Farias: “Lo que tiene Milei de anarco es la reivindicación del desorden como estilo de gobierno”
El profesor de filosofía Matías Farias conversó con AGENCIA PACO URONDO sobre la historia del liberalismo económico en la Argentina. Además, reflexionó sobre el momento presente de la política nacional.
APU: ¿Cuándo se puede decir que comienza la tradición liberal argentina?
MF: El lenguaje político hegemónico del siglo XIX argentino, al menos en su primera mitad, no es liberal sino republicano. Personajes que se odiaban tanto entre sí como Sarmiento y Rosas creían en la república: aceptaban la soberanía popular, desconfiaban de la naturaleza humana y por ende asignaban a la política la misión de ordenar el caos, la guerra civil, los enfrentamientos.
Esto no tiene nada que ver con el liberalismo clásico, que detesta a la política, confía en la bondad humana y si acepta al Estado es sólo como un mal necesario. Desde ya que Rosas y Sarmiento no cultivaban el mismo tipo de republicanismo, pero pensaban al interior de su horizonte porque creían que era necesario plantear, para el específico contexto político proindependentista, algún tipo de conexión entre orden y virtud. Lo más próximo a lo que retrospectivamente podríamos llamar “liberales” en aquel contexto, me refiero a algunos unitarios, eran vituperados por Rosas o parodiados por Sarmiento.
Ahora bien, este republicanismo que se consideraba, tanto en su veta romántica como en la rosista, como legatario de la Revolución, razona en un contexto político en que el principio de la soberanía popular es mirado con recelo, algo que ya era entrevisto por los liberales europeos a causa de la radicalización jacobina y luego por la insurrección de 1848 en Francia. Sin olvidar, desde luego, el caso de Haití.
En Argentina, el liberalismo jugó un papel importante en el modo de tramitar este problema, al plantear que la Revolución sólo sería completada con un proceso de modernización social que demandaba las hoy llamadas “libertades negativas” -garantías constitucionales ante el poder político- y la inscripción de la economía argentina en la economía capitalista mundial. El razonamiento de fondo era que ese programa de modernización social, que tenía su centro en la economía y muy especialmente en el mercado, permitiría completar la independencia política y generaría tal impacto en las costumbres, que su sólo despliegue sería suficiente para terminar de construir la nación y generar las condiciones para suturar el hiato entre “voluntad y razón”, entre el sujeto de la soberanía, es decir, el pueblo y el orden político moderno. Ese liberalismo creía que la generalización de las reglas del mercado terminaría operando una doble transformación: la de la plebe en pueblo y la del “desierto” en nación moderna. Hay que decir en este punto que, sin dejar de estar ligado con la tradición republicana, es Alberdi quien en Bases modula en términos liberales al pensamiento decimonónico republicano. Pero una república puede ser muchas otras cosas más que una república liberal.
APU: ¿A los federales se los puede caracterizar de manera taxativa como antiliberales?
MF: El federalismo forma parte de los republicanismos del siglo XIX. Y no existió un único federalismo, aún hoy hay marcas de esas diferencias: basta con vivir, por ejemplo, en Entre Ríos, para saber cuáles ciudades y qué grupos sociales recuperan la memoria de Artigas, cuáles las de Urquiza y cuáles la de Ramírez. En rigor, el federalismo del siglo XIX es un proyecto que ofrece una respuesta a un problema político acuciante: qué unidad política, con qué normas e instituciones, se constituirá en el relevo del viejo orden colonial. Y con qué tiempos, como se ve en la discusión entre Quiroga y Rosas. La Liga de los Pueblos Libres de Artigas es el antecedente más notable de esta tradición, que será continuada por liderazgos políticos basados en el poder económico y territorial de los gobernadores. De aquí que en los años veinte del siglo XIX, el “federalismo” es también el nombre de un poder real erigido sobre aquello que dejó vacante la Revolución, esto es, la constitución de un nuevo orden político tras el éxito en las luchas independentistas.
