Homofobia mundialista
Por Walter Ego
De las memorias extra deportivas que dejó la recién finalizada Copa del Mundo de Fútbol quizás la más notoria sea el grito de “puto” que la hinchada mexicana dedicaba a los porteros rivales cada vez que realizaban un saque de meta.
El ya famoso grito –cuya gesticulación acompañante copiaron, por cierto, los simpatizantes de otras selecciones– fue considerado por parte de la organización no gubernamental FARE (Football Against Racism in Europe) una expresión de homofobia y provocó que la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA) abriera un expediente contra la Federación Mexicana de Fútbol (FEMEXFUT) debido a lo que se consideró “una conducta inadecuada” de parte de los seguidores de la selección tricolor. El asunto, finalmente, se zanjó sin sanciones, luego de que el Comité Disciplinario de la FIFA decidiera que “el incidente en cuestión no es considerado insultante en este contexto específico”.
Hizo bien la FIFA en no sancionar a la FEMEXFUT. Habría sido sobredimensionar un problema menor que si alguna utilidad tuvo fue la de poner de relieve un problema mayor: el de la homofobia en el fútbol, un problema recurrente que no se resuelve en las gradas con torpes amenazas de sanciones ni en el terreno de juego con pueriles llamadas a los futbolistas gays para que “salgan del closet”.
En una época en que los derechos de los homosexuales han pasado a ser materia constitucional en muchos países, llama la atención que el fútbol siga siendo una suerte de inexpugnable bastión del machismo más tradicional, aquel que hace del deseo homoerótico una perversidad y de quienes a él se abandonan seres indignos.
De ahí que pocos futbolistas se hayan atrevido a “salir del closet” y asumir abiertamente su orientación sexual. No importa que jugadores como el delantero Mario Gómez consideren que “la homosexualidad ya no es ningún tema tabú” y haya alentado a los futbolistas a confesar su orientación sexual “para que puedan jugar liberados” o que el portero Manuel Neuer, “Guante de Oro” del último certamen futbolístico mundial, también haya animado a los futbolistas gays a revelar su condición al considerar “que los hinchas se acostumbrarían rápidamente”. Rechazo, jamás aceptación, fue el resultado de tales exhortos, que en el caso de Neuer se tomó incluso como una probable confesión de su propia homosexualidad, rechazo que explica, por ejemplo, el por qué el mediocampista Thomas Hitzlsperger sólo se atrevió a revelar su homosexualidad el 8 de enero de 2014, meses después de haberse retirado debido a lesiones con apenas 31 años.
Un caso similar (y previo) al de Hitzlsperger fue el de Olivier Rouyer, que reveló que era gay en la edición del 16 de febrero de 2008 del diario francés “L'Équipe Magazine”, muchos años después de su retiro en 1990. Si bien Rouyer logró asumir su sexualidad sin que ésta afectara su carrera deportiva, ello le costó en 1994, según confesara al diario, su puesto como entrenador del “Association Sportive Nancy Lorraine”, un equipo de la segunda división francesa.
Menos suerte tuvo David Testo, cuyo equipo, el “Montreal Impact” de la Major League Soccer (MLS), no le renovó el contrato luego de que en noviembre de 2011 se declarara homosexual: ni siquiera valió que tuviera el apoyo de sus compañeros. Con menos suerte aún corrió el nigeriano Justinus “Justin” Soni Fashanu, cuya trágica vida desnuda como pocas el drama de la “homofootbia”.
El 2 de mayo de 1998, Justin Fashanu se ahorcó en un garaje abandonado del barrio de Shoreditch, distrito de Hackney, en Londres. Su temprana muerte (apenas tenía 37 años) habría sido una cifra más en la sombría estadística del suicidio de no mediar su condición de futbolista, de no terciar su condición de gay.
Esa, para algunos, contradictoria dualidad marcó la vida de Justin Fashanu, quien no sólo fue el primer futbolista negro cuya contratación costó un millón de libras esterlinas (las pagó el Nottingham Forest): fue también el primer futbolista en revelar públicamente su condición de homosexual, un atrevimiento que aceleró el declive de su carrera deportiva y, a la larga, habría de costarle la vida.
Cuando en 1990 Fashanu reveló su orientación sexual en entrevista concedida al tabloide inglés The Sun el rechazo fue unánime. Fue escarnecido por jugadores y por la afición. Hasta John, su hermano menor, también futbolista, renegó de él (“No me gusta nada ver mi apellido junto a la palabra homosexual. No quiero que nadie me confunda con él”).
Sin embargo, el “pecado” de Fashanu, como el de muchos otros después, no estaba tanto en ser gay como en haber violentado una ortodoxia de masculinidad que ilusoriamente empareja la rudeza y bizarría inherentes al fútbol con la heterosexualidad. Lo que hubiera sido tolerado en otro ámbito era inadmisible en la cancha y los vestidores de un estadio de fútbol.
“Me he dado cuenta de que ya he sido declarado culpable. No quiero dar más preocupaciones a mi familia y a mis amigos. Espero que el Jesús que amo me dé la bienvenida; al final encontraré la paz”, escribió Fashanu en su nota suicida, palabras que serán una cicatriz indeleble en el rostro de la FIFA mientras la presión social obligue a jugadores a retirarse del fútbol tras declararse homosexuales (como fue el caso de Robbie Rogers, quien en febrero de 2013 le dijo adiós al balón tras sincerarse públicamente respecto a su verdadera orientación sexual), mientras el futbolista gay deba rendir cuenta por su vida personal antes que por su desempeño profesional en un terreno poblado de machos alfas y mentes (versión) beta, y mientras sean una descorazonadora certeza las tajantes palabras del lateral derecho alemán Philipp Lahm: “no creo que esta sociedad esté lista para aceptar a un jugador gay”.
Fuente: Ria Novosti