Indio Solari, postales en la noche salteña, por Enrique de la Calle
Por Enrique de la Calle
“Una noche como ésta, hace 35 años, comenzaba la dictadura militar. Ustedes son muy jóvenes, pero esa dictadura desapareció a muchas personas. Siempre es bueno el ejercicio de la memoria, porque esa historia no puede repetirse nunca más”. El Indio Solari interrumpe – el cronista cita de memoria – a medio recital para dirigirse a su público, integrado por 50 mil almas. Todos escuchan, en silencio. Los aplausos rompen una vez más la noche; luego, todos gritan que el “que no salta es militar”. Hasta los músicos se plegan.
No suele hablar mucho durante los recitales. El Indio prefiere que sea su obra la que exprese sus puntos de vista. Sin embargo, cada tanto se toma una licencia. Como cuando en Tandil – en su presentación anterior – aconsejó que “no se vayan del país, acá hay un futuro”. Lo dijo casi en simultáneo con otras declaraciones, esta vez a la prensa, en las que celebró al Gobierno nacional por “su coraje para enfrentar a las corporaciones”. Antes, en 2006, también ante periodistas, había defendido al kirchnerismo por su política de Derechos Humanos.
En sus cuarenta años de trayectoria, siempre eligió muy bien los escenarios, momentos y las palabras justas para expresar un sentimiento. Nadie propondría, de modo exageradamente lineal, un “Indio kirchnerista”. Sí vale señalar un clima cultural de época; también marcar discursos y sentidos que se comparten colectivamente. Un artista con sensibilidad popular no puede obviarlos.
Noche de rock
Cualquier recorte de una noche inolvidable es arbitrario. El lector lo sabe. Lo es haber comenzado la crónica con unas palabras del Indio; como también continuar ahora con la elección del “mejor momento artístico” de la noche de Solari en la presentación de El perfume de la tempestad en Salta. Se sabe: se trata del mejor momento para el cronista.
“Me asfixio Dios, pienso en mi cara, se está quemando mi cara, Dios!”. Lo que suena es Pabellón séptimo, de la placa El Tesoro de los Inocentes. El tema refiere a un motín ocurrido a fines de los setenta (según propia descripción del artista). “Si va a pasar, algo conmigo, quiero que sea en libertad, allá afuera; irme y nada más”, relata Solari, emotivo. No es difícil conmoverse con esa canción. Tampoco remitirse a la tragedia que se vive hoy en la mayoría de las cárceles de nuestro país.
Si algo ha caracterizado a la estética del Indio es una mirada comprometida con los dolores y los sufrimientos de varias generaciones. Allí abajo, se conmueven desde chicos que promedian los veinte con otros que ya superaron los treinta. Todos cantan a viva voz. Seguramente, no son pocos los que deben conocer de cerca el infierno de la cárcel, sea en carne propia o en la de familiares o amigos. “Se viene el momento tumbero”, adelanta el ex líder de Los Redondos para dar paso a Torito Muerto, del último disco. “Paraíso de los olvidados, que sopla algún pecado más”.
Nueva vieja misa
¿Cuánto más se puede decir sobre el llamado “fenómeno ricotero”? En esta nueva versión salteña, incluyó alrededor de 50 mil personas. La mayoría, proveniente de varios puntos del país. Decenas de miles recorrieron alrededor de mil setecientos kilómetros. Entre ellos están los que contaron moneda por moneda para la entrada, los que arribaron al estadio sin ella y se mandaron como sea, y también están los que viajaron en autos nuevos o pagaron entre 600 y 2000 pesos para llegar a Salta. Un fenómeno policlasista, digamos.
En la platea, por caso, una joven con una pierna enyesada – y las respectivas muletas – grita y baila como puede al compás de cada rocanrol. Está acompañada por su hermano y su novio. No deben tener más de 25 años: el último resiste su borrachera con un papel que cada tanto lleva a su nariz. Al igual que todos los presentes (incluso el cronista) están excitadísimos. Vinieron de Rosario junto a diez amigos. El resto se divierte en el campo.
A su lado, tres parejas, acompañados por chiquilines que deben ser sus hijos, también disfrutan del recital. Se saben todos los temas, aunque se entusiasman mucho más cuando lo que suena pertenece a la discografía ricotera. Un poco más atrás, una pareja un tanto mayor (deben andar por los sesenta, la edad del Indio) sigue lo que ocurre aunque su predisposición con el espectáculo desentona con la del resto. “Estamos acompañando a nuestros hijos”, cuentan.
El goce dura dos horas y pico y tiene sus puntos más altos cuando se escuchan clásicos de Los Redondos como Vamos las bandas, Héroes del Whisky, Un ángel para tu soledad, Maldición va a ser un día hermoso, Juguetes Perdidos o Cruz Diablo (“su rocanrol sangra oídos, ya que Dios le truchó el boleto”). No es que el público rechace los discos solistas, cuyos temas son bienvenidos y varios van camino a ser clásicos, como Fligth 956. Ocurre que con los otros simplemente el público se entrega a una excitación prácticamente incomparable. Todos bailan y entonan cada parte de la letra, que conocen como si ellos mismos las hubieran escrito.
El cierre, como siempre, está reservado para Ji Ji Ji (“el pogo más grande del universo”, dice con razón el Indio). Aquí el cronista prescinde de las palabras para describir lo que ocurre. Andan por allí videos que intentan acercarse a ese momento. Mejor, compartir un consejo: que el lector que no lo haya experimentado todavía, se involucre y lo viva, en cuerpo propio. Que después no diga que no se le avisó.