Buscando al Capitán Pelusa: Santa Maradona

  • Imagen

Buscando al Capitán Pelusa: Santa Maradona

29 Octubre 2021

Por Jorge Hardmeier | Fotos: Juan Cruz Guido

Con un par de lienzos crotos, esperando por el bondi de Fiorito a Paternal

Las pisadas, las rabonas, son los chiches que los viejos no te podían regalar

Y en la villa se juntaban los pendejos para verte gambetear.

(La Guardia Hereje, “Para verte gambetear”)

Fines de julio de un 2021 en el cual la pandemia parece amainar. Me abrigo, por el clima y por mi destino: el santuario de Diego Maradona en la cancha de Argentinos Juniors, esa en la cual, a los dieciséis años, comenzó a demostrar las destrezas que lo catapultaron a ser el mejor jugador de fútbol de la historia. Tomo el colectivo 44. Los barbijos ocultan media cara de las personas. Pienso, nervioso, que también nací en Fiorito, a unas quince o veinte cuadras de donde vivía Diego en su infancia con Don Diego, Doña Tota y sus hermanxs.

En el transcurso del viaje, sentado, repaso las preguntas que le voy a realizar a Jorge Boido, esa especie de fotógrafo cazador de murales maradoneanos. Tengo las preguntas garabateadas en un cuaderno de tapas rojas. El color del Bicho, pienso. Plaza Irlanda. Avenida Gaona. Asocio con un tema de Los visitantes: Conducida por el intestino de Gaona / Pasando por todos mis hogares /Que me abandonan. Lo vi a Diego jugando en el Boca del 81, ese que también contaba en su plantel con Brindisi, el Pichi Escudero, Ruggeri, Perotti. No sé si estar feliz por haber presenciado algunos de esos partidos o entristecerme por el paso de los años. El colectivo cruza Juan B. Justo. Se me acumulan lágrimas en los ojos; de hecho lloro cada vez que veo algún video o foto de Diego luego de su muerte. Porque se murió, no jodamos, ya no está, eso es inmodificable más allá que tratemos de aliviarnos con eso de que está en el cielo y todas esas frases para tranquilizar nuestro dolor y nuestras conciencias. Bajo en Donato Álvarez y San Blas. Ya estoy en La Paternal, uno de los barrios de Dios.
 


 

Por esas calles caminó Diego de purrete, pienso. Un cigarrillo. Siento una magia que seguramente autogenero y no comparte el resto de lxs peatonxs que deambulan en el barrio, en sus tareas cotidianas. Camino por San Blas. La Paternal conserva todas las características del barrio aún no acuciado por las vampirescas especulaciones inmobiliarias. Cuestión de tiempo, tal vez. Es un día soleado. Cruzo, siempre caminando por San Blas, cuatro calles cuyos nombres remiten a seres o hechos desconocidos, ¿quién decide el nombre de las calles? ¿Quién o qué fue Terrero, una de las calles que cruzo mientras fumo otro pucho? Finalmente me acerco a mi destino. Boyacá y San Blas.

Las pintadas con la figura de Diego, el Pelusa, comienzan a sucederse. Media cuadra antes ya detecto cierta sonrisa y la figura de un pibe haciendo jueguito con la pelota. Las letras pintadas sobre la fachada rezan: “El amor de un país. Orgullo de un barrio”. Los carteles de la Avenida Boyacá, esos que señalan nombre y numeración, han sido prolijamente intervenidos: ahora es Diego Armando Maradona. Paro y observo. ¿Dónde hay un kiosco? El muro del estadio de Argentinos que da hacia esa avenida que en algún momento dejará de llamarse Boyacá presenta una serie de murales de una calidad de ilustración superlativa. Me detengo, antes de llegar a la esquina, en principio para encender otro cigarrillo, luego para extender la emoción del instante y también para investigar, en el teléfono celular, qué o quién fue Boyacá: una batalla que selló la independencia de la actual Colombia.

La Paternal se transforma en un microcosmos, en una suerte de ecosistema maradoneano. Busco a Jorge Boido, el cazador que fotografía murales de Diego. El Cazadiegos. Por Boyacá circulan muchos autos. Aturden. Es mediodía, como cuando Diego jugaba en el Mundial '86 lo que valió un reclamo de su parte; calor y altura y reclamo a la FIFA. Camino y detecto a Jorge, a quien conocía solo por fotos, bien abrigado y calzando un gorro y una bufanda que delatan su amor por San Lorenzo. Pienso, nuevamente: el Cazadiegos. Nos damos la mano y vamos hacia el Santuario ubicado sobre esa avenida que alguna vez dejará de llamarse Boyacá. Trago saliva. No debo llorar, no tengo que llorar. El santuario: un lugar pequeño, con bancos de misa, y malla de redes en las paredes que albergan: fotos de Diego, camisetas, pelotas, objetos diversos, regalos, ofrendas. En una de las paredes una sucesión de fotografías dan testimonio de su segundo gol a los ingleses en el Mundial 86.
 


 

Yo estaba de viaje de egresados en Bariloche, pienso, ya era grande. ¡Que quilombo ese día! El zumbido de los autos invade desde la avenida. Detrás de un altar cubierto de rosarios, estampitas y otros íconos, un Diego pintado en la pared por Maxi Bagnasco. La figura de Pelusa está rodeada por un  aura de santo. Un muchacho custodia silenciosamente el lugar. Jorge Boido me lo presenta: es ahijado de Diego. Le pregunto su nombre: Diego, me responde y, siempre en modo silencioso, se encamina a uno de los lados del santuario y me señala una foto en blanco y negro donde está Maradona y me dice: el de al lado soy yo. Hablamos con Jorge. Se refiere con amor sobre Diego, el Pelusa. En algún momento nos emocionamos o eso marca mi recuerdo de esa tarde. Lloriqueamos.

Jorge, el cazador de murales de Maradona con su cámara, el Cazadiegos, me cuenta que él estuvo en la cancha en ocasión del debut de Diego Armando Maradona en la Selección Nacional pero que se dio cuenta hace apenas unos pocos años. No logro entender. Miro hacia Boyacá. Hay sol, mucho sol, estoy rodeado de Diegos, se me hace un nudo en la garganta. Diego, el ahijado, me pregunta si necesito que no deje entrar a nadie por la nota. No, no, le respondo para nada, todo bien. Dudo si ponerme o no los lentes de sol. El ruido de los autos que circulan por Boyacá aturde. Diego, me explica Jorge, debutó en 1977 en la selección de Menotti, era una serie de tres partidos contra países socialistas: Hungría, Polonia y la extinta República Democrática Alemana. Tres partidos en plena dictadura contra países del eje comunista. Boido concurre con amigos a ver el partido. Un cigarrillo, por favor.
 


 

Recuerdo que, de niño, vi esa foto blanco y negro de Diego en el diario Clarín. Debut en la selección mayor. Passarella, Gatti, Carrascosa, Ardiles. Un negrito con una cabellera llena de rulos, diecisiete años. Odio que Menotti lo haya dejado afuera del Mundial 78. Pero Diego lo quería al César, pienso. Boido me sigue narrando: Diego entró por Luque en el partido contra Hungría. 5 a 1. Y fue en la cancha de Boca. Donde cuatro años después lo vi desparramando rivales y haciendo goles, pienso. Sí, ese fue su debut en la Selección. Coincidimos con Jorge: si todos los que dicen haber estado en esa jornada hubieran estado realmente en la cancha, no alcanzarían cinco Bomboneras. Pero Jorge lo vio y se dio cuenta hace escaso tiempo, charlando con amigos. A mí no me pareció nada diferente, me dice.

Salimos del santuario con Jorge y Juan, el fotógrafo. Sobre Boyacá las imágenes de diversos Diegos son deslumbrantes. Se respetó una pintada: la que hace referencia a los Derechos Humanos. El resto es obra de Marley. Marley son dos personas: Víctor y Leo. Habitantes de Las Achiras, un barrio de La Matanza. Vamos por Boyacá hacia San Blas.
 


 

La gente del barrio saluda a Boido: ¡Jorgito! Marley, en palabras del Cazadiegos, “tiene un nivel de producción impresionante. Uno de esos artistas de los sectores populares que es, justamente, autodidacta. Son unos fenómenos. El padre de este pibe era pintor. Y él, desde siempre, hacia caricaturas y hacía dibujos. Arrancan por la caricatura y después derivan hacia el dibujo, en la primaria. El pibe es Víctor y el ayudante es Leo. 

Marley Graffitis son Víctor y Leo. Es el nombre de ellos dos, son amigos desde la primaria y en todas las vueltas de la vida anduvieron juntos. Víctor es el que, generalmente, dibuja y Leo es el que le prepara los colores. La técnica de ellos para dibujar es la cuadrícula y después trasladan el dibujo a partir de la cuadrícula. Las técnicas para armar murales son múltiples: está el tema de la cuadricula, el tema del proyector que proyectan y dibujan sobre la imagen que aparece y hay algunos – el salto de la tecnología – que utilizan una aplicación del celular”. Nos detenemos en la esquina de Boyacá y San Blas. Jorge señala la imagen y me indica que me detenga en el gorro de un Diego ya a punto de cumplir los sesenta años. Partido en homenaje al periodista fallecido Sergio Gendler. El gorro rojo lleva dos escudos: el de Argentinos Juniors y el del Partido Justicialista. Caminamos por San Blas: en el muro está la pintada de Diego con Dalma y las margaritas. Una foto de 1989 con Pelusa sentado sobre la pelota y su hija colocándole flores entre las medias a su padre. Fumo un cigarrillo. Boido me cuenta que los murales de Diego no son vandalizados, generalmente. Respeto absoluto. Hay una triste excepción: las pintadas del grupo de Pichetto en La Matanza sobre diversas figuras de Diego. Pero, claro, lxs pibxs del barrio lo volvieron a pintar. Corazón de arrabal. Pecho inflado.

Seguimos transitando San Blas. La gente saluda a Jorge que me comenta otro caso, de los pocos que hay, en el cual un mural de Diego fue maliciosamente intervenido: Yerbal, a la altura de Primera Junta. Pleno Caballito y alguien escribió “corrupto” sobre la imagen de Diego. “Podrían haberle puesto drogón, lo debatimos, pero ¿corrupto? Esa palabra los define a ellos”. Claro, porque Diego interpela. En Caballito hay mucho biempensante aspiracionista. Doblamos por Gavilán. “Los jugadores antes entraban al estadio por Boyacá”, me aclara Boido, “ahora entran por acá”. Hay Diegos por todas partes. Recuerdo la gente que cazaba Pokemones con su celular. Jorge hace eso mismo pero con su cámara, en un laburo de amor y absolutamente personal. Su aplicación es la pasión y el deseo.

Ya caminamos por Juan Agustín García. Hay un mural del Diego abrazado al Checho Batista, en ocasión de la última vez que Pelusa estuvo en esta cancha. Le pregunto a Jorge, con algo de pudor, cómo hace para ingresar a ciertos barrios o ámbitos complicados. “Diego habilita”, me dice, “voy con la cámara y hablo con lxs pibxs y te habilitan”. Nos despedimos.
 


 

Estamos con Juan en Juan Agustín García y Boyacá. Admiramos los murales, nuevamente. Busquemos una parrilla. Observamos la geografía de La Paternal, calles que caminó Diego, el Pelusa, el mejor futbolista de la historia, el emblema de los humildes, el del gol a los ingleses, el pibito de Fiorito que levantó una copa del mundo. En Boyacá y Remedios de Escalada de San Martín hay una plaza y, frente a ella, una parrilla al paso. Es un día de sol.

Dos choripanes y una botella de tinto.

Diego habilita.