restaurar el equilibrio perdido, normalizar la patria oligárquica.
La volátil cartera de Capital Humano tomó a su cargo esta ignominiosa tarea. Avanza en el deterioro de las condiciones de vida y trabajo de los más pobres; en la destrucción de una de las pocas tablas de salvación que tenían a mano un millón y pico de cooperativistas. Esa es, en definitiva, la triste función que están cumpliendo los dos programas que reemplazan al Potenciar. En esa clave hay que mirar también la reducción de las partidas presupuestarias destinadas a los programas sociales y la inversión en la ecuación del gasto. Aunque todavía está por verse si la estrategia logrará imponerse. No debe olvidarse que el gobierno dirige sus ataques contra la fracción más dinámica del campo popular. En estos decenios fueron los trabajadores del sector, último orejón del tarro de la clase trabajadora, quienes mostraron mayor predisposición y pericia al bregar por la necesaria unidad de los que viven de su laburo. Y hoy siguen siendo, a fin de cuentas, los que muestran mejores reflejos para resistir y organizarse en torno a un proyecto de sociedad superador.
Sin embargo, la amenaza es grande. Si la hoja de ruta del gobierno prospera, el daño puede ser mayor. La política social de Capital Humano incentiva el desconcierto del sálvese quien pueda. En caso de escalar, puede llegar a debilitar la fibra comunitaria y solidaria que nutre al sector. Este es el objetivo final de la trinchera de Pettovello. Más que entorpecer el funcionamiento de la economía popular, lisa y llanamente desaparecerla. Por eso pretende desalentar actuales y futuras generaciones de recicladores urbanos, costureras, cuidadoras comunitarias, albañiles, vendedores públicos, agricultores familiares… y varios etcéteras más de excluidos del circuito formal que lograron organizarse en cooperativas, ramas, sindicatos, federaciones y uniones de trabajadores populares. Si el gobierno tiene éxito, ellos serán los nuevos desaparecidos sociales. Toda una declaración de principios para los millones de compatriotas -dentro y fuera del ex Potenciar-, a quienes el mercado laboral no puede ni necesita absorber bajo el actual funcionamiento del capitalismo argentino. Tolerarla no es solo convalidar un claro retroceso en materia de política pública; es dar un peligroso paso hacia el abismo de la deshumanización, apretar el acelerador del suicidio colectivo al que nos induce la mundialización del descarte.