De modo que la asociación entre federalismo y anti liberalismo es retrospectiva, aunque el núcleo de esta identificación sea la teoría del caudillismo heredada de la Generación Romántica del 37. Una vez que se amalgame, por propios y ajenos, la idea republicana con la idea liberal, se dirá que el federalismo es anti liberal porque es el gobierno de los caudillos, quienes gobiernan, según esta mirada, no a través de la ley sino de su propio arbitrio. Pero esta asociación es cuestionable tanto desde una perspectiva conceptual como histórica y de hecho el más liberal de todos los republicanos, Alberdi, claramente se mostraba favorable en Bases a que sean los caudillos las referencias políticas que sostengan la construcción de una nación moderna dinamizada por el mercado. En el siglo XIX la esperanza de Alberdi estaba cifrada en Urquiza, en el siglo XX estuvo depositada, cierto que por sólo algunos años, en Menem.
Pero más allá de los modos en que retrospectivamente se asoció al federalismo con el anti liberalismo, hay algo que enfrenta al federalismo con el liberalismo. Y es que los liberales piensan que la política debe plegarse al orden de las cosas, al que imaginan autorregulado por leyes cuya máxima expresión son las del mercado. Pero también piensan así a la opinión pública, como una esfera donde lo que se intercambian son ideas cuya verdad está inscripta en las cosas mismas. En consecuencia, lo que tiene que hacer el poder político es no meterse con ninguna de ellas. Por esta razón los liberales se asignan siempre cierta clarividencia, porque supuestamente detentan las claves de este orden natural. Es la superior clarividencia que se atribuyen y no la voluntad popular lo que les hace creer que están destinados a mandar. Este elitismo, que coloca por fuera de la racionalidad a cualquier disidencia, llega hasta hoy con el escasamente original “no la ven”. En cambio, los federales eran proclives a identificar su poder no con la sola razón, sino con el favor del pueblo. No hay que olvidar que ya hacia mediados del siglo XIX, la palabra “federal” siguió teniendo circulación bajo una acepción puntual: como sinónimo de “popular”. Entonces, si bien el federalismo es ciertamente una específica concepción política que cobra sentido en el contexto del relevo del orden colonial, también ha sido una forma de hacer política que invoca no tanto a la razón (lo que no quiere decir desde luego que se declare irracional) sino el favor del pueblo como fuente de su legitimidad. Y ese pueblo, el pueblo federal, es el bajo pueblo, la plebe, aquel mismo actor que se activa con las guerras independentistas, que da su apoyo al rosismo o que se inmiscuye en el campo letrado en los poemas gauchescos. La idea de que la plebe es el pueblo mismo es una idea latente en la tradición federal. Y el temor a esa identificación es lo que signa de manera autoritaria a la tradición liberal argentina y explica los recelos incluso ante una figura como Menem, a la que quisieron suplantar con un De la Rúa…
APU: ¿Es la batalla de Caseros un triunfo del liberalismo?
MF: Sólo las pasiones tristes que animaron a los intelectuales y al elenco político de la Revolución Libertadora podían fundar la imagen de que aquel resultó un momento de esplendor de la propia tradición. En rigor Caseros fue un gran fracaso para los republicanos antirrosistas. Fue hecho bajo la hipótesis, replicada en el siglo XX con el peronismo, de que caído el tirano caía la tiranía; y que a partir de allí sólo restaba instrumentalizar el orden, la estatalidad rosista y los hábitos de obediencia que había cosechado el rosismo a los fines de la “civilización”. Pero todo eso fue ilusorio y se desmembró con rapidez. Como señala Halperín Donghi, lo que le sigue a Caseros son “treinta años de discordia”, es decir, la reintroducción de la dinámica de la guerra civil, con episodios dramáticos y trágicos: cientos de insurrecciones, matanzas generalizadas como la de Cañada de Gómez, una guerra donde se extermina a la población adulta masculina paraguaya y lo que los historiadores categorizan actualmente como un genocidio, la llamada Conquista del desierto. Un “telar de desdichas”, según se lee en el Martín Fierro.
APU:¿Alberdi y Sarmiento de qué manera contribuyeron al pensamiento nacional?
MF: Son dos figuras claves que han impactado no sólo en Argentina y en su contexto, sino también en la región e incluso a lo largo del tiempo, como puede apreciarse en el modo en que intelectuales como Martí y Mariátegui se han definido como interlocutores polémicos de sus obras. Facundo de Sarmiento es un gran libro, porque muestra a pesar de Sarmiento la potencia plebeya argentina. Y Educación popular es un libro insoslayable, el texto fundante del sistema público educativo argentino, donde quedan trazados los fundamentos de este sistema: la conexión entre derechos, escuela y democracia. Aunque resulte paradójico, es el sistema que desde la dictadura al presente los liberales quieren destruir, como muestra Adriana Puigróss en Adiós a Sarmiento. En este libro está la clave de un proyecto político de cooptación, ciertamente, del mundo popular, pero al mismo tiempo inspirador de una trama que la potencia plebeya de este país redefinió para producir las mejores cosas que ha producido la Argentina: sus maestras, sus letristas de tango, sus laburantes y ese generalizado afán de armar algo común, sea un asado, un club de fútbol o un comedor.
Alberdi es sin dudas el liberal más consecuente de este país, en su doble faceta: como ideólogo y como constructor de naciones. Como ideólogo, es el que identifica a la patria con el mercado, según la liberal traducción de una frase que hunde sus raíces en la tradición republicana clásica: “ubi bene, ibi patria”, que en el contexto de este libro significa que “donde están los bienes, está la patria”. Es esta matriz ideológica la que le permitirá decir aberraciones: que “el indio no compone mundo” y que de un gaucho jamás surgirá un “maquinista inglés”. Pero Alberdi es también un constructor de naciones, alguien que piensa la nación más allá de la oferta y la demanda, como se aprecia en su legitimación del carácter bicameral del legislativo, como prenda de unidad entre unitarios y federales; en su interés por integrar a la Argentina del litoral con la del interior; en su defensa a los caudillos; o en sus críticas acérrimas a la Guerra del Paraguay. Es por eso que su obra admite diversas herencias, de las cuales el anarco liberalismo toma sin dudas la peor: aquella que Halperín Donghi nombró como la del “autoritarismo progresista”, una concepción según la cual cualquier valor político, incluso -y sobre todo- la democracia, debe quedar supeditada a la libertad de mercado y los derechos de propiedad.
APU ¿En la actualidad hay un triunfo cultural del liberalismo económico según tu parecer?
MF: No es actual, sino que se viene forjando hace cincuenta años: el neoliberalismo es la cultura contemporánea dominante. Se trata de una ideología que, a diferencia del liberalismo clásico, que todavía distinguía entre esfera privada y pública, busca generalizar el principio de maximización de las ganancias. De aquí que sostenga que el mercado es el único organizador legítimo de las relaciones sociales. Para ello no se despoja del Estado, sino que redefine sus funciones, para ponerlo al servicio del empresariado nacional y extranjero, y sobre todo para unificar ese frente, algo que demanda hacer política. Ese es el papel histórico de las privatizaciones, al menos en Argentina. A pesar de todo lo anarco que se proclame la actual dirección política de la Argentina, el Estado cumple un papel central en esta función, como pudo apreciarse en el DNU del 23 de diciembre y en las “Bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos”, ambas herramientas destinadas a transformar el patrimonio público y los derechos de los argentinos en oportunidades de negocios para empresarios locales y extranjeros con nombre y apellido, fácilmente identificables. Lo único que tiene de “anarco” esta versión neoliberal es la reivindicación del desorden como estilo de gobierno, algo que no se condice del todo con la clásica tradición liberal argentina